Después del golpe de Estado del 3 de julio de 2013 que puso fin a un año de experimento islamista en Egipto, se produjo una cierta disonancia entre los centros de poder político formales e informales, al menos según la percepción de muchos observadores. Egipto contaba con un presidente interino civil, Adly Mansur, así como también con un gabinete bajo la dirección de un tecnócrata. Sin embargo, se consideraba que el resorte último de poder estaba realmente en manos de las fuerzas armadas y, más concretamente, del ministro de Defensa, Abdelfatah al Sisi. Suyas eran las fotografías de los posters y carteles que adornaban las calles de El Cairo, y él era el objeto principal de adulación de los medios de comunicación oficialistas.
Tras las elecciones presidenciales de mayo ha desaparecido esta dualidad de poderes. Vencedor claro de los comicios, el flamante raïs Al Sisi es a todas luces el líder único del nuevo régimen. Así pues, la presidencia de Egipto vuelve a corresponder a un hombre surgido de las filas del ejército, como ha sucedido durante las últimas seis décadas con un breve interludio: el año de gobierno del islamista Mohamed Morsi y sus Hermanos Musulmanes.
Los tres convulsos años que han seguido a la revolución de 2011 han reafirmado en su opinión a aquellos que sostienen que Egipto solo puede ser gobernado con puño de hierro por un general. Sin embargo, el Egipto de 2014 no es el mismo que el de las décadas anteriores. El país árabe ha experimentado muchos cambios en los últimos años, entre ellos el surgimiento de una generación de jóvenes con unas mayores expectativas y exigencias que sus padres. Por tanto, no está claro que aún funcione la misma fórmula que permitió al exdictador Hosni Mubarak gestionar Egipto sin mayores sobresaltos durante cerca de tres décadas. De hecho, las evidentes carencias del proceso electoral por el que Al Sisi resultó elegido, o mejor dicho ratificado, no han hecho sino aumentar la incertidumbre sobre el futuro de su presidencia.
Una campaña poco convencional
Cuando anunció su candidatura a través de un mensaje televisivo dirigido a la nación, Al Sisi advirtió que llevaría a cabo una “campaña poco convencional”. Y así lo hizo. El mariscal retirado no participó en ningún mitin electoral por cuestiones de seguridad, pues reveló haber sufrido dos intentos de asesinato en los meses anteriores. Durante las tres semanas de campaña, su única interacción con la ciudadanía fue a través de entrevistas televisivas grabadas y algún mensaje de videoconferencia dirigido a sus seguidores. Tampoco hubo debate electoral, y Al Sisi no recogió el guante que le lanzó su único adversario, el político nasserista Hamdin Sabahi, el candidato revelación de las anteriores elecciones presidenciales, con cerca de cinco millones de votos, más de un 20 por cien del electorado.
Envalentonado por sus resultados de aquellos comicios, los primeros para escoger presidente de la era post-revolucionaria, Sabahi decidió renovar su candidatura. Confiando en dar de nuevo la sorpresa, fue el único de los aspirantes de 2012 que inició los trámites para volver a aspirar a la presidencia. El ganador, Morsi, languidecía en la cárcel con múltiples juicios abiertos. Amr Musa y Ahmed Shafiq, dos personajes cercanos al régimen actual, optaron por respaldar públicamente a Al Sisi. El exsecretario general de la Liga Árabe incluso se convirtió en su principal asesor político. El islamista moderado Abdel Moneim Abul Futuh, al igual que otras personalidades de la oposición, consideró que el contexto político no ofrecía las garantías suficientes para llevar a cabo un proceso electoral transparente. Todos daban por hecho la victoria del ministro de Defensa al gozar del favor de las instituciones del Estado. En consecuencia, su partido, Egipto Fuerte, apostó por boicotear las elecciones.
Esa fue la misma posición adoptada por algunos grupos de jóvenes revolucionarios, como el Movimiento 6 de Abril, y los Hermanos Musulmanes, cuya marca electoral, el Partido de la Libertad y la Justicia, se impuso en todos los comicios posrevolucionarios celebrados hasta el golpe de Estado. Desde entonces, la mayoría de sus líderes han sido encarcelados, y su presidente, Saad al Katatni, sentenciado a la pena de muerte en un escandaloso “macrojuicio” en la provincia de Minia.
