A comienzos de esta década (la primera del siglo XXI) me di cuenta de que existe un peligro creciente de llevar el sistema climático a un punto sin retorno en el que los desastres queden ya fuera de nuestro control. Los conceptos clave para entender el proceso son sencillos: inercia y feedback. El planeta está en peligro (…) Efectos de retroalimentación positiva que esperábamos ocurriesen despacio son ya visibles en años recientes. Entre ellos, una significativa reducción de la extensión del hielo marino del Ártico, emisiones procedentes del deshielo del permafrost y cambios en las zonas climáticas.
James Hansen, “The Storms of My Grandchildren”, 2009.
Los cambios climáticos han sido frecuentes en la historia de la Tierra. Ahora bien, el que está teniendo lugar en la actualidad como consecuencia de la intervención humana se desarrolla a una velocidad muy superior a los que han ocurrido en el pasado por causas naturales. La alteración del clima ya ha provocado una importante regresión en los glaciares de montaña; ha afectado a la disponibilidad de agua dulce en numerosas regiones, en especial en África subsahariana y Oriente Próximo; ha comenzado a alterar las zonas climáticas; ha causado un importante incremento de eventos extremos como olas de calor, sequías, huracanes e incendios; ha originado una drástica disminución de la extensión de hielo del Ártico durante los meses de verano; ha degradado la calidad de los ecosistemas de coral; ha aumentado el nivel del mar; ha generado una fuerte presión adicional sobre la biodiversidad, etcétera. Estos impactos están relacionados con un incremento de la temperatura media de la atmósfera de 0,85ºC respecto a los tiempos preindustriales.
Con ese preocupante telón de fondo, el acuerdo presentado el 12 de noviembre de 2014 por los presidentes de Estados Unidos y China, Barack Obama y Xi Jinping, respectivamente, sobre la mitigación de emisiones por parte de sus países ha modificado el tablero de la política climática internacional. El acuerdo ha puesto fin a un profundo desencuentro que ha condicionado de manera muy negativa la agenda climática global a lo largo de las dos últimas décadas. EE UU se ha propuesto reducir sus emisiones en un 26-28 por cien en 2025 respecto a 2005. China se ha fijado el objetivo de disminuir las suyas en cifras absolutas a partir de 2030, y si es posible antes. Asimismo, también se ha comprometido a que las fuentes de energía no generadoras de emisiones supongan el 20 por cien de su mix energético. Este último objetivo implica que las fuentes de origen renovable (eólica y solar), la nuclear y quizá otras tecnologías de cero emisiones, como la captura y secuestro del carbono, alcancen un nivel equiparable a su parque actual de generación eléctrica (alrededor de un millar de gigavatios).
El acuerdo se ha presentado semanas después de que el Consejo Europeo hiciese público su compromiso vinculante de reducir en 2030 las emisiones de la Unión Europea en un 40 por cien respecto a las de 1990. Previamente, había tenido lugar en Nueva York, el 23 de septiembre, la Cumbre Mundial sobre el Clima a iniciativa del secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, encuentro acompañado de una movilización ciudadana sin precedentes. Se espera que el resto de los grandes emisores presente en los próximos meses sus compromisos de mitigación de manera que se vaya perfilando el camino hacia la Cumbre de París en diciembre de 2015.
Dos décadas de desencuentros
Entre 1992 y 2014, la política climática internacional ha naufragado en un mar de profundos desencuentros. En las negociaciones sobre cambio climático que se desarrollan en el seno de la ONU participan todos los Estados reconocidos de la comunidad internacional. Ahora bien, siempre ha sido evidente que la solución a la crisis del clima estaba en manos de un pequeño grupo de países –China, EE UU, la UE, Rusia, Japón, India, Brasil e Indonesia–, responsables de las dos terceras partes de las emisiones totales.
