Educación emocional para fortalecer la democracia
Mauricio García Villegas es un pensador en la frontera. Entre disciplinas académicas, campos políticos y códigos comunicativos. Un colombiano que ha escrito sobre apartheid institucional y ha reivindicado el centro político. Tras vivir de cerca el impulso renovador de la Constitución de 1991, su trabajo ha sido plural. Desde la investigación sobre los motivos que llevan a cumplir las normas y la escritura de un libro con el que trató de promover un debate en la izquierda en torno al concepto de orden, a participar en la fundación de Dejusticia, una importante organización de derechos humanos.
Dejusticia es hoy referencia en cuestiones como la elaboración de principios que vinculan las políticas fiscales y los derechos humanos o en el cuestionamiento la guerra contra las drogas desde una perspectiva de derechos humanos. Nacida en un país en el que hubo momentos en los que, en palabras de u cofundador, Rodrigo Uprimny, “los derechos humanos se defendían solo si eran útiles a la realización de otros objetivos que eran supuestamente de mayor envergadura (…) Para algunos, en la izquierda, esa finalidad superior era la revolución; para otros, en la derecha, eran la economía de mercado o algo muy etéreo que llamaban la civilización occidental”. En esa línea, García Villegas reivindicó en 2018 la necesidad de que, para tener una democracia fuerte en Colombia, “la gente de derecha democrática levante su voz contra la extrema derecha autoritaria con la misma fuerza que lo hace para oponerse a la extrema izquierda autoritaria” y “la izquierda democrática proteste contra la extrema izquierda autoritaria con la misma fuerza que lo hace contra la extrema derecha autoritaria”.
Según el Informe de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos sobre la situación de Derechos Humanos (ACNUDH), durante 2020 se produjeron en Colombia 276 masacres y 133 homicidios de personas defensoras de los derechos humanos. El uso excesivo de la fuerza por parte del gobierno dio lugar en mayo de 2021 a un pronunciamiento de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. En 2020 alcanzó notoriedad la muerte de Javier Ordóñez, a raíz de la cual la Unión Europea instó a la investigación de “todo uso excesivo de la fuerza, por parte de responsables de la protección de la ciudadanía” así como la adopción de reformas institucionales necesarias para la evitación de hechos similares.
«Según la ONU, durante 2020 se produjeron en Colombia 276 masacres y 133 homicidios de personas defensoras de los derechos humanos»
En ese contexto, la última publicación del autor, El país de las emociones tristes, se ha convertido en el libro del que todo el mundo habla en Colombia. Siendo consciente de factores estructurