El 25 de noviembre de 1897 el gobierno liberal de Sagasta implantó por decreto un régimen de amplia autonomía en Cuba. El 1 de enero de 1898 tomó posesión el primer gobierno autónomo cubano. El general Weyler, que había aplicado una política de dura represión de la insurrección como único medio para acabar con ella, había sido relevado en la capitanía general. ¿No era eso lo que Estados Unidos insistente, desabridamente, había requerido?
Dos meses más tarde, el 25 de enero de 1898, llegó a La Habana, casi por sorpresa, el Maine, so pretexto de visita de cortesía que escondía el propósito de estacionar un buque de guerra norteamericano en el puerto habanero con un triple y confluyente objetivo: alentar la insurrección, siempre alimentada por la Junta Cubana de Nueva York con el beneplácito de las autoridades de Estados Unidos, provocar a los peninsulares y sofocar a los autonomistas.
El 15 de febrero este acorazado explosionó ocasionando la muerte de 268 de sus 354 tripulantes.
Los “imperialiones” radicales que dominaban la prensa amarilla (Hearst, Pulitzer) y hacían carrera en Washington (como Teodoro Roosevelt, entonces secretario adjunto de la Armada, pronto jefe de los Rough Riders en la colina de San Juan y tres años después presidente), así como nueve de cada diez congresistas, deseaban la guerra con España y aprovecharon la ocasión que brindaba el siniestro del Maine para arrastrar al bando de la guerra a una opinión pública predispuesta y a un presidente, William McKinley, sometido a una presión para él insoportable. Remember the Maine fue entonces una llamada a rebato de la conciencia nacional que permitía hacer presa en una isla largamente deseada con esa moralina, tan atractiva para una población afecta a los destinos históricos y las misiones humanitarias, que venden pastores de toda laya, peritos en discursos embaucadores y maniqueos.
Por una vez, las actitudes pacificadoras y el análisis objetivo y ponderado de los hechos se vincularon a los capitalistas de Wall Street. El mismo secretario de Estado en funciones, J. D. Long, que se atrevió a descartar la responsabilidad de las autoridades españolas en la explosión, fue tachado de vendido.
Naturalmente, para que los norteamericanos de 1898 recordaran el Maine era preciso completar la previa demonización del enemigo, conseguida mediante campañas propagandísticas que habían plasmado un estereotipo absolutamente negativo de España, con la imputación del hecho criminal que iba a permitir detonar la guerra. Los chupatintas del inescrupuloso Hearst lo hicieron con absoluto desprecio de los hechos, hablando de secretas máquinas infernales, minas adosadas al casco y cables con origen en instalaciones militares españolas, una fantasía maliciosa –la de la voladura por efectivos militares españoles– que tuvo la desfachatez de testimoniar ante comités del Congreso el trapisondista F. Lee, cónsul norteamericano en La Habana. Las comisiones de la armada de Estados Unidos (el primer informe se hizo público a finales de marzo) sólo buscaron dejar limpia su responsabilidad por negligencia –afirmando que el origen de la explosión fue externo al buque, una mina submarina– sin atreverse a señalar con el dedo a España y excluyendo de su informe todo lo que pudiera objetar o sembrar la duda sobre su tesis. La comisión de investigación española estableció, por el contrario, que la causa del siniestro había sido una explosión interna, basándose para ello en el asesoramiento de expertos (de los que habían huido los jefes de la Navy). Hubo otras especulaciones sobre la autoría, que fueron desde los insurrectos cubanos a los amigos norteamericanos de los rebeldes y a círculos de la misma administración y el Congreso de Estados Unidos, deseosos todos de forzar el casus belli con España.
El hilo conmemorativo del centenario de la guerra ha dado pie a la publicación de trabajos que las recuerdan.
Verdad histórica
Los trabajos del almirante Rickover y sus colaboradores, aparecidos en 1976, establecen la verdad histórica. La obra de Rickover fue traducida y publicada en España en 1985, pero en Estados Unidos ha sido marginada durante dos décadas hasta que Hugh Thomas la ha exhumado en un admirable y definitivo artículo recién aparecido en The New York Review of Books. La explosión del Maine tuvo un origen interno –como sostuvo el informe de la comisión española, cuyas razones no fueron atendidas en Estados Unidos hasta que lo hizo Rickover– y una causa: el incendio provocado por el recalentamiento del carbón almacenado junto a la santabárbara.
