La desintegración de la URSS y las guerras de los Balcanes tuvieron como resultado 23 nuevos Estados entre Europa y Asia. Algunos ya están integrados en la UE, otros se mantienen en la esfera de influencia de Moscú. La transición democrática no ha acabado para la mayoría.
Los Reyes Magos habían traído a mi hijo un atlas. La curiosidad me hizo compararlo con otros antiguos mapas que estaban en casa. Aunque eran muy sugerentes los cambios en África, mi interés se centró en el denominado Viejo Continente y que, paradójicamente, ha sido el más cambiante.
Es fascinante comparar un atlas actual con el que reflejaba la realidad vigente hace apenas 20 años, remontándome incluso a otros aún más antiguos, de 1937 y 1941. Entre estos últimos, era particularmente llamativo el hecho de que bajo el nombre de Alemania estaban incluidos países que, cuatro años antes, eran Estados independientes, y volverían a serlo tras el fin de la Segunda Guerra mundial: Polonia, Austria y República Checa. Al mismo tiempo, en ese segundo atlas resulta expresivo el hecho de que Letonia, Lituania y Estonia hubiesen perdido su soberanía y estaban dibujados, tras el pacto germano-soviético de 1939, con el color verde que definía el área de influencia soviética en los mapas de la época.
Pero es muy recientemente, en menos de 20 años, cuando se pueden visualizar nítidamente los cambios producidos. Entre ellos, la fragmentación de Checoslovaquia, un Estado en cierto modo artificial urgido de la doctrina Wilson en el Tratado de Versalles tras la Primera Guerra mundial. Su separación en 1993 en República Checa y Eslovaquia se produjo de forma cordial y nada traumática.
Aparte de este caso, hay que destacar dos hechos históricos que han determinado el estallido de 23 nuevos Estados que han cambiado el atlas europeo.
El primero…