Rusia estuvo durante muchos siglos apartada, geográfica y políticamente, del desarrollo de la civilización y la cultura occidentales, y por ello llegó tarde a lo que, en la mayor parte de Europa, se llamaría la edad moderna.
Sin embargo, en los siglos XVII y XVIII, esas antiguas barreras se superaron en gran medida, cosa que permitió un progreso considerable en la modernización de la sociedad rusa. En los tiempos en que el país se vio envuelto en la Primera Guerra Mundial, su situación no era desalentadora del todo. La industrialización se abría camino a un nivel de dos o tres decenios tan sólo por detrás de Estados Unidos. Estaba en marcha un programa de reforma de la enseñanza que, de habérsele permitido proseguir sin estorbo, habría acabado por completo con el analfabetismo en el término de otros cuatro lustros. Y el primer programa realmente prometedor para la modernización de la agricultura rusa (las llamadas reformas de Stolypin), aún sin estar plenamente realizado ni mucho menos, avanzaba con pie seguro y con buenas probabilidades de éxito a la larga. Estos logros, por supuesto, no se habían alcanzado sin conflictos ni reveses. Tampoco a ellos se reducía todo cuanto se necesitaba. Al interponerse la guerra quedaban aún por eliminar muchas facetas arcaicas en el sistema de gobierno, tales como el absolutismo de la Corona, la ausencia de unas instituciones parlamentarias propiamente dichas y las desaforadas atribuciones de la policía secreta. También quedaba por resolver el problema de las nacionalidades no rusas en el seno del Imperio ruso. Este Imperio, a semejanza de otras constelaciones políticas multinacionales y multilingües, se convertía velozmente en un anacronismo; su mantenimiento había llegado a ser una carga insostenible.
No obstante, ninguno de esos problemas necesitaba para su solución de una revolución sangrienta. La eliminación de la autocracia estaba al fin y al cabo destinada a lograrse relativamente sin efusión de sangre, y en los primeros meses de 1917 se sentaron los cimientos de un sistema parlamentario adecuado. Tampoco había motivos para descartar la posibilidad de que Rusia, de tener la oportunidad de desarrollarse sin guerra ni revolución violenta, lograse aún emprender un camino feliz y razonablemente pacífico hacia la edad moderna. Fue, sin embargo, esta situación precisamente, y precisamente estas expectativas, las que serían demolidas por los acontecimientos de los últimos meses de aquel año agorero de 1917.
II
El movimiento ruso de disidencia de la segunda mitad del siglo XIX y los primeros años del siglo XX siempre llevó en su seno facciones radicales que, en su extremismo, no querían reformas graduales, pacíficas y eficaces. Querían nada más y nada menos que la destrucción total e inmediata del poder zarista y del orden social en el que actuaba. El hecho de que sus propias ideas sobre lo que había de seguir a esa destrucción fuesen vagas, amorfas y mayormente utópicas no era cosa que moderase la violencia de sus propósitos. Aún participando, bien que de modos muy diversos, en los dos grandes partidos revolucionarios, el Socialista Revolucionario y el Social Demócrata (del que surgiría el Comunista), esas facciones se hallaban, por su feroz oposición a toda reforma gradual, en un estado de alianza limitada e involuntaria con los círculos más radicalmente reaccionarios del extremo conservador del espectro político. Después de todo, estos últimos tampoco eran partidarios de unos cambios graduales y pacíficos, ya que lo que querían era que nada cambiara. No fue pues un azar el que las ideas y las aspiraciones de ambos elementos extremistas hallaran una expresión común, como de modo tan convincente ha señalado Robert C. Tucker en su reciente libro, en el Stalin del futuro.
Hasta el estallido de la guerra, hasta 1917 en realidad, los extremistas de izquierdas habían cosechado pocos éxitos. En los últimos años anteriores a la guerra habían venido perdiendo posiciones y apoyos políticos. Lo que hizo cambiar todo eso, dándoles oportunidades que pocos de ellos jamás hubiesen esperado, fue la–intervención de Rusia en la guerra, y en especial el insensato intento del Gobierno provisional de mantener el esfuerzo de guerra hasta el verano de 1917, mientras tenía que afrontar la trascendental crisis política interna deparada por la reciente caída de la Monarquía.
Rusia había cometido el disparate diez años atrás, en 1904-05, de entrar en guerra contra Japón. No hizo falta más para poner al país al borde la revolución. Aún mayor disparate fue (y cabe pensar que de esto podían muy bien haberse percatado entonces los estadistas rusos) exponer a Rusia a las pruebas aún más considerables de la participación en una gran guerra europea. La guerra no fue, naturalmente, la única causa del desmoronamiento del sistema zarista en 1917; es perfectamente lícito decir, sin embargo, que sin la intervención de Rusia en la guerra ese desmoronamiento no hubiera llegado cuando llegó ni en la forma en que lo hizo, y que cualquier cosa parecida a la toma del poder por los bolcheviques habría sido sumamente inverosímil. Desde esa perspectiva, la implantación del poder bolchevique en Rusia en noviembre de 1917 ha de entenderse como una parte tan sólo de la inmensa tragedia que la Primera Guerra Mundial supuso para la mayor parte de la civilización europea. Ahora bien, las consecuencias de la Revolución rusa estaban destinadas a sobrevivir con mucho a los demás efectos inmediatos de la guerra y a complicar la situación mundial a lo largo de casi todo el resto del siglo.