Es, desde luego, un alivio para todos saber que no hubo por ninguna de las partes conspiración para delinquir. Pero España salió vilipendiada del accidente. En su mensaje al Congreso de 11 de abril de 1898 solicitando autorización para intervenir por las armas a fin de lograr la “pacificación de Cuba por la fuerza”, el presidente McKinley hizo de la destrucción del Maine el primero de los “fundamentos racionales” de la intervención armada. En las páginas que dedicó al asunto, McKinley no se atrevió a endosar la tesis de España como lo que hoy se llamaría un Estado terrorista, pero sí la del Estado fallido en Cuba, el Estado incapaz de cumplir con sus obligaciones de protección de los buques surtos en sus puertos, de “garantizar la seguridad de un buque de la marina norteamericana”. De ello podría derivarse un deber de reparación con fundamento en la llamada culpa in vigilando.
Pero nadie en Estados Unidos parecía interesado entonces en aislar el hecho para establecer la verdad y, a partir de ella, la responsabilidad, si la había, de las autoridades locales. El mensaje del presidente del 11 de abril se producía sólo dos días después de que el gobierno español, cediendo a las exigencias del norteamericano, concediera unilateralmente un armisticio a los insurrectos. La resolución conjunta de las Cámaras adoptada el día 19 hacía de “la destrucción de un acorazado de Estados Unidos durante una visita amistosa al puerto de La Habana” la culminación de “las horribles condiciones que han existido en la isla de Cuba (…) que han ofendido el sentido moral del pueblo de Estados Unidos [y] que han sido una vergüenza para la civilización”. Con esta motivación el Congreso declaraba que Estados Unidos tenía el deber de pedir y pedía la renuncia inmediata de España a su autoridad y gobierno sobre la isla de Cuba, autorizando al presidente para usar todas las fuerzas terrestres y navales en la medida necesaria para ello. Washington quería la guerra y sólo la guerra porque pensaba en la victoria, una victoria fácil, que daría el ciento por uno al disfrazarse las reclamaciones territoriales como compensación por la renuncia a las indemnizaciones que suelen ser el privilegio de los vencedores, poco importa que el conflicto haya sido el fruto de su política de intervención.
Es revelador a este respecto que Estados Unidos rechazara –dando la callada por respuesta– la formación de una comisión de encuesta conjunta para establecer la verdad y dirimir las responsabilidades con facultades arbitrales, una propuesta hecha inmediatamente después de los hechos y reiterada por España que, como puede suponerse, deseaba desactivar cualquier motivo que pudiera conducir a una ruptura de hostilidades. Aún el 10 de abril, un día antes del mensaje presidencial al Congreso que desató la guerra, el gobierno español insistía en esta solución pacífica.
«Estados Unidos rechazó la formación de una comisión de encuesta conjunta para establecer la verdad y dirimir las responsabilidades con facultades arbitrales»
La actitud intransigente del gobierno norteamericano llama más la atención teniendo en cuenta que desde el comienzo de la primera insurrección en Cuba (1868-78), España atendió y aceptó el arbitraje sobre las reclamaciones de Estados Unidos hechas en nombre de armadores norteamericanos cuyos barcos habían sido apresados por dedicarse al contrabando de guerra con los alzados, de agentes desestabilizadores arrestados en la isla y de hacendados cuyos bienes se habían visto perjudicados por la conducción de las operaciones militares. Fue el caso del vapor Lloyd Aspinwall, a cuyos propietarios España se avino a pagar 19.702 dólares (sentencia de 15 de noviembre de 1870), o del Masonic, que supuso para el Tesoro español un desembolso de 51.674 dólares (sentencia de 27 de junio de 1885); fue también la gracia de las 35 reclamaciones, de un total de 140, atendidas por la comisión arbitral que supuso pagos a ciudadanos de Estados Unidos por un monto muy cercano a 1.300.000 dólares. Pocos años después del conflicto hispano-norteamericano, el secretario de Estado Bryan era un apóstol de las comisiones de encuesta permanentes y conjuntas para toda clase de controversias, hasta el punto de dar nombre –tratados Bryan– a la cascada de tratados que Estados Unidos celebró con tal fin; uno de ellos (15 de septiembre de 1914) con la misma España. Vivir para ver.