Como consecuencia de la situación de bloqueo político, las emisiones han continuado creciendo a un ritmo muy elevado. La razón principal ha sido la ingente cantidad de carbón utilizada por el sistema energético-eléctrico chino que ha soportado su modelo económico e industrial. La propia Agencia Internacional de la Energía (AIE) ha insistido en que el sistema energético mundial está instalado en una senda no sostenible. Pese al crecimiento de las fuentes de energía de bajas emisiones de carbono, los combustibles fósiles predominan de forma abrumadora en el mix energético mundial (alrededor del 85 por cien de la energía primaria global). El bloqueo venía condicionado por las posturas encontradas de las dos mayores economías nacionales. Por un lado, EE UU justificaba su inacción aduciendo que, sin la implicación de China, no hay solución posible al cambio climático, y que los esfuerzos de la industria y la economía norteamericanas no iban a tener resultado. En consecuencia, mientras que el país asiático no diese un paso al frente, EE UU no estaba dispuesto a asumir un compromiso de mitigación importante. Esa posición cambió en enero de 2013, al iniciarse el segundo mandato presidencial de Barack Obama. Sus palabras en el discurso de apertura anunciaron un firme compromiso: “Responderemos a la amenaza del cambio climático sabiendo que, si fallamos, habremos traicionado a nuestros hijos y a las generaciones venideras”.
Formulado el compromiso, la Universidad de Georgetown fue el escenario elegido por Obama en junio de 2013 para presentar el primer plan sobre el cambio climático en la historia del país. El objetivo: la reducción de las emisiones en un 17 por cien en 2020 respecto a 2005. El instrumento: la adopción de nuevos estándares en las plantas de generación eléctrica, la mayoría basadas en el carbón y el gas. El organismo encargado de aplicarlo: la Agencia de Protección Medioambiental (EPA, por sus siglas en inglés) responsable ante el poder ejecutivo, por lo que sus actuaciones no requieren el respaldo directo de una ley aprobada en el Congreso.
La posición de China a lo largo de dos décadas ha sido ganar tiempo. Su prioridad ha sido el crecimiento económico al menor coste posible
El acuerdo entre Pekín y Washington ha sido finalmente posible porque en los últimos años se ha instalado en EE UU la convicción de que el cambio climático supone una amenaza a la seguridad nacional. En octubre de 2012, Michael McElroy de la Universidad de Harvard y James Baker, antiguo director de la National Oceanic and Atmospheric Administration, presentaron, a solicitud de la CIA, el estudio “Climate Extremes: Recent Trends with Implications for National Security”. El informe concluía: “El riesgo de graves disrupciones provocadas por eventos extremos como sequías, inundaciones, olas de calor, fuegos, tormentas destructivas, etcétera, ya está con nosotros y la previsión es que aumentará (…) La rápida desaparición de los hielos del Ártico puede provocar efectos en cascada que activen mecanismos de feedback que lleven a cambios irreversibles. Ya no podemos asumir que los eventos extremos de mañana serán como los de ayer. Todo ello supone un imperativo para evaluar de forma sistemática los impactos del cambio climático sobre la seguridad nacional de EE UU”.
En febrero de 2014, el secretario de Estado, John Kerry, calificó en Indonesia el cambio climático como “el arma de destrucción masiva más peligrosa del mundo”. El propio Obama, entrevistado por el periodista del New York Times, Thomas L. Friedman, en el marco de la serie documental, Years of Living Dangerously, afirmó que el mayor problema que presenta el cambio climático para EE UU es el de la “seguridad nacional”, derivado del posible colapso de Estados enteros que no podrán gestionar los numerosos y graves impactos producidos y multiplicados por la alteración del clima.