«Sin la intervención de Rusia en la guerra cualquier cosa parecida a la toma del poder por los bolcheviques habría sido sumamente inverosímil»
Para mediados de 1917 en todo caso la suerte de Rusia estaba echada. Las tensiones de los dos años y medio de guerra, junto con las de los primeros meses de aquel año –el agotamiento del ejército y la sociedad, el súbito derrumbamiento de la policía zarista y el programa de reforma agraria que con tanta facilidad se prestaba a una explotación demagógica– posibilitaron la conquista del poder, primero en las grandes ciudades, después en todo el país, por Lenin y sus secuaces. De esta suerte se le impuso a una sociedad rusa desconcertada y desprevenida la camisa de fuerza de la dictadura comunista, bajo cuya opresión estaba destinada a debatirse no sólo durante toda la vida de la generación aquella sino también durante la de sus hijos y sus nietos.
No es fácil resumir lo que este acontecimiento iba a significar para Rusia. Cualquier resumen pecaría de inadecuado. Hay, no obstante, que intentarlo, pues sin él no es posible situar en una perspectiva histórica la época comunista que ahora toca a su fin.
Veamos para empezar cuál fue la suerte que corrieron la mayoría de los elementos relevantes por su educación y su cultura de la sociedad rusa de aquel tiempo. El régimen leninista, en los años iniciales del poder soviético, consiguió destruir físicamente o expulsar del país a la mayor parte –de hecho, una generación casi completa– de lo que en el vocabulario marxista de la época habría que denominar la intelligentsia “burguesa”. Más tarde, Stalin completaría la labor al hacer lo mismo con la mayor parte de la intelligentsia marxista que quedó. Fue así cómo Lenin y Stalin contribuyeron, entre los dos, a eliminar una vasta proporción de aquella impresionante comunidad cultural que había surgido en los últimos decenios del zarismo. Y con esa pérdida se perdió, lo que era aún más importante, mucho de la propia continuidad cultural de la que esta generación era parte indispensable. Nunca iba ya a ser posible volver a soldar de nuevo los eslabones rotos de esa gran cadena de la evolución nacional, de modo tan brutal truncada.
No contento de esos duros golpes a la sustancia intelectual y cultural del país, Stalin, así que consolidó su poder en 1928, se revolvió contra el campesinado (un 80 por cien de la población en aquel entonces) infligiéndole un castigo aún más terrible. En las reformas de Stolypin, se había hecho acertadamente hincapié en el apoyo y el estímulo al sector más competente y productivo de la población agrícola. Stalin, en su arrolladora campaña de colectivización emprendida en 1929, hizo exactamente lo contrario. Se propuso eliminar precisamente a este sector (a cuyos componentes se les designaba ahora con el vocablo peyorativo de kulaks), eliminándolo mediante la confiscación despiadada de los exiguos bienes que poseían la mayoría de sus miembros, mediante la deportación de muchos de ellos y de otras familias campesinas y mediante el castigo –en muchos casos ejecución– de los que se resistían.
Los resultados fueron sencillamente calamitosos. El hambre se generalizó en determinadas regiones agrícolas fundamentales del país y en breve espacio de tiempo se perdieron las dos terceras partes de la ganadería. Con tales medidas crueles e insensatas se le asestó a la agricultura rusa un golpe que la hizo retroceder decenas de años, y del que aún no se ha recuperado por completo.
La campaña de colectivización coincidió más o menos en el tiempo con el primer Plan Quinquenal, cuyo anuncio en 1928-29 causó una impresión tan profunda y favorable en muchas personas bienintencionadas de Occidente. Lo cierto fue que el plan anunciado y posteriormente las estadísticas aducidas a su conclusión, enmascaraban un implacable y atolondrado programa de industrialización militar. Este programa aportó ciertamente algunos componentes básicos de una gran industria bélica, pero lo hizo con apresuramiento y despilfarro, a costa de inmensos sufrimientos y privaciones humanos y sin la menor preocupación por el medio ambiente. Pese a limitadas mejoras en años posteriores, esos mismos rasgos estaban destinados a caracterizar buena parte de la industrialización soviética a lo largo de los siguientes decenios.
Pisándoles los talones a esos primeros esfuerzos estalinistas por revolucionar la economía soviética, se desencadenó sobre la sociedad soviética aquella terrible y poco menos que incomprensible serie de sucesos conocidos en la historia como “las purgas”.
Emprendidas como intento patente de Stalin de apartar de sus cargos y aniquilar a todos los elementos que quedaban de los cuadros de mando de Lenin en los que sospechara él aun los más tenues indicios de resistencia a su férula personal, esas medidas, feroces ya de por sí, pronto degenerarían en una ola ingente de represalias contra gran parte de los que a la sazón participaban en la gobernación del país o gozaban de cualquier preeminencia como miembros de la intelligentsia cultural. Fueron tan terribles esas medidas, tan arbitraria, tan indiscriminada e imprevisible su aplicación, que culminaron, en los años de 1937 y 1938, en un frenesí deliberadamente inducido de denuncias en masa, un frenesí que se apoderó de millones de personas inocentes pero atemorizadas, alentadas a ver en la denuncia sin piedad de otros, incluso de otros cuya inocencia les constaba como la propia, la única posible inmunidad a la detención y al castigo. Esa histeria hacía que se echara al amigo contra el amigo, al vecino contra el vecino, al colega contra el colega, al hermano contra el hermano y al hijo contra el padre, hasta que la mayoría de la sociedad soviética se vio reducida a una trémula masa de terror y de pánico. De este modo una considerable proporción de la flor y nata de la administración y la cultura de la Unión Soviética –decenas de millares sobre decenas de millares– eran inducidos a destruirse mutuamente para la edificación, acaso incluso para el regocijo, de un solo dirigente, y ello a la vez que se prestaban a los más extravagantes alardes de admiración y devoción por ese mismo hombre. Sería esfuerzo inútil buscar en los anales de la civilización moderna algo que se aproximara, en cinismo si no en insensibilidad, a ese pavoroso espectáculo.