El conflicto empezó con un ultimátum y acabó con otro. El primero, de 20 de abril, reclamaba la renuncia de España en 72 horas a toda autoridad y gobierno en la isla de Cuba; de no hacerlo, el presidente de Estados Unidos procedería, sin más aviso, a emplear los poderes y la autoridad que el Congreso, un día antes, le había conferido. El gobierno español, “a fin de evitar un nuevo insulto”, según dijo Pío Gullón, ministro de Estado, quiso zafarse de la recepción del ultimátum e interpretando la resolución conjunta del Congreso en que se basaba como una declaración de guerra, rompió relaciones diplomáticas. El día 25, el presidente McKinley solicitó del Congreso una nueva resolución para formalizar el estado de guerra, lo que se hizo ese día con efecto retroactivo al 21, dando así razón a la interpretación del gobierno español, avalada por una porción de actos norteamericanos, incluidas las presas españolas ya tomadas por la Armada.
Asimismo, el conflicto acabó prácticamente cuando el penoso devenir de las sedicentes negociaciones de paz en París se cortó abruptamente con el ultimátum sobre el destino de Filipinas. En ese momento, tal vez España debió levantarse de la mesa, con un acta de disentimiento, como recomendó el jefe de los plenipotenciarios españoles, Eugenio Montero Ríos, presidente del Senado, dejando que la ley del más fuerte campara desnuda sin el ropaje pudibundo de un tratado de paz. Pero hubo quien temió que esa ley, satisfecho el despojo territorial, tuviera su continuación en la negativa a asumir la deuda consolidada de Cuba, Puerto Rico y Filipinas y en la solicitud de indemnizaciones millonarias por los costes de la guerra que Estados Unidos se había empeñado en hacer. Así que se firmó la paz en París el 10 de diciembre de 1898, después de unos preliminares, suscritos en Washington el 12 de agosto.
Técnicamente estos tratados presentaban algunos aspectos singulares. Así, el protocolo estableciendo los preliminares de paz fue “negociado” en Washington, en representación de España, por el embajador de Francia, cuyos buenos oficios había solicitado el gobierno español el 18 de julio, tras la capitulación de Santiago de Cuba, para lograr una suspensión de hostilidades antes de proceder a las negociaciones definitivas. El gobierno de Sagasta buscaba así poner límite a las pretensiones de Estados Unidos, cuando España aún controlaba La Habana y Manila y no se había producido todavía el desembarco norteamericano en Puerto Rico. No pudo ser. La gestión francesa se inició sólo el 26 de julio y no prosperó sino cuando España se avino a aceptar todas las condiciones de Estados Unidos, a saber, la renuncia a la soberanía sobre Cuba, la cesión de Puerto Rico y una isla de las Marianas o Ladrones (que luego se concretaría en Guam, previamente ocupada), la evacuación inmediata de las Antillas y la ocupación de Manila a la espera, en este caso, del tratado que determinaría el control, disposición y gobierno de Filipinas. España hizo estas renuncias y cesiones en lengua francesa, que con la inglesa, sustentaron los textos autenticados el 12 de agosto de un protocolo cuya ratificación fue autorizada por ley de 16 de septiembre y que jamás publicó la Gaceta de Madrid ni la Colección Legislativa.
Esta ley recién citada del 16 de septiembre fue también el instrumento de autorización anticipada del tratado de paz cuya negociación en París había de iniciarse el 1 de octubre por sendas comisiones, española y norteamericana, de cinco miembros cada una. Si se tiene en cuenta lo poco que realmente pudo negociar España, cabe admirarse del espíritu de resistencia al diktat que animó a los comisionados españoles y que permitió prolongar durante setenta días las apariencias, dado que los norteamericanos querían imponer sus puntos de vista sin que la otra parte se le deshiciera entre los dedos.
Sobre las Antillas
La aceptación de una evacuación inmediata de las Antillas, que permitió a Estados Unidos tomar posesión de Cuba y Puerto Rico el 1 de enero de 1899, antes de la entrada en vigor del tratado de paz (el 11 de abril), no permitió, sin embargo, salvar el archipiélago filipino, el único asunto territorial que los preliminares de paz habían dejado pendiente y que dio lugar a debates no sólo políticos, sino también jurídicos, originados por el hecho de que Manila capituló dos días después de la firma de los preliminares de paz, fecha en que debían suspenderse las hostilidades. Los juegos exegéticos alrededor de la interpretación del opaco artículo III del protocolo, relativo a Filipinas, acabaron cuando Estados Unidos presentó un ultimátum el 21 de noviembre, que vencía el 28, y España no tuvo más remedio que aceptar: “era imperativo, en obviación de males mayores”, telegrafió el gobierno a los comisionados en París, “someternos a la ley del vencedor”. Estados Unidos cometió la impudicia de anunciar la anexión de Filipinas una semana antes de que se produjera la entrada en vigor del tratado de paz. Así cumplía su “obligación hacia el pueblo de Filipinas”, cerniendo la duda sobre si el carácter pusilánime y dubitativo aplicado al presidente McKinley era, al menos por lo que se refiere a sus designios en Oriente, una pantalla tras la que se escondía un jugador frío, con una política bien definida y oculta.
