Las brutales tácticas y el extremismo religioso que caracterizan al Estado Islámico (EI, ISIS o Daesh) hacen de este, a ojos del ciudadano medio, una amenaza inusualmente peligrosa y temible como ninguna otra. Según las declaraciones de sus líderes, el grupo quiere aniquilar a los infieles, imponer la sharia o ley islámica en todo el mundo y precipitar el regreso del Profeta. Los soldados de a pie del EI persiguen estos objetivos con crueldad asombrosa.
A diferencia de su alma máter, Al Qaeda, que apenas mostraba interés por el control territorial, el EI sí busca asentar los cimientos de un Estado real sobre las zonas bajo su poder: ha impuesto una autoridad clara, ha implantado sistemas fiscales y educativos y ha puesto en marcha una sofisticada operación propagandística. El EI se arroga la condición de califato y rechaza el paradigma estatal internacional, pero un Estado sigue equivaliendo al territorio administrado por sus dirigentes. Como ha dicho Jürgen Todenhöfer, periodista alemán que visitó áreas de Irak y Siria controladas por el EI en 2014: “Tenemos que entender que el EI se ha convertido en un país”.
No obstante, el EI no es el primer movimiento extremista que combina actitudes violentas, ínfulas de grandeza y control territorial. Dejando a un lado su faceta religiosa, se trata de la última de una larga lista de organizaciones revolucionarias que quisieron construir Estados sorprendentemente similares, en varios aspectos, a los regímenes nacidos de las revoluciones francesa, rusa, china, cubana, camboyana o iraní. Estas se mostraron tan hostiles ante el Derecho Internacional como el EI, y también ejercieron una despiadada violencia para eliminar o intimidar a sus rivales y demostrar su poder al mundo.
Los episodios anteriormente mencionados resultan tranquilizadores cuando consideramos al EI hoy día, pues muestran que las revoluciones suponen un peligro serio únicamente…