«Una considerable proporción de la flor y nata de la administración y la cultura de la URSS fueron inducidos a destruirse mutuamente»
Tan absurdas, tan extravagantes, tan monstruosamente destructoras y tan horras de necesidad o beneficio concebible para nadie eran aquellas medidas, que es imposible explicárselas a la luz de la razón, ni siquiera desde el punto de vista del más temeroso, receloso y suspicaz de los tiranos. ¿Qué explicaba en tales circunstancias los motivos de Stalin para tomarlas y dirigirlas? ¿Y cómo fue posible que toda una sociedad se sometiera de modo tan pasivo a una violación tan atroz de su entereza social y su integridad moral? Estas preguntas son decisivas.
Baste decir que cuando Stalin se dio cuenta por fin de que las cosas habían ido demasiado lejos, cuando comprendió que sus propios intereses estaban en peligro y empezó por fin a tomar medidas para atenuar el terror y la matanza, varios millones de personas languidecían o se extinguían en los campos de trabajo, y otros más, cuyo número se llegó a calcular en torno al millón, habían sido ejecutados o habían sucumbido a los malos tratos. A esa trágica cifra procede agregar millones de seres que, habiendo escapado a la persecución, vivían inquietos por la suerte de las víctimas inmediatas: familiares, amantes, hijos o amigos y para los que la vida perdía mucho de su sentido con el conocimiento, o con la sospecha, del sufrimiento de estos últimos. El luto, dicho en pocas palabras, gravitaba sobre el entusiasmo de vivir. El miedo y la incertidumbre quebrantaban los nervios, las esperanzas y la seguridad íntima.
III
Un pueblo ruso conmocionado, gravemente exhausto, debilitado social y espiritualmente fue el que hubo de hacer frente, en los primeros años del decenio de los cuarenta, a las pruebas aun más arduas de la Segunda Guerra Mundial. Rusia, ciertamente, no intervino oficialmente en la guerra como tal hasta junio de 1941. Pero entretanto estuvo la guerra con Finlandia, que costó a los rusos cientos de miles de bajas. Lo que siguió después, a raíz del ataque alemán, fue un horror en tal escala que hizo palidecer todos los sufrimientos de los pasados decenios: el arrasamiento de las instalaciones materiales –viviendas, otros edificios, ferrocarriles, todo– en vastas zonas de la Rusia europea y un número de muertos que no es fácil determinar pero que debe de haber rozado los treinta millones de almas. Es prácticamente imposible entrever, detrás de esas palabras y esas cifras escuetas, la enormidad de los sufrimientos sobrevenidos.
Naturalmente se observará que, si bien las tragedias de los años veinte y de los años treinta se las deparó a Rusia su propio régimen comunista, no cabe decir lo mismo de las de los años cuarenta. Estas fueron obra de Hitler. Stalin había hecho todo lo posible para apaciguar a Hitler con el fin de desviar el ataque; no fue culpa suya si no lo logró.
Hay mucha verdad en lo que se acaba de decir. Nada puede mitigar la responsabilidad de Hitler por desencadenar una guerra que, haciendo caso omiso de los demás teatros de operaciones de la Segunda Guerra Mundial, los soviéticos denominarían más tarde la Gran Guerra Patriótica. Pero no es ésa toda la verdad. El propio Stalin recrudeció de muchas maneras los horrores de la contienda: por el cinismo de su pacto con Hitler en 1939; por el trato infligido a los rusos que habían estado prisioneros en Alemania; por un trato análogo a los paisanos que se hallaban en territorio conquistado por los alemanes; por la brutal deportación en su integridad de nacionalidades secundarias sospechosas de simpatizar con el invasor alemán; por los excesos de su propia policía en las zonas ocupadas, de los que la aterradora matanza de oficiales polacos en Katyn fue sólo una exigua muestra, y por las libertades que concedió a su soldadesca al entrar en Europa. Y lo que es más importante: nunca se sabrá cuál pudo haber sido la colaboración en los años de preguerra entre Rusia y las potencias occidentales en el enfrentamiento con Hitler si el régimen con el que esas potencias tenían que encararse en Rusia hubiera sido un régimen normal, amistoso y abierto. En cambio, para muchos europeos, el Estado soviético no era un interlocutor mucho más de fiar ni más tranquilizante de lo que lo fuera el régimen nazi. Dejémonos, sin embargo, de especulaciones y sigamos con la relación de miserias que abrumaron al pueblo ruso durante esos siete decenios de poder comunista.
Fue un pueblo ruso aun más extenuado, aun más diezmado y devastado el que sobrevivió a las pruebas y los sacrificios de la guerra. Pronto se vería que sus miserias distaban mucho de haber acabado.
La guerra contra un enemigo odiado había suscitado en el pueblo ruso unos elementales sentimientos nacionalistas. Mientras duraron las hostilidades, Stalin tuvo el buen acuerdo (y es de suponer el cinismo) de asociarse a esos sentimientos. El pueblo y el régimen se encontraban al parecer en el esfuerzo común de resistencia a la invasión nazi. Y eso había producido nuevas expectativas. Nada de extraño tenía que en todos los ambientes se entretuviera la esperanza, según la guerra tocaba a su fin, de que a la victoria siguiera un cambio de los hábitos y métodos del régimen, cambio que posibilitaría algo parecido a una relación normal entre el gobernante y el gobernado y que abriría nuevas posibilidades a la libre expresión cultural y política de un pueblo que llevaba mucho tiempo privado de ella.
