En nombre de un «islam verdadero» con vocación totalitaria, Al Bagdadi ha implantado en la frontera sirio-iraquí un «Yihadistán» bien dotado de armas, petróleo y fondos.
El 29 de junio de 2014, el primer día del mes de Ramadán, la ciudad iraquí de Mosul fue el escenario de un hecho espectacular y cuidadosamente escenificado: Abu Bakr al Baghdadi, el jefe del Estado Islámico de Irak y el Levante (conocido con el acrónimo EIIL en español y como Da’esh en árabe) salió de una clandestinidad casi absoluta (solo se conocían dos fotos de él, cuya autenticidad se discutía) y se dirigió a sus seguidores para proclamar el restablecimiento del califato bajo su autoridad. El “califa Ibrahim” añadió que su organización se llamaría a partir de entonces Estado Islámico.
Esta declaración fue la culminación de una década de conflicto más o menos larvado en el seno de Al Qaeda, que supuso la victoria póstuma de Abu Musab al Zarqawi, el dirigente jordano de la rama iraquí de la organización, al que mataron en junio de 2006, sobre Osama bin Laden, el fundador saudí de Al Qaeda en agosto de 1988 y su líder hasta su muerte en mayo de 2011. Al Zarqawi reprochaba a Bin Laden que no otorgase una prioridad absoluta a la implantación yihadista en Oriente Medio, que se marginase en los confines de Afganistán y Pakistán y que se perdiese en un terrorismo más publicitario que eficaz.
La invasión estadounidense de Irak en marzo de 2003 abrió las puertas de este país a los discípulos de Al Zarqawi, a los que se les unieron pronto los nostálgicos del régimen depuesto de Sadam Husein. Estos antiguos oficiales del partido Baaz aportaron a Al Zarqawi sus redes clandestinas, sus zulos de armas y su experiencia militar. Estados Unidos, por su parte,…