Aunque los comisionados norteamericanos buscaron, mediante la farragosa relación de paralelos y meridianos que puede leerse en el párrafo segundo del artículo III del tratado de paz, cerrar el perímetro omnicomprensivo de Filipinas, su avaricia rompió un saco del que se desprendieron Cagayán de Joló, Sibutú y, probablemente, las Batanes. Cuando la primera de estas islas fue ocupada por Estados Unidos el 6 de febrero de 1900, el ministro español en Washington llamó la atención del secretario de Estado, que en respuesta del 7 de abril ignoró la letra del tratado –que dejaba fuera las islas mencionadas– para encomendarse a un espíritu de cesión de todo el archipiélago, sin duda desorientado por su misma torpeza.
Como España no estaba para pleitos, el asunto se zanjó con una renuncia formal española a todo derecho que pudiera caberle en cualquier isla del archipiélago filipino situada fuera de los límites convenidos en el tratado de paz (de 7 de noviembre de 1900).
Estos tratados serían hoy impensables, por ser contrarios a normas imperativas del Derecho internacional. En la actualidad se es más sutil en la apreciación de la coacción sobre los representantes del Estado y sobre el propio Estado en la celebración de los tratados, y las guerras de conquista, sea cual sea su disfraz, están terminantemente prohibidas, sin que de ellas pueda derivarse derecho alguno. Asimismo, un Estado no puede disponer de un territorio para cederlo, venderlo o traspasarlo a otro, sin contar con la población.
Sin embargo, una reflexión articulada acerca de los hechos con consideraciones legales no produciría ningún fruto. No se trata de lamentar la actitud ventajista y desdeñosa que las instituciones políticas y judiciales de Estados Unidos mantienen hoy frente a normas fundamentales y generales del Derecho internacional. Se trata sólo de recordar que las reglas de nuestro tiempo no son las de un tiempo pretérito y no cabe juzgar el pasado con las leyes del presente. El comportamiento de Estados Unidos fue hipócrita y deshonroso; pero sería difícil de combatir eficazmente en los términos jurídicos positivistas que privaban a finales del siglo XIX.
La doctrina de la guerra justa había acabado en la afirmación de la justicia de toda guerra declarada por el Estado soberano. Siguiendo a Emmerich de Vattel, el iusinternacionalista más celebrado del siglo XVIII, el norteamericano Henry Wheaton, autor de la primera obra sistemática de Derecho internacional escrita en lengua inglesa, decía en 1836 que “una guerra en forma, o debidamente comenzada, ha de ser considerada, desde el punto de vista de sus efectos, como justa por ambas partes”. Algunos positivistas veían incluso en la guerra el instrumento supremo del cambio en el Derecho internacional. Estados Unidos, además, alegó una batería de motivos que incluían, junto al Maine, la propia seguridad, los intereses financieros y comerciales, la protección de los ciudadanos norteamericanos en la isla y las razones humanitarias para cohonestar su flagrante intervención, lo que satisfacía la estética y, también, la ética unidireccional de que siempre ha estado sobrada la entonces emergente gran potencia.