Pronto Stalin iba a dejar bien claro que nada iba a ser así. El gobierno seguiría como antes. No se harían concesiones al consumidor soviético; sólo se intensificaría el despiadado esfuerzo de industrialización militar, la misma represión del nivel de vida, el mismo yugo conocido del dominio de la policía política. Pocas veces, la verdad sea dicha, se ha llevado todo un pueblo un desengaño más amargo que el deparado por esta insensible indiferencia de Stalin a las necesidades de una población terriblemente castigada que acababa de salir de los sufrimientos de una guerra grande y terrible.
Así iban a ser las cosas. Y los últimos años de la vida de Stalin, de 1945 a 1953, discurrieron de manera muy semejante a los últimos años de preguerra: las mismas fatigosas letanías de la maquinaria propagandística; el mismo sigilo y la misma mixtificación acerca de lo que pasara en el Kremlin; las mismas molestias materiales, y los mismos rigores de un régimen policiaco cuya ferocidad parecía en todo caso acentuarse según Stalin, al envejecer, cobraba aun más conciencia de que de él dependía su seguridad personal y la conservación de su poder.
Ni siquiera la muerte de Stalin en 1953 trajo consigo una súbita o drástica mudanza de la situación. El estalinismo como sistema de gobierno estaba demasiado arraigado en la vida rusa como para poderse erradicar o modificar de modo fundamental en un breve lapso de tiempo. No existía frente a él ninguna alternativa organizada y ninguna oposición organizada. Habían de transcurrir aún cuatro años antes de que Jruschov y sus adláteres lograran apartar del poder a aquellos dirigentes que más estrechamente habían colaborado con Stalin en los peores excesos de su mando y que habrían preferido continuar más o menos igual.
Tampoco Jruschov se mantendría por mucho tiempo, y en los años que siguieron, el país estuvo regido por una serie de hombres mediocres (excepción hecha de Yuri Andropov, el jefe de Mijaíl Gorbachov). Por poca inclinación que sintieran hacia los excesos patológicos del régimen estalinista (que, como tuvieron el acierto de ver, había sido un peligro para todos, ellos mismos inclusive), estos hombres eran los herederos del sistema que había hecho posibles esos excesos y no se les alcanzaba por qué habían de cambiarlo. Representaba a sus ojos la única legitimación concebible de su poder y la única garantía aparente de su continuación. Eso era todo lo que tenían que saber y todo lo que sabían. La clase de cambios del sistema que Gorbachov llegaría a intentar habría rebasado los alcances de su imaginación. Y después de todo, desde su punto de vista, el sistema parecía funcionar.
«Pocas veces se ha llevado todo un pueblo un desengaño más amargo que el deparado por la indiferencia de Stalin a las necesidades de una población terriblemente castigada por la guerra»
Lo malo era que no funcionaba demasiado bien. El sistema soviético entrañaba la constante necesidad de reprimir a una joven intelectualidad inquieta, cada vez más abierta a las influencias del mundo exterior en la era de las comunicaciones electrónicas y cada vez menos resignada a las limitaciones aún vigentes a sus posibilidades de viajar y de expresarse. Además, se apoyaba en una economía que, en el preciso momento en que el resto del mundo se recuperaba de la guerra y se dirigía hacia la revolución económica de la era informática, seguía viviendo en muchos respectos en el mundo conceptual y tecnológico del siglo XIX y era cada vez menos capaz de competir en la escena internacional.
Por último, la ideología heredada de Lenin no podía ya sustentar este sistema. No quedaba de ella más que una ortodoxia difunta y los dirigentes soviéticos seguían recurriendo a sus ritos y a su vocabulario en todas las ocasiones ceremoniales. La verdad era que esa ideología había muerto en los corazones del pueblo a manos de los grandes abusos de anteriores lustros, abatida por las circunstancias de la gran guerra que la doctrina marxista era incapaz de explicar, rematada por el gran desencanto que siguió a esa guerra.
Fue siendo cada vez más evidente, en suma, en aquellos años del decenio de 1970 y comienzos de los ochenta, que el tiempo se le acababa a lo que quedaba de la gran estructura de poder creada por Lenin y Stalin. Capaz aún de imponer una obediencia fingida y renuente, había perdido toda capacidad de inspiración y no podía ya hacer frente con imaginación al reto de su propio porvenir. El primer dirigente en comprenderlo, interpretar sus consecuencias y asestar al agonizante sistema el tiro de gracia que merecía, fue Gorbachov.
No se puede poner fin a esta reseña de los golpes sufridos por la sociedad rusa a manos de sus propios gobernantes a todo lo largo de los años del poder comunista sin tener muy presente el riesgo de cierto extremismo maniqueo al enjuiciar a esos gobernantes y a los que procuraron seguirlos lealmente. No todo lo que llevó el nombre de comunismo en Rusia fue malo; como tampoco lo fueron todos los que creyeron en él. Reconocer las consecuencias trágicas de su ejercicio del poder no es discutir la seriedad intelectual ni la legitimidad ni el idealismo del movimiento socialista mundial del que en sus comienzos el comunismo nació. Nuestro corazón puede estar, de hecho, con tantas gentes bienintencionadas en Rusia y en otros lugares que pusieron su fe y su entusiasmo en lo que consideraban socialismo y que en ello veían la manera de llevar a Rusia a la edad moderna sin incurrir en lo que se les había enseñado a ver como el lado oscuro del capitalismo occidental. Es importante reconocer que el comunismo ruso fue una tragedia no sólo con relación a los demás, sino también una tragedia en sí misma, por sus propios méritos.