Por otro lado, la posición china a lo largo de esas dos décadas ha sido ganar tiempo. Su prioridad, el crecimiento económico al menor coste posible. Dado que cuenta con grandes yacimientos de carbón, ha basado en él su sistema energético-eléctrico. En la actualidad, no solo es el primer emisor mundial en cifras absolutas, sino que sus emisiones per cápita han alcanzado la media de la UE. Sus estrategas y responsables políticos saben que ya no es defendible situar la responsabilidad del problema de la alteración del clima en el tejado exclusivo de las economías desarrolladas. En especial, hacia los países en vías de desarrollo de los que China se ha sentido su líder natural desde que en 1949 la dinastía comunista se hizo con el poder. Al mismo tiempo, el consumo masivo de carbón ha generado un grave problema de salud ambiental en sus ciudades y, en consecuencia, se ha abierto una oleada de protestas populares en muchas de ellas relacionadas con el medio ambiente.
En una perspectiva más amplia, la posición de China y EE UU hacia el cambio climático a lo largo de las dos últimas décadas formaba parte de la relación global entre ambas potencias. China, con sus 4.000 años de civilización y 23 siglos como Estado unificado, tiene una larga historia de pensamiento estratégico en el que, como señalaba Henry Kissinger en su libro China, “cada pieza del tablero” ha de leerse siempre en relación con el conjunto del mismo y con una perspectiva a largo plazo. Su posición hacia las energías fósiles formaba parte de su posicionamiento más amplio hacia el desarrollo económico, la eliminación de la pobreza, la estabilidad social, la consolidación de su posición internacional y la conservación de la legitimidad del partido único. En ese contexto, si ambas potencias encontraban una salida al bloqueo político sobre el cambio climático, podrían situar ese movimiento en el marco más amplio de unas relaciones constructivas entre ambas potencias, uno de los elementos cruciales de la geopolítica del siglo XXI.
Entre los escollos habituales en las negociaciones internacionales a lo largo de esas dos décadas ha estado la cuestión de las emisiones históricas. Dado que el cambio climático es un problema derivado de la acumulación de emisiones en la atmósfera a lo largo de un periodo amplio de tiempo, el argumento apuntaba a una responsabilidad casi exclusiva de las economías desarrolladas. Sin embargo, estudios recientes de la Agencia Medioambiental de Holanda sobre las emisiones históricas (1850-2010) han cuestionado esa conclusión. Si se tienen en cuenta todos los gases de efecto invernadero y todos los procesos de generación de emisiones, los resultados son los siguientes:
– Proporción de emisiones (1850-2010) por parte de los países desarrollados: 52 por cien.
– Proporción de emisiones (1850-2010) por parte de los países emergentes y en desarrollo: 48 por cien.
Además, la política internacional sobre cambio climático no podía basarse en exclusiva en las emisiones pasadas, sino sobre las actuales y las que indican las tendencias existentes. En ese sentido, China ha alcanzado un nivel de emisiones que iguala la suma de EE UU y Europa, y la tendencia apunta a que hacia 2030 será el primer emisor también en términos históricos o estará a punto de serlo.
En ese marco de referencia y con esos datos sobre la mesa, era cuestión de tiempo que el gobierno chino enviase una señal de responsabilidad constructiva a la comunidad internacional. Tras los movimientos del presidente Obama y en plena proyección del sueño chino hacia los países en desarrollo de África y Asia, China no podía permitirse aparecer en laarena internacional (cumbre de París, 2015) como el villano de la crisis del clima. En otras palabras, no podía presentarse como un país capaz de arrastrar tras de sí a la humanidad a un desastre climático como consecuencia de la dependencia del carbón de su sistema energético-eléctrico.
Europa, el actor decisivo
La UE ha mantenido su posición de compromiso y liderazgo mientras que el resto de grandes emisores se desentendía y miraba hacia otro lado. Cuando el día de mañana se escriba la historia de “esos años en que vivimos peligrosamente”, se reconocerá y recordará a Europa como el actor decisivo de la comunidad internacional que siempre mantuvo una posición de responsabilidad hacia la crisis del clima, el actor responsable que no se desentendió de su compromiso cuando las circunstancias internacionales invitaban al desaliento y la claudicación.
