Pocos líderes podrían presumir de haber hecho suspirar de alivio tanto al presidente chino Xi Jinping como al presidente estadounidense Joe Biden al tomar posesión de su cargo. En enero de 2023, eso es exactamente lo que hizo Luiz Inácio Lula da Silva. Su ajustada victoria sobre el presidente brasileño Jair Bolsonaro, un ultraderechista admirador de Donald Trump, desató el optimismo más allá de las fronteras del país sudamericano. Líderes democráticos de todo el mundo vieron la victoria de Lula, que le devolvía al poder para un tercer mandato tras un paréntesis de 12 años y un tiempo en prisión por cargos de corrupción, como el heraldo de una marea antiautoritaria. Autócratas de todo el mundo lo vieron como un estadista experimentado con fama de enfrentarse a Occidente. Y los países en desarrollo de todo tipo lo reconocieron como alguien que sabe mejor que nadie cómo obtener concesiones del Norte Global. “Brasil ha vuelto”, rezaban los titulares cuando Lula acaparó los focos.
Sin embargo, durante su primer año en el cargo, Lula ha tenido dificultades para llevar a la práctica su visión de un orden mundial más progresista. Hasta ahora, su política exterior ha estado plagada de errores diplomáticos que han tensado las relaciones con sus socios tanto en Occidente como en los países en desarrollo. Sus declaraciones y acciones han arrojado dudas sobre su papel como pacificador, constructor de coaliciones y defensor de los marginados. Su compromiso con el liderazgo medioambiental se ha visto empañado por su decisión de convertir Brasil en el último petro-Estado. Y su estrategia pasa por alto la amenaza más acuciante de su país: la explosiva expansión de redes criminales que se esfuerzan por convertir Brasil en un Estado fallido y que socavan la integridad ecológica de la selva amazónica.
Para solucionar estos problemas y…