Sin debate televisivo y con un candidato ausente de los mítines, la campaña electoral fue más bien insulsa. A pesar de disponer de muchos más medios financieros que su contrincante, la campaña de Al Sisi mostró una débil capacidad de movilización, y ni tan siquiera fue capaz de organizar un verdadero mitin de masas en El Cairo. En parte, esta atonía respondió al hecho de que ambos candidatos coincidían en numerosos asuntos, como en la centralidad del Estado a la hora de impulsar el desarrollo económico del país o en el propósito de eliminar a los Hermanos Musulmanes del mapa político. En este asunto, Sabahi tan solo se desmarcó un poco de su adversario al sugerir que bajo su presidencia no habría una caza de brujas contra los simpatizantes islamistas.
Precisamente, la cuestión de las libertades civiles fue el principal elemento de discrepancia entre ambos aspirantes, lo que Sabahi aprovechó para convertirlo en el eje de su campaña. En busca del voto de los jóvenes revolucionarios de Tahrir, el político nasserista prometió que en su primer día en el palacio presidencial de Itihadiya enmendaría la draconiana ley de manifestaciones aprobada en noviembre pasado, y que otorga al ministerio del Interior la potestad de prohibir cualquier protesta y recoge severas penas de cárcel para aquellos que la violen. Asimismo, Sabahi se comprometió a conceder el indulto a todos los activistas laicos encarcelados en su aplicación, como el fundador del Movimiento 6 de Abril, Ahmed Maher, condenado a tres años de cárcel por participar en una manifestación no autorizada.
En cambio, Al Sisi defendió la controvertida legislación como una herramienta necesaria para derrotar el terrorismo y traer la estabilidad. El mariscal retirado fue muy ambiguo a la hora de presentar su programa a la ciudadanía. Sus recetas para los problemas de Egipto eran muy vagas y estaban a menudo ancladas en una visión voluntarista. De hecho, su campaña no hizo pública su plataforma electoral hasta unas horas antes de la apertura de los colegios electorales, y esta era tan parca en detalles como los mensajes del candidato. El país árabe se disponía a escoger a su nuevo raïs sin requerirle ni tan siquiera que explicara su visión para el futuro del país.
Un proceso dudoso
Si la opacidad de la campaña de Al Sisi ya era difícilmente homologable a los estándares de una democracia madura, el comportamiento de las autoridades durante los días de votación fue todavía más cuestionable. Y ello a pesar de que las semanas anteriores se habían esforzado en dotar a los comicios de una fachada democrática, autorizando la llegada de varias misiones de observación internacional.
Ahora bien, esta empresa nunca resultó fácil. No en vano, durante el año precedente, todos los medios de comunicación con una línea editorial favorable a las tesis de la oposición habían sido clausurados, varios movimientos políticos influyentes habían sido ilegalizados, como los Hermanos Musulmanes, más de 2.000 personas murieron en enfrentamientos con las fuerzas de seguridad, y entre 20.000 y 40.000 personas más fueron arrestadas por su participación en actos de protesta, muchas de ellas torturadas y juzgadas en procesos sin las mínimas garantías jurídicas.
Más allá de la abultadísima victoria de Al Sisi o las diversas irregularidades puntuales señaladas por las misiones de observación, como la realización de actos de propaganda electoral frente a los colegios electorales, o incluso dentro, el elemento que puso realmente en duda la credibilidad de los comicios fue la cifra de participación ofrecida por la Junta Electoral. Según su recuento, habría votado el 47,5 por cien del censo electoral, es decir, más de 25 millones de ciudadanos. El dato puede parecer bajo comparado con otros países, pero no lo es si tomamos como referencia anteriores elecciones egipcias. Por ejemplo, en la primera ronda de las presidenciales de 2012 fue del 46 por cien.
Esta cifra contrastó con la percepción generalizada entre observadores y periodistas de que la participación había sido más bien baja. Apenas si se vieron filas en la mayoría de colegios. El propio gobierno contribuyó a crear esta impresión con la decisión inesperada de declarar festivo el segundo día de votación justo cuando se cerraban las urnas del primero. Y la Junta Electoral la certificó al añadir un tercer día a la votación, un gesto inédito. La razón que el comité ofreció fue la presunta “ola de calor” que azotó el país durante los dos primeros. Esta explicación resulta poco convincente, ya que el clima fue el habitual para la fecha y no resultó especialmente diferente de la tercera jornada. Y de hecho el tercer día los colegios permanecieron completamente vacíos.
La única justificación posible, a la vez que inconfesable, era que el régimen necesitaba estimular una participación más elevada de la registrada hasta el momento para consolidar su cuestionada legitimidad. El primero de la cadena de errores de las autoridades en el proceso electoral fue situar la barrera del éxito demasiado alta. El propio Al Sisi tuvo una gran responsabilidad en este fiasco, al pedir públicamente que acudieran a las urnas 40 millones de electores, o sea, cerca de un 80 por cien del censo, un hito casi imposible de alcanzar en un país en el que nunca se ha superado el 65 por cien.
