Desde 1996 resultaba evidente para los observadores especializados en asuntos balcánicos que la situación en Kosovo era cada vez más insostenible. La escalada en la tensión, lenta pero persistente, desembocó en un repunte crítico entre finales de febrero y comienzos de marzo de 1998. A partir de entonces, la diplomacia occidental ha actuado contrarreloj para prevenir lo que puede convertirse en una nueva guerra balcánica. Este artículo pasa revista a los orígenes de la crisis y a las maniobras tejidas desde la sombra por los gobiernos de los países implicados en la zona.
Kosovo es uno de esos persistentes problemas balcánicos que parecen tener siglos de antigüedad y cuya esencia se suele asimilar a viejísimas deudas históricas. Además de periodistas occidentales necesitados de explicaciones rápidas, también lo describen así algunos de sus protagonistas, para quienes el antiguo “lenguaje de madera” del período comunista, hecho de consignas vacías, se ha reconvertido en otro nuevo lleno de argumentos historicistas.
En realidad, el problema kosovar apenas tiene un siglo de existencia. Aparece en 1913, cuando en los arreglos territoriales que siguieron a las guerras balcánicas de comienzos de siglo, las grandes potencias asignaron a Serbia ese territorio, que por entonces ya estaba densamente poblado por albaneses (confusamente catalogados como “población no eslava”). Puede parecer extraña tanta arbitrariedad, pero en aquella época las consideraciones etnográficas tenían escasa importancia en los apaños territoriales de las potencias. En parte porque subsistían grandes imperios multinacionales (como el austro-húngaro) y, en el caso concreto de Kosovo, porque se consideraba que los albaneses de esa región y los del Epiro Norte (concedido a Grecia) serían rápidamente asimilados por las culturas dominantes ya que su conciencia nacional parecía poco desarrollada. A principios de siglo y aun después, en Occidente se tenía una opinión notablemente despectiva hacia la nación albanesa en…