Es imposible, sin embargo, a juicio de quien esto escribe, reseñar la historia del comunismo en el poder en Rusia sin reconocer que la extrema izquierda del movimiento revolucionario ruso, al tomar el poder en 1917 y ejercerlo durante tantos años, quedó cautiva de ciertos errores, profundos y peligrosos, en materia de filosofía política, que giraban en torno a las relaciones entre los medios y los fines, entre la moralidad personal y la colectiva, entre la moderación y el extremismo desenfrenado en el ejercicio del poder político, errores que iban a tener los efectos más funestos en la índole de la autoridad que los hacía suyos. El pueblo ruso fue al que le tocó pagar el precio de esos errores en la forma de uno de los períodos más terribles de la larga y atormentada historia de su nación. Vista de este modo, la Revolución de Octubre de 1917 no puede ser otra cosa que una calamidad de dimensiones sin precedentes para los pueblos a los que les fue impuesta.
IV
No es fácil, cuando se habla del futuro de Rusia, eludir la preocupación por el angustioso y peligroso estado de desconcierto que hoy en día reina en el país y distinguir los aspectos a corto plazo de esta situación de los rasgos causales que cabe esperar tengan un significado determinante en un futuro más remoto.
La Rusia postcomunista que tenemos ahora ante nosotros, ha de arrostrar, y acometer resueltamente, el hercúleo esfuerzo de llevar a cabo tres cambios fundamentales de la vida nacional del país.
El primero de esos cambios consiste en desplazar el centro vital del poder político desde el Partido Comunista, que lo ha monopolizado durante tantos años, hacia una estructura de gobierno elegida y democrática en principio. El segundo es el traslado de la economía desde la base administrativa altamente centralizada y autoritaria que la ha regido desde los años veinte hacia un sistema descentralizado de libre empresa. El tercero es la descentralización de la estructura de relaciones recíprocas entre los diversos componentes nacionales, en otros tiempos del Imperio zarista y en tiempos más recientes de la Unión Soviética, vigente en general desde hace tres siglos.
Esos tres cambios, de hacerse realidad, representarían por muchos conceptos una alteración de la vida del Estado ruso más fundamental que la que los comunistas trataron de introducir en la vida rusa en 1917; más fundamental, porque mientras que los comunistas se propusieron, con harta petulancia, negar, ignorar y consignar al olvido el pasado de Rusia, los cambios que ahora se buscan están vinculados, conscientemente o no, a ese pasado, y reflejan una inclinación no. a respetar, sino en parte a reanudar la lucha por la modernización que caracterizó los últimos decenios del zarismo. Si los corona el éxito, esos cambios van a constituir la mayor divisoria de la vida rusa desde las reformas de Pedro el Grande en el siglo XVIII.
¿Qué posibilidades de éxito tiene ese esfuerzo tan trascendental? Muchos son los factores que habría que tener en cuenta para dar respuesta adecuada a esa pregunta, y no es cosa aquí de entrar en todos ellos. Sin embargo, hay algunos muy destacados que son dignos de atención en el presente contexto.
En primer lugar, al sopesar las posibilidades de éxito de los dos primeros de esos cambios –las reformas básicas de los sistemas político y económico– hay que tener presente la perduración de los efectos de setenta años de poder comunista. Es obligado hacer notar que, en lo referente al grueso de la población, ésta se encuentra mucho menos preparada para hacer frente a esos retos de lo que probablemente habría estado en 1917. Es triste considerar que entre otros flacos servicios que el régimen soviético prestó a la Rusia tradicional, no fue el más insignificante el de dejarle al marcharse un pueblo demasiado desvalido para sustituir ese régimen por algo mejor.
Sería fácil contemplar la era comunista como una interrupción de setenta años de la marcha normal de un gran país y dar por sentado que, ahora que terminó esa interrupción, el país podría volver al punto de partida de 1917 y proseguir como si esa interrupción no se hubiera producido. Refuerza la tentación de ver así las cosas la prueba palpable de que muchas de las dificultades que afronta ahora el país, al abrir su puño el comunismo, corresponden a asuntos pendientes desde 1917, pendientes desde entonces porque han sido muy pocos los que desde entonces se han abordado con sensatez y eficacia.
Las cosas no son exactamente así. Los rusos de hoy no son los mismos que vivieron los acontecimientos de 1917; son los hijos y los nietos de los rusos de entonces, de aquellos al menos que lograron sobrevivir a los horrores de los años siguientes para dejar descendencia por lo menos. Esos hijos y esos nietos están separados de sus padres y de sus abuelos por algo más que el mero cambio normal de generaciones. Los acontecimientos ocurridos entre unos y otros, ante todo el estalinismo y la carnicería de los campos de batalla, dejaron su huella, cada cual a su modo, en el legado destinado a las generaciones futuras. Algunas personas pudieron sobrevivir a ellos mejor que otras, y de éstas fue de las que nació la generación siguiente. Ya hemos aludido a cómo la intelectualidad de la Rusia prerrevolucionaria fue diezmada en su mayoría durante los primeros años del poder comunista. Esto no dejó de tener consecuencias; entre los que llegaron a ver algo de Rusia antes de concluir ese exterminio, quien esto escribe no ha sido ciertamente el único en observar cierto embrutecimiento relativo en los rostros que hoy deambulan por las calles moscovitas, resultado sin duda de una prolongada exposición no sólo a las extorsiones de una dictadura despiadada, sino también a los pequeños roces feroces de la vida diaria en una economía de escaseces.
