Puede que la situación internacional y regional beneficie el statu quo. Pero dada la crisis económica y política, sería un error dar por terminado el proceso de cambio.
A juzgar por no pocos indicadores, la revuelta egipcia que estalló en 2011 ha decepcionado a casi todos sus observadores, al igual que asus participantes. Los cánticos que reclamaban “pan, libertad, justicia social y dignidad humana”, repetidos a cada ocasión, parecían el común denominador de los manifestantes los primeros días del levantamiento. A pesar de los distintos significados que estos conceptos puedan revestir para las plataformas más politizadas, ninguno de estos eslóganes se ha hecho realidad en lo más mínimo. De hecho, desde 2013 el contexto económico y político del país ha empeorado como no lo había hecho en décadas. El número de prisioneros políticos ha alcanzado niveles sin precedentes, la ley castiga las reuniones y protestas pacíficas y los movimientos sociales han sido objeto de persecución y represión. Desde el punto de vista económico, la situación se ha deteriorado hasta el punto de inspirar titulares como “El fracaso de la economía en Egipto es culpa de Al Sisi”, en un editorial de Bloomberg, y “La ruina de Egipto”, en The Economist, en agosto de 2016. Son muchas las razones de este retroceso, teniendo en cuenta la situación turbulenta en que se encuentra el mundo y la magnitud de los problemas nacionales que desencadenaron la revuelta. No obstante, es un error grave dar por hecho que el proceso de transformación –del que 2011 no es más que un capítulo– ha concluido. En todo caso, todas las razones que llevaron al estallido de la revuelta hace cinco años se han agravado aún más y lo que sucedió en Egipto debe situarse en una perspectiva a largo plazo.
Desde la caída del presidente Hosni…