Y es que Europa ha hecho de la lucha contra el cambio climático un elemento central de su política internacional. Su visión, trayectoria y resultados a lo largo de los últimos 23 años, desde la aprobación en 1992 de la Convención Marco de la ONU sobre el Cambio Climático, han estado a la altura del desafío. Si bien han existido errores y contradicciones importantes (sobre todo, en la aplicación de la política de compraventa de permisos de emisión), la trayectoria general presenta un balance muy positivo. Los hechos son elocuentes. Al finalizar 2013, las emisiones de la UE fueron un 18 por cien menores que las del año de referencia, 1990. A diferencia de la experiencia de EE UU, la existencia de un amplio consenso en torno a los mensajes de la comunidad científica entre las principales fuerzas políticas, la sociedad civil, en particular las organizaciones ambientales, y una parte importante de la clase empresarial y del tejido industrial europeos ha sido decisiva. Es sabido que la durísima crisis económica iniciada en 2008 ha sacudido hasta los cimientos el proyecto europeo y ha sido especialmente exigente con los países del Sur mediterráneo –Grecia, Italia, España, Portugal, Chipre, a los que habría que sumar Irlanda–. Las agonías del corto plazo han hecho que durante estos últimos años la agenda política del Consejo Europeo haya estado dominada por otros casos urgentes. Ahora bien, la visión y el compromiso hacia el cambio climático siempre han estado ahí.
La posición de la UE ha pivotado sobre dos ejes: hacia dentro, presentar resultados reales de mitigación, liderar desde el ejemplo. Hacia el exterior, atraer a una posición de responsabilidad a EE UU y a China, sin quienes es imposible reconducir la crisis del clima. En ese sentido, el acuerdo entre ambos países presentado en noviembre es una noticia muy positiva, largo tiempo esperada y deseada desde Bruselas y el resto de capitales europeas. De hecho, fue Europa, apoyada por el grupo de países en desarrollo más vulnerables, quien en Durban (Suráfrica) en 2011, propuso una nueva ronda de negociaciones internacionales que permitiese llegar a la cumbre de París con un consenso de todas las naciones –desarrolladas, emergentes y en desarrollo– mediante un acuerdo legal vinculante.
El Consejo Europeo en su reunión de otoño de 2014, aprobó el objetivo del 40 por cien de mitigación para 2030, y con ello ha afirmado su posición de liderazgo en la arena internacional. La alta representante para la Política Exterior y de Seguridad Común (PESC), Federica Mogherini, ya ha dado instrucciones al equipo diplomático europeo para poner toda su capacidad e inteligencia operativa en conseguir nuevos avances relevantes que continúen allanando el camino hacia París.
La importancia del acuerdo entre China y EE UU
Según las estimaciones del Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, 2014), de mantenerse la tendencia de emisiones, la concentración de CO2 en la atmósfera a finales del presente siglo será superior a las 900 partes por millón y la temperatura media de la atmósfera aumentará alrededor de 4,5Cº (escenario denominado RCP8.5). Los compromisos hechos públicos por China y EE UU (a los que hay que añadir la posición adoptada por la UE) suponen –si son eficazmente implementados y se alcanzan los objetivos previstos– descartar ese escenario climático. Si son llevados a la práctica de manera eficaz, arrastrarán consigo la trayectoria de las emisiones globales hacia un escenario menos disruptivo.
Con sus decisiones, la UE, China y EE UU han enviado, asimismo, una señal poderosa al resto de emisores clave. Los ocho principales países emisores son ya responsables de las dos terceras partes de las emisiones mundiales. En consecuencia, si India, Rusia, Indonesia, Brasil y Japón se implican de forma positiva, la Cumbre de París se puede convertir en un punto de inflexión en la reconducción de la crisis del clima. Y es que un compromiso ambicioso que incluyese a esos ocho actores supondría descartar también el escenario que contempla un incremento de las emisiones globales hasta 2080 (RCP6).