Para poder sacar pecho, el mariscal retirado necesitaba al menos superar con creces los 13 millones de votos que obtuvo dos años antes Morsi, el raïs que él mismo depuso. A diferencia de anteriores comicios, en los que los Hermanos Musulmanes poseían un delegado en todas y cada una de las mesas electorales, esta vez no hubo ninguna organización independiente capaz de realizar su propia agregación de los resultados en cada barrio, ciudad y provincia. Por tanto, no existe ninguna forma de verificar los datos de la Junta Electoral, que quedarán para siempre marcados por la sombra de la duda. Si el comité tomó una decisión tan desesperada como la extensión del periodo de votación, ¿no podría ser también capaz de hinchar artificialmente la participación? Sabahi, que el día después de las votaciones reconoció su derrota, se sumó al carro de los escépticos y llegó a calificar la cifra de participación de “insulto a la inteligencia de los egipcios”.
Sin embargo, el proceso fue avalado por los diversos equipos de observadores desplegados por diversas organizaciones nacionales e internacionales. El jefe de la misión de la Unión Europea, el portugués Mário David, afirmó que las elecciones se habían desarrollado “en línea con la ley del país”, y no quiso entrar en especulaciones sobre la participación. Ahora bien, Robert Goebbels, un representante del Parlamento Europeo, admitió que los datos que manejaba la misión eran sustancialmente menores, si bien se basaban en una muestra limitada de colegios. Al final del segundo día de votación, los colegios visitados por los 150 observadores europeos registraban una participación cercana al 30 por cien. El informe de la ONG Democracy International, con sede en Estados Unidos, fue menos diplomático que el de la UE, y sí cuestionó de forma directa la cifra de participación y las decisiones de las autoridades al respecto.
Una victoria esperada
La clara victoria de Al Sisi no sorprendió a nadie, aunque pocos previeron un margen tan abultado. De acuerdo con la Junta Electoral, el exministro de Defensa recibió cerca del 93 por cien de los votos emitidos frente apenas el tres por cien de Sabahi, que ni tan siquiera fue capaz de superar el porcentaje de votos nulos, alrededor del cuatro. A diferencia de la polémica cifra de participación, su triunfo no suscitó dudas, pues responde a la sincera admiración que despierta en un importante sector de la sociedad egipcia, así como a las enormes ventajas de las que dispuso.
Desde su comienzo, la pugna entre Sabahi y Al Sisi no se disputó en un plano de igualdad. El anuncio oficial de la candidatura del entonces ministro de Defensa fue retransmitido por la televisión pública como si se tratara ya de un mensaje presidencial, un privilegio que no fue otorgado a su adversario. De forma velada, Al Sisi contó con el favor de las instituciones del Estado, además de influyentes hombres de negocio. Ello le permitió inundar las calles de El Cairo y los paneles publicitarios luminosos con su efigie sonriente al lado del mensaje populista escogido como eslogan de campaña: “¡Viva Egipto!”.
Probablemente, su campaña superó con creces el tope establecido por la ley en gastos de propaganda, pero la Junta Electoral ni tan siquiera se molestó en investigar el asunto. Asimismo, las cadenas de televisión privadas realizaron una cobertura totalmente sesgada a favor de Al Sisi, otorgándole aproximadamente el doble de tiempo que a Sabahi, según el estudio elaborado por la misión de observación de la UE. Su comportamiento no resulta sorprendente, pues han sido estos mismos medios los que han creado un auténtico culto a la personalidad de Al Sisi propio de otras épocas.
El gran perdedor de estas elecciones es, sin duda, Sabahi. El político nasserista fracasó estrepitosamente en su objetivo de proyectarse como líder de la oposición durante los próximos cuatro años. El decepcionante resultado se explica por su incapacidad de movilizar al grueso de la juventud, que volvió a abstenerse, como ya hiciera en el referéndum constitucional del pasado enero. Las elecciones constituyeron una especie de plebiscito sobre Al Sisi, pero muchos de sus detractores optaron por no tomar parte en un proceso que percibieron una farsa. Otros, se abstuvieron al no ver en Sabahi una verdadera alternativa al régimen, debido a que apoyó la asonada militar y ha mantenido siempre una actitud más bien deferente hacia el mariscal.
Por esta razón, y porque los Hermanos Musulmanes habían llamado al boicoteo, la cifra de participación era tan importante. A falta de encuestas fiables, este dato era el barómetro más certero para medir el grado de apoyo popular al régimen actual, un año después de su nacimiento. Ahora bien, eso no significa que debamos meter automáticamente los millones de abstencionistas en el saco de la oposición. Hastiados por las agrias batallas políticas de estos tres años, muchos ciudadanos se han sumido en la apatía. Otros, apoyan el sistema de forma tácita, pero no se molestaron en acudir a las urnas al conocer ya el resultado de antemano.