«El comportamiento de Estados Unidos fue hipócrita y deshonroso; pero sería difícil de combatir eficazmente en los términos jurídicos positivistas que privaban a finales del siglo XIX»
En este sentido, dejando a un lado la deslealtad del comportamiento de Estados Unidos con sus proclamados principios y con los insurrectos cubanos y filipinos, con los que acabó entrando en una guerra larga, cruenta y costosa, sólo cabe lamentar que algunas de las actitudes de España en la “negociación” de París se abstuvieran pedestremente a las reglas de su tiempo. Así cabe decir del empeño puesto, sin éxito, en que la renuncia española a la soberanía sobre Cuba fuera completada con la aceptación de ésta por Estados Unidos, a fin de asegurar el traspaso de la deuda cubana al vencedor. Peor fue la aceptación de los veinte millones de dólares ofertados por Estados Unidos para hacer más digerible la cesión de Filipinas. Ese dinero fue satisfecho apenas dos semanas después de la entrada en vigor del tratado de París mediante cuatro cheques entregados el 1 de mayo a Jules Cambon, el embajador francés, que representaba los intereses españoles. Aunque la mayoría de los comisionados de España en París era contraria a esta contraprestación pecuniaria, el gobierno de Sagasta no quiso entrar a discutir ninguna de las partes, todas igualmente injustas, de un ultimátum al que debía plegarse, si quería evitar “mayores males para nuestro país”. Esta argumentación no oculta, sin embargo, la pobre impresión de que el gobierno pudo considerar que los duelos con pan son menos. Sin duda, había formas de “sucumbir a la fuerza” con mayor grandeza cuando ya fuera de los campos de batalla la historia estaba pendiente de los gestos. La lamentable impresión se confirmó cuando dos años después la renuncia a posibles derechos sobre Cagayán de Joló, Sibutú y otras islas del archipiélago fuera de los límites convenidos en el tratado de paz se zanjó a cambio de ¡cien mil dólares!
Eran otros tiempos. Las partes renunciaron mutuamente a toda reclamación de indemnización, pública o privada, de cualquier género, que pudiera haber surgido desde el comienzo de la última insurrección en Cuba (1895), así como a toda indemnización en concepto de gastos de guerra. Las relaciones diplomáticas se restablecieron en junio de 1899 y el 3 de julio de 1902, España y Estados Unidos firmaron en Madrid un tratado de amistad y relaciones generales según el cual “habrá una paz sólida e inviolable y una amistad sincera”.12 Este tratado no era, sin embargo, borrón y cuenta nueva; sólo cuenta nueva. Declaraba derogados y caducados todos los tratados anteriores al de París, con excepción del firmado el 17 de febrero de 1834 para el arreglo de reclamaciones.
La mayoría de esos tratados había consumido todos sus efectos y su número no era, por lo demás, elevado. Tampoco después fueron muchos hasta el desigual abrazo Franco-Eisenhower. Si las relaciones cooperativas de dos países pueden medirse por los acuerdos que suscriben, las hispano-norteamericanas fueron de segunda o tercera categoría, dominadas por el recelo, la coyuntura, una cierta animosidad a la que no ha sido ajeno en el último siglo el borrón de la guerra y la paz de 1898.
Guerra la hubiera habido, con o sin Maine, pero éste al hundirse facilitó las cosas al ofrecer una causa vindicativa a las masas y a los combatientes. Ahora bien, si Remember the Maine significó en 1898 una llamada al combate para los norteamericanos ¿qué habría de significar hoy? La respuesta depende de a quién se formule la pregunta. Un pobre diablo tercermundista puede echarse a temblar viendo el manejo de la información que se hace en el Primer Mundo y la infalibilidad que concede a las conclusiones extraídas de las propias encuestas debidamente manipuladas. Un ciudadano español, mínimamente cultivado en la historia y con cierta estima por su propia identidad, puede sentir una cierta amargura histórica que podría aprovechar para huir de prejuicios que hoy a menudo se apresura a compartir. Pero ¿y los ciudadanos de Estados Unidos?
La diferencia jurídica sobre el borrón del Maine dejó de existir hace años; la controversia histórica debe considerarse zanjada; resta la responsabilidad moral. A comienzos de siglo el profesor norteamericano Horace Edgard Flack afirmó honradamente “que la intervención a causa de la destrucción de nuestro acorazado no tuvo justificación, ni jurídica ni moral, y que el futuro condenará la conducta de nuestro gobierno”. La sugerencia de Hugh Thomas de que el presidente Bill Clinton podría, en este año conmemorativo, presentar excusas a España por el falso juicio de su predecesor sobre la causa de la destrucción del Maine enlaza perfectamente con la reflexión de Flack, y los ciudadanos honrados de Estados Unidos podrían sentirse confortados con una rectificación que les permitiría recuperar el sentido de respetabilidad defraudado por la verdad histórica. En general puede decirse que las relaciones entre España y Estados Unidos se liberarían de una carga psicológica colectiva con la satisfacción moral de una declaración presidencial que se limitara a reconocer esa verdad, nada más que la verdad. Al fin y al cabo el tiempo de los hechos, a diferencia del tiempo del Derecho, es inmutable.