El precipitado ritmo de los grandes acontecimientos mundiales ha embotado nuestra sensibilidad al proceso histórico que se está desplegando ante nuestros propios ojos. Sólo en 1991 la abrumadora victoria de la coalición encabezada por Estados Unidos en la guerra del golfo Pérsico, el fracasado golpe de la Unión Soviética, la declaración de abandono del comunismo en ella, la independencia de los países bálticos, la guerra civil yugoslava, la Conferencia de Paz de Madrid, el acuerdo de paz de Camboya y la creación del área económica europea se han seguido unos tras otros con rapidez fulgurante. En un sentido más amplio, los grandes acontecimientos de los dos últimos años, desde la reunificación de Alemania, el fin del comunismo en Europa oriental y el aplastamiento de las protestas encabezadas por los estudiantes en Beijing hasta los dramáticos cambios ocurridos en la Unión Soviética y los importantes acuerdos sobre control de armamentos han señalado el fin de una era histórica y el comienzo de otra. El período en que nos hallamos ahora poseerá para las futuras generaciones algo del aroma histórico de 1648, 1815, 1918, 1945…: el fin de una época histórica asociada con la guerra fría y el comienzo de otra.
Todos estos cambios, excepto en lo referente a Yugoslavia, han ocurrido de modo diferente a períodos anteriores. A todos los precedían guerras sistemáticas en gran escala que devastaban regiones enteras y realineaban grandes estructuras de poder. Sólo tras las enormes asolaciones de la era napoleónica o de la Primera Guerra mundial o de la segunda, surgió un nuevo sistema, un régimen político y económico internacional. E incluso entonces no era siempre fácil determinar su exacta naturaleza en medio de un torbellino de acontecimientos. Pero esta vez no ha habido guerras importantes, un lado se ha derrumbado desde dentro y el otro…