En resumen, las primeras elecciones post-golpe no han aportado demasiada luz sobre el verdadero respaldo popular de Al Sisi. Sus medios afines continuarán proyectando una imagen de unanimidad popular entorno a su figura, mientras la oposición argumentará que ya ha perdido el favor de la mayoría.
Perspectivas de futuro
Sea como fuere, es innegable que Al Sisi goza del apoyo de un sector importante de la sociedad egipcia, ya sea un 30 o un 55 por cien. Si a ello añadimos el pleno respaldo de las instituciones del Estado –algo que no sucedía con Morsi-– podemos concluir que el mariscal será capaz de gobernar de manera efectiva, al menos durante la primera fase de su presidencia.
Ahora bien, eso no garantiza su éxito, pues el país se enfrenta a problemas de gran magnitud. Entre ellos, una potente insurgencia islamista ubicada en el Sinaí; una economía estancada, incapaz de proporcionar suficiente empleo a los más de 700.000 jóvenes licenciados que se incorporan cada año al mercado de trabajo; unas arcas públicas al borde de la bancarrota; y unas infraestructuras anticuadas incapaces de absorber el galopante crecimiento demográfico del país.
Consciente de ello, el nuevo raïs no se ha cansado de pedir paciencia a la ciudadanía, y ha estimado en dos años el periodo mínimo para que se dejen sentir los efectos de sus políticas. En una sociedad presa por el espíritu revolucionario, dos años es mucho tiempo, sobre todo si están jalonados por la toma de decisiones impopulares, como la reducción de los subsidios públicos. La única baza a su favor es el compromiso con el desarrollo de Egipto de los países aliados del golfo Pérsico, que en el último año ya han enviado más de 20.000 millones de dólares. Los Hermanos Musulmanes constituyen una auténtica bestia negra para las petromonarquías del Golfo, por lo que harán todo lo que esté al alcance de sus profundos bolsillos para que el nuevo régimen se asiente.
A pesar de que Al Sisi no ha ofrecido demasiadas señales concretas sobre cuál es su visión de futuro para Egipto, todo apunta que el raïs no se alejará demasiado del rumbo adoptado por el actual gobierno, tanto en el ámbito de la seguridad como de la economía. No hay que olvidar que Al Sisi formaba parte del gabinete actual como ministro de Defensa antes de anunciar su candidatura, y que sus opiniones eran muy tenidas en cuenta.
De su talante paternalista se deduce una visión de la sociedad eminentemente conservadora, no muy diferente de la de sus predecesores. “Si tenéis alguna información sobre algún asunto [sensible], debéis susurrarlo al oído de las autoridades. Si es posible, sin hacerlo público”, exhortó a los principales directores de los periódicos egipcios en una reunión privada, un comentario poco halagüeño para el futuro de la libertad de prensa en el país, y en general, para las libertades individuales.
En esa misma plática, afirmó que Egipto no está preparado para un sistema democrático y pronosticó que necesitará “al menos 25 años” para obtenerlo. Este tipo de mensajes era muy habitual entre Mubarak y el resto de autócratas árabes antes de las revueltas árabes cada vez que recibían presiones de Occidente para democratizar el país. Por tanto, no es de esperar que la era Al Sisi sea muy diferente a la anterior a la revolución de 2011. El perfil que acabe adoptando el nuevo Egipto dependerá de las negociaciones entre las diversas instituciones del Estado y algunos poderes fácticos.
La gran pregunta que suscita este escenario es si la juventud egipcia que se rebeló contra Mubarak en 2011 aceptará la reimplantación de aquel régimen bajo unos nuevos ropajes. ¿Les queda a los jóvenes de Tahrir energía después de tres años de batalla continua, cárcel, muertes y torturas? En caso de que sea así, ¿volverán a confluir en las calles con los Hermanos Musulmanes después de la inquina acumulada entre ambos grupos? Una de las principales claves del éxito electoral de Al Sisi es que encarna la noción de orden para muchos sectores de la sociedad que anhelan la estabilidad, percibida como un requisito necesario para conseguir la prosperidad. Ahora bien, la historia sugiere que el camino más seguro hacia la estabilidad es el consenso político entre los diversos partidos y movimientos. El 3 de julio de 2013, Al Sisi apostó por tomar un atajo, el de la imposición del consenso por la fuerza. En principio, el mariscal dispondrá de cuatro años para demostrar que tomó la decisión correcta.