Ahora bien, evitar los escenarios climáticos más disruptivos no significa situar la trayectoria de las emisiones en una dirección compatible con el umbral de seguridad de los 2ºC de incremento de la temperatura. De los cuatro escenarios dibujados por el IPCC, el único que garantiza con una probabilidad razonable dicho umbral es el denominado RCP2.6. Implica alcanzar el máximo de emisiones hacia 2020 e iniciar un importante descenso hasta situar las emisiones netas a cero en torno a 2070. Los compromisos adoptados por China y EE UU no son suficientes para garantizar esa trayectoria. Por ello, siendo el acuerdo muy importante y necesario, no garantiza el umbral de seguridad aprobado con la comunidad internacional.
El principio del fin de la era del carbón
Un concepto político clave en la crisis del clima es el presupuesto de carbono. Según las estimaciones de la AIE (Energy Outlook, 2012), para preservar el umbral de seguridad de los 2ºC solo se podrá emitir la tercera parte del carbono contenido en las reservas conocidas de combustibles fósiles. El 63 por cien corresponde al carbón, el 22 al petróleo y el 15 al gas. Dejar atrás el sistema energético basado en el carbón y el petróleo (utilizando el gas como vector de transición) requerirá vencer resistencias político-económicas formidables. Las reservas pertenecen a grandes corporaciones públicas y privadas cuya influencia política está fuera de discusión. Aunque las reservas se encuentran técnicamente en el subsuelo, sin embargo, económicamente forman parte de sus balances corporativos.
Ese es el telón de fondo que permite comprender la virulencia que desde los años noventa desarrollan en EE UU, Australia y Canadá numerosas corporaciones del carbón y el petróleo, contra todo avance en la gestión de la crisis del clima. Su primera línea de defensa ha sido negar la evidencia científica. En un movimiento estratégico que ha calcado la posición adoptada por la industria tabacalera durante décadas, las mencionadas corporaciones han negado la mayor. Menospreciando el consenso de la comunidad científica, han gastado cada año cientos de millones de dólares en la financiación de campañas de comunicación dirigidas a sembrar dudas y confusión en la opinión pública sobre la existencia misma del cambio climático, como se puede leer en el libro de Al Gore, Nuestra elección. Un plan para resolver la crisis climática.
En la actualidad, China consume tanto carbón como el resto del mundo junto. El 85 por cien de su sistema de generación eléctrica se basa en dicho combustible. En consecuencia, el mensaje implícito en el acuerdo entre las dos potencias es que Todo Bajo el Cielo (China) se dispone aabandonar el modelo energético basado en el consumo masivo de carbón con el que ha alimentado su despegue industrial a lo largo de los últimos 35 años. A lo largo del periodo 2015-50, China dejará atrás el carbón como recurso energético arrastrando en esa dinámica al resto del mundo. En consecuencia, la inmensa mayoría de las reservas conocidas van a quedar en el subsuelo sin explotar.
Quienes tengan intereses económicos y financieros implicados en el sector harían bien en darse por aludidos. Cuando el presidente chino más poderoso desde los tiempos de Mao ha dado su imprimátur personal a un acuerdo presentado junto al presidente de EE UU, la decisión no tiene marcha atrás. Estamos ante el principio del fin de la era del carbón en China y, en segunda derivada, mundial.
Preservar el umbral de seguridad
La transición hacia un sistema energético que abandone el carbón y, posteriormente, el petróleo es una tarea ingente. Los obstáculos en el camino por parte de los intereses políticos y económicos implicados en la preservación del modelo vigente son y serán enormes. Solo la consideración de la crisis del clima como una amenaza de seguridad por parte de los Estados decisivos será capaz de movilizar la energía política necesaria para situar la trayectoria de las emisiones en una dirección compatible con la preservación del umbral mencionado.