Tampoco cabe hacer caso omiso de las consecuencias sociales de todos estos desmanes. La persecución política y la guerra causaron trágicos vacíos en la población masculina, especialmente en las aldeas. La estabilidad familiar quedó hondamente quebrantada, y con esa estabilidad se perdieron esos focos de íntima seguridad personal que sólo proporciona la familia. Como tantas veces en los episodios más violentos de la historia de Rusia, tuvo que ser la ancha y sufrida espalda de la mujer rusa, capaz de aguantar mucho pero hasta cierto límite, sobre la que recaería una enorme parte de las cargas del mantenimiento de la civilización. Los efectos son dolorosamente patentes en toda una serie de fenómenos de la vida de esa mujer: el cansancio, el cinismo, los abortos incontables, las familias sin padre.
«Había una comprensión mucho más real de los principios y las necesidades del régimen democrático en la Rusia de 1910 que en la de hoy»
Lo más angustioso es que gran parte de los miembros de la generación posterior apenas tenga idea de lo ocurrido en Rusia en esos decenios pasados ni de por qué ocurrió ni de qué efectos tuvo. Con las vidas de las decenas de millones que perecieron en las primeras vicisitudes, se perdieron también sus recuerdos y las lecciones que representaban los acontecimientos de la época. Esta generación posterior se ha visto lanzada con escasa orientación paterna y casi sin memoria histórica a un mundo cuyos orígenes no conoce o no comprende.
Era inevitable que semejante estado de cosas repercutiera en las actitudes intelectuales. Es innegable que las personas que hayan recibido al menos una educación elemental y cierta preparación técnica son ahora más numerosas que en tiempos de la Revolución. En cambio, en los aspectos filosóficos, intelectual y económico, el panorama es desolador.
La estructura estatal a la que se transfiere ahora el centro de gravedad del poder político que antes era monopolio político del Partido, puede constituir el marco adecuado para una forma democrática de vida política, pero nada más. Ese marco habrá de rellenarse con un conjunto enteramente nuevo de métodos, hábitos y –según los casos– tradiciones de autogobierno. Para ello están poco preparadas las mentalidades de la joven generación. No es exagerado decir que había una comprensión mucho más real de los principios y las necesidades del régimen democrático –de las transacciones, las autolimitaciones, la paciencia y la tolerancia que exige– en la Rusia de 1910 que en la de hoy.
Y lo mismo cabe decir por lo que respecta a una comprensión de las realidades económicas. Setenta años de represión sin contemplaciones de toda clase de iniciativa privada o de espontaneidad han dejado al pueblo preparado para no considerarse otra cosa que el pupilo incapaz y pasivo del Estado. Setenta años de angustias económicas y de bajo nivel de vida han contribuido a estragar las relaciones con el prójimo y han creado un ambiente en el que la mayoría de las gentes, llenas de despecho y de recelo, espían cada día por encima de la valla del corral para cercionarse de que el vecino no ha logrado algo que ellas no posean y, si es que en efecto lo ha logrado, para denunciarlo. Todo esto ha fomentado un arrollador y exagerado igualitarismo, en cuya virtud se piensa a veces que es mejor que todos sigan viviendo en un estado de semipobreza y de abyecta sumisión a un poder centralizado, antes que permitir que cualquiera se ponga en cabeza por su propio esfuerzo y su iniciativa, y se eleve aunque sea por poco tiempo sobre el nivel de vida de los demás.
A la vista de esas actitudes no va a ser fácil avanzar con rapidez en los cambios que Gorbachov y otros tratan de introducir en el sistema. No son ésas las únicas taras y desventajas, pero tal vez resulten las más recalcitrantes y perdurables. Para remediarlas va a hacer falta un prolongado y pertinaz esfuerzo educativo, un esfuerzo para el cual en muchos casos va a haber que formar una nueva generación de maestros y que se habrá de llevar a cabo en medio de una gran inestabilidad de la vida rusa.
Si se reconoce y tiene plenamente en cuenta toda la gravedad del problema y si se dispone de la paciencia y la persistencia necesarias, no hay razón para excluir cierta posibilidad de éxito. De todos modos, ese esfuerzo no tiene más remedio que ser un esfuerzo prolongado. Mientras no alcance su meta, los prejuicios y las formas de ignorancia de que se ha hecho mención seguirán obstaculizando seriamente el camino de las reformas de Gorbachov.
Llegamos por fin al tercero de los grandes elementos del proceso de cambio en el que Rusia se halla envuelta, a saber, el reajuste de las relaciones recíprocas entre los diversos elementos nacionales y étnicos que hasta la fecha han integrado el Estado zarista-soviético.
Ese reajuste es inevitable. El mantenimiento completo en cualquiera de sus formas anteriores del Imperio multinacional y multilingüe de los decenios y siglos pasados es incompatible con la poderosa fuerza del nacionalismo moderno. Casi todos los Imperios de esta índole se han visto obligados a rendirse a esa fuerza. También Rusia había empezado a ceder en 1917, pero también en ese caso quedó interrumpido el proceso, aplazado durante mucho tiempo por la implantación del poder comunista. Ahora esa exigencia se replantea con redoblada energía, y ciertamente no va a ser resistida en su totalidad. Claro que se trata de un problema complejo y hasta peligroso, que incluso los que desde fuera lo miran con benevolencia deberían enfocar con la máxima circunspección.
