Si durante años, a pesar de los recurrentes apuntes críticos sobre su autoritarismo y escaso apego a los derechos humanos y al derecho internacional, se solía reconocer a Vladimir Putin como un frio y sabio maestro de la estrategia y del ejercicio del poder, hoy son innumerables los epítetos negativos que más allá de autócrata o dictador lo definen como asesino y criminal de guerra (Joe Biden dixit), macho alfa, lunático… No parece que esto haya preocupado mucho al mandatario ruso, salvo en lo que atañe a las acusaciones de imperialista; un calificativo que siempre procura devolver a sus críticos, situándose en una posición victimista desde la que dice sentirse obligado simplemente a responder a los ataques recibidos por Rusia en el marco de una supuesta confabulación de lo que denomina “Occidente colectivo” para hacerla desaparecer. Un intento de exculpación que, con la definición de la Real Academia Española –“actitud y doctrina de quienes propugnan o practican la extensión del dominio de un país sobre otro u otros por medio de la fuerza militar, económica o política”–, resulta inmediatamente condenado al fracaso.
Putin, el mismo que calificó la implosión de la Unión Soviética, en 1991, como la mayor catástrofe geoestratégica del siglo XX, tiene incuestionablemente un delirio imperialista, lo que incluye, dónde y cuándo sea necesario, un notable impulso colonizador que, asimismo, insiste en negar. Un delirio que percibe a la Federación de Rusia como una entidad asediada y amenazada tanto por traidores internos como, sobre todo, por actores externos tan señalados como Estados Unidos, la OTAN y la Unión Europea como punta de lanza. Una alucinación que, como ya dejó claro en un largo artículo que publicó en julio de 2021, toma como referencia a la Rusia zarista e incluso se remonta hasta la creación del Rus…