Si se sobrepasan los 2ºC de incremento de la temperatura media de la atmósfera, el sistema climático se adentrará en un territorio desconocido de alto riesgo, en el que pueden acelerarse mecanismos de retroalimentación como la liberación masiva de metano y dióxido de carbono del permafrost siberiano; la desaparición del efecto albedo de los hielos del Ártico y Groenlandia; y activarse la degradación acelerada de ecosistemas enteros como la Amazonía. Iniciada esa dinámica, el riesgo de que el sistema climático de la Tierra quede fuera de control es real.
La reconducción de la trayectoria de las emisiones hacia un escenario que permita preservar el mencionado umbral de seguridad debería estar identificada, organizada, desplegada y en funcionamiento a lo largo del periodo 2015-50. A mediados de siglo, la población mundial será de 9.600 millones. El 90 por cien de la humanidad vivirá en lo que hoy denominamos países emergentes y en desarrollo. Existe una poderosa inercia instalada en el sistema económico-demográfico-energético que se transmite a las emisiones de gases de efecto invernadero. Reconducir el cambio climático para evitar un escenario de alto riesgo solo está al alcance de las naciones que son el último recurso en el mantenimiento de la seguridad internacional, es decir, en manos de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU: China, EE UU, Rusia, Francia y Reino Unido (y a continuación el conjunto de la UE con sus 500 millones de personas).
La historia de los últimos cinco siglos es concluyente en que nada realmente importante se lleva a cabo en la esfera internacional sin el apoyo directo o el consentimiento de las grandes potencias. Por ello, las cinco naciones que se sientan de forma permanente en el Consejo de Seguridad tienen en sus manos la responsabilidad de reconducir la trayectoria de las emisiones de manera que se preserve el umbral de los 2ºC.
La comunidad internacional ya acordó en Río de Janeiro, en 1992, evitar una interferencia antropogénica grave sobre el clima de la Tierra. Los mencionados miembros permanentes han de liderar la comunidad internacional en esa transición hacia una economía baja en carbono, ofreciendo una política activa y responsable a naciones como India, Indonesia, Brasil y Japón, así como a la totalidad de los países desarrollados agrupados en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Si las capitales decisivas no afrontan el cambio climático como un problema de seguridad, será difícil sostener a lo largo de las próximas décadas una ambiciosa trayectoria de mitigación que reduzca a cero las emisiones netas hacia 2070.
El camino hacia París
A la vista de los compromisos presentados por los dirigentes de las tres mayores economías –la UE, EE UU y China–, es razonable pensar que de la Cumbre de París saldrá un acuerdo políticamente vinculante, si bien no cabe esperar que tenga rango de tratado jurídico internacional. La experiencia de EE UU con el Protocolo de Kioto, en el que el gobierno se encontró con la oposición frontal del Senado a la hora de la ratificación, hace que sea impensable la firma de un acuerdo internacional que precise esa tramitación. En consecuencia, la filosofía con la que está madurando el posible acuerdo entre las capitales se basa en asegurar que las decisiones nacionales sean adoptadas por los gobiernos respectivos. Complementariamente, se aceptaría un control internacional vinculante respecto a la cuantificación, reporte y supervisión de las emisiones.
Al no preverse la firma de un tratado internacional, la ejecución de las medidas hacia una economía menos intensiva en carbono descansará, en especial en el caso de EE UU, en la buena voluntad de los gobiernos de turno y estará al albur de las contingencias económicas, sociales y políticas que surgirán en el camino. Dada la posición intransigente y dogmática adoptada por el ala negacionista del Partido Republicano, no se pueden descartar retrocesos en años venideros. Ahora bien, con una China comprometida en la mitigación de sus emisiones, esa posición sería indefendible incluso para la mayoría de los votantes conservadores estadounidenses.
Esas sombras pertenecen, no obstante, al futuro. En el presente, el escenario abierto por la decisión de la UE y por el importante acuerdo entre Pekín y Washington ha desbloqueado la política internacional sobre el cambio climático. El camino hacia París, la ciudad de la luz, está hoy mucho más despejado.