Parece indiscutible que los tres Estados bálticos merecen su independencia y llegarán a obtenerla. Otros hay que piden estatuto de soberanía pero en los que la experiencia requerida y la madurez de sus dirigentes, amén de otros recursos indispensables, está aún por demostrar. Hay además otras entidades no rusas donde la petición de independencia ni siquiera se ha formulado en serio y donde es aun más discutible la capacidad de soportar las cargas y responsabilidades que conlleva la independencia. No hay, en resumidas cuentas, uniformidad en las necesidades y los títulos que los respectivos pueblos soviéticos aporten a cualquier alteración de largo alcance de sus relaciones con el centro ruso. Tampoco hay un modelo único, ni siquiera en el mundo exterior, capaz de proporcionar una solución provechosa a todos los problemas que esa alteración plantearía.
Muy especiales, muy enrevesados y llenos de peligrosas asechanzas son los problemas que se plantean en el caso de las relaciones entre Ucrania y Rusia propiamente dicha. Muchos ucranianos pueden aducir y aducen poderosas razones por las que su país debería alcanzar en esta era una situación de independencia, si no plena, al menos muy modificada. Ahora bien, los ucranianos no siempre son unívocos. Unos hablan con voz polaca, otros con voz rusa y otros con voz puramente ucraniana. No les va a ser fácil ponerse de acuerdo sobre la forma de gobierno de una futura Ucrania independiente, ni mucho menos sobre cuáles deberían ser sus fronteras. A eso hay que añadir que las economías rusa y ucraniana están tan entretejidas que cualquier separación importante de ambos gobiernos iría acompañada de las medidas más amplias posibles de libertad de intercambios comerciales si es que se quiere evitar confusiones e incluso sinsabores.
Henchidas de problemas de igual, si no mayor, gravedad están las exigencias de virtual independencia por parte del centro ruso que ahora incluye casi la mitad de la población y una proporción aun más elevada de los recursos materiales de la Unión Soviética. Tampoco esas exigencias carecen de fundamentos sólidos. El sentimiento nacional ruso, si bien no exento de flaquezas y deformaciones (concretamente en las tendencias hacia la xenofobia y la intolerancia), está profundamente arraigado en la cultura, la religión y las tradiciones del pueblo ruso. No es menos digno de reconocimiento y consideración que sentimientos análogos de otras partes nacionales de la Unión Soviética. Añádase a eso el alentador grado de seriedad y responsabilidad acreditado en la Rusia propiamente dicha al debatirse la futura separación de esa parte del país, no obstante todos los inconvenientes señalados en el presente trabajo.
También aquí surgen complicaciones muy serias, pues si el proyecto de futura independencia del pueblo ruso va demasiado lejos va a poner en tela de juicio la propia razón de ser de un centro supranacional como el que ahora representa el Gobierno soviético. Si, dicho de otro modo, los rusos proclamaran una soberanía separada, o incluso un amplio grado de independencia nacional, y ello se combinara con un desgajamiento análogo de otras nacionalidades de la Unión Soviética actual, se plantearía la cuestión de si iba a quedar lo suficiente del Imperio zarista/soviético como para que un gran centro coordinador estuviera justificado en absoluto.
Las relaciones existentes hasta ahora entre las numerosas partes no rusas de esta estructura multinacional tradicional tienen hondas raíces históricas. Pocos serán los que estén preparados para la situación que se produzca si todos esos vínculos se rompen bruscamente. La confusión económica sería enorme. Aun peor sería la demostración creciente de que algunas de esas entidades no rusas, dejadas a su arbitrio, se hiciesen la guerra entre ellas o sucumbieran a devastadoras contiendas civiles dentro de sus confines. Por último, está el gravísimo problema que plantearía la fragmentación de la responsabilidad por el arsenal nuclear, ahora en manos soviéticas.
A mayor abundamiento, es necesario que toda la región tenga voz única –una voz madura y experimentada– en los negocios mundiales. La importancia de este problema queda de manifiesto en la dominante figura y la actual posición de Gorbachov, estadista de talla mundial y gran preparación, sin cuyo servicio como portavoz de los pueblos de toda esta zona todos saldrían perdiendo. Es difícil representarse a uno cualquiera de los aspirantes a la independencia que, al tratar de “andar a solas”, pudiera ser tan útil para la paz mundial, o incluso para él mismo, como podría serlo para todos ellos esta voz común e instruida en los asuntos mundiales. La conservación del Gobierno soviético como centro coordinador va a requerir muy ciertamente de esas otras entidades una colaboración en el desarrollo de una política exterior común mucho más intensa que la ejercida hasta ahora, pero renunciar a las ventajas de esta medida sería para la mayoría, si no para todas, más una pérdida que un beneficio.
«Toda gran mudanza en la composición de la comunidad internacional, por más que a la larga sea inevitable o incluso deseable, encierra graves peligros si se lleva a cabo de un modo demasiado brusco»
A este respecto, un desmembramiento completo del Estado ruso soviético tendría consecuencias de la máxima importancia para la vida internacional. El abandono de un centro político general por parte de los pueblos de la región supondría la eliminación de la escena internacional de una de las grandes potencias cuyas relaciones mutuas, con todos sus altibajos, han constituido el rasgo central de la estructura de la vida internacional durante la mayor parte del presente siglo. La experiencia ha demostrado (para no ir más lejos en el súbito desmembramiento del Imperio austro-húngaro en 1918-19), que toda gran mudanza en la composición de la comunidad internacional, por más que a la larga sea inevitable o incluso deseable, encierra infinitas posibilidades de complicaciones imprevisibles y de graves peligros si se lleva a cabo de un modo demasiado brusco y sin una preparación meticulosa.
