Al tiempo que China tensa sus relaciones vecinales sin demasiados resultados, EE UU pivota hacia Asia apoyado en su superioridad. Forzada a ocuparse de la gestión de su evolución interna, cabe esperar una China menos asertiva en la escena internacional.
A estas alturas del guión, de un proceso que empezó hace tiempo, tenemos tantos elementos de juicio para concluir que Washington y Pekín están ya en inevitable rumbo de colisión, como para asegurar que terminarán convirtiéndose a corto plazo en compañeros de viaje. Si asumimos que las relaciones internacionales son cualquier cosa menos una ciencia exacta, que hay demasiadas variables en juego para que nadie sea capaz de controlarlas y que nuestra capacidad prospectiva es realmente limitada (sirvan la caída del muro de Berlín o el estallido de la actual crisis económica como ejemplos), no tendremos más remedio que concluir que todo es posible.
Quienes quieran apostar por el primer escenario empezarán argumentando que Estados Unidos, a pesar de ciertas señales de aparente declive, está decidido a mantener su condición de hegemón planetario. China, por su parte, aparece resuelta a cuestionar el statu quo actual, reclamando el control de las aguas circundantes hasta la “segunda cadena de islas”,1 para lo que está ya empeñada en dotarse de unas capacidades militares que le garanticen al menos la paridad naval con EE UU.
En esa línea, y en lo que respecta a la región Asia-Pacífico, Washington insiste en definirse como una “potencia residente” (término acuñado en marzo de 2008 por el entonces secretario de Defensa, Robert Gates, en una reunión sobre temas de seguridad celebrada en Singapur) en el Pacífico y ya ha indicado su voluntad de pivotar hacia ella su peso estratégico, con el objetivo de tener allí el 60 por cien de su fuerza naval desplegada de modo permanente hacia…