Está claro, pues, que no va a hallarse una solución satisfactoria para esos problemas en ninguno de los extremos de la actual opinión en la Unión Soviética, ni en la de la independencia total para todos ni en la de una conservación total del tipo de subordinación a una única autoridad política central que las entidades nacionales de la Unión han conocido en el pasado. Habrá que arbitrar fórmulas de transacción, y todos habrán de acreditar paciencia y comedimiento.
Todo esto apuntaría a una especie de federación entre aquellos componentes actuales de la Unión Soviética que no vayan a ser enteramente independientes. Habría de ser un arreglo sumamente flexible y probablemente más holgado de lo que ahora tiene previsto Gorbachov. Sin embargo, la desaparición total de esos vínculos representaría peligros de suma gravedad para la propia Rusia, para las demás nacionalidades soviéticas y para la paz de las regiones circundantes.
V
Valga lo que sigue como resumen de las consideraciones hasta aquí expuestas.
Lo que ahora surge en el territorio tradicionalmente denominado Rusia no va a ser –no puede ser– la Rusia de los zares. Tampoco puede ser la Rusia de los comunistas. Sólo puede ser algo esencialmente nuevo, cuyos contornos aún están oscuros, para nosotros y para los propios rusos.
Las tareas que se han de acometer son inmensas. Habrá que idear un sistema viable de gobierno representativo y humanitario –algo de lo que la historia de Rusia apenas proporciona la experiencia más rudimentaria– y lograr que resulte aceptable a unas gentes poco o nada familiarizadas con el principio de la transacción razonable, indispensable para su éxito. Habrá que idear un nuevo sistema económico y un rasgo indispensable de ese nuevo sistema habrá de ser una organización totalmente nueva de la agricultura de la que no haya precedentes en la experiencia rusa. Por último, habrá que llevar adelante de algún modo el arriesgado e inmensamente complejo proceso de descentralización política e institucional del Estado ruso tradicional.
Los rusos de hoy están mal preparados para satisfacer esas exigencias. Los acontecimientos del presente siglo han gravado como hemos visto con un tributo terrible sus recursos sociales y espirituales. Su misma historia tiene patéticamente poco que decirles. Gran parte de lo que se haga habrá de partir de la nada. El camino va a ser largo, áspero y lleno de asechanzas.
¿Cuál será la mejor manera .de entrar en relación con un pueblo que se halla en esos apuros y que ha de hacer frente a tareas tan arduas y tremendas? Las tendencias que aún perduran en Estados Unidos a ver en Rusia un enemigo grande y peligroso son simplemente necias y ni vale la pena pensar en ellas. Nunca hemos estado en guerra con Rusia; nunca deberíamos tener por qué estarlo ni lo debemos estar. Como ha indicado a menudo Gorbachov, vivimos en una época en que los problemas de los demás son esencialmente nuestros. Así es como debemos considerar los de Rusia.
Los rusos van a necesitar ayuda donde quiera que la puedan conseguir. Algo de esta ayuda, en nuestro caso, puede consistir alguna que otra vez en asistencia económica, pero eso tendrá una importancia secundaria. La máxima ayuda que podemos prestar ha de consistir en comprensión y ejemplo.
El ejemplo dependerá por supuesto de la calidad de nuestra propia civilización. Nos incumbe garantizar que esa calidad sea tal que resulte provechosa a este respecto. Hemos de preguntarnos qué clase de ejemplo va a ser para Rusia un país incapaz de resolver problemas tales como el de las drogas, el de la criminalidad, el de la degradación urbana, el del descenso del nivel educativo, el de la ruina de la infraestructura material y el del deterioro del medio ambiente.
La comprensión, por otra parte, habrá de incluir el reconocimiento de que el pueblo ruso pasa actualmente por un momento bajo y duro de su evolución histórica. Ese pueblo está ahora tratando de rehacerse de los lacerantes reveses que le ha asestado este siglo tan brutal. Vistos en esta dimensión histórica, los rusos no son enteramente ellos. Y esto hay que tenerlo presente. También nosotros podemos un día pasar acaso por momentos bajos. Y si bien tenemos que guardarnos de esta tendencia nuestra, tan estadounidense, de idealizar a aquellos pueblos extranjeros que consideramos especialmente desdichados, no hay razón por la cual una actitud estadounidense de comprensión hacia Rusia en esta coyuntura de su historia no haya de incluir un grado razonable de compasión.
Además, cuando hablemos de comprensión, podemos tratar de tener presente que, junto a los aspectos oscuros de su evolución, los rusos han demostrado históricamente que son un gran pueblo, un pueblo muy dotado, capaz de aportar contribuciones significativas en lo espiritual, en lo intelectual, en lo estético, al desarrollo de la civilización mundial. Muchas son las aportaciones de ese tipo que ha hecho en el pasado. Tiene la posibilidad de hacerlo otra vez, y en un futuro mejor.
La obligación de respetar y nutrir esa posibilidad es suya ante todo. Pero en otro sentido es nuestra también. Aceptemos esa responsabilidad y desempeñémosla con atención, con imaginación y con ánimo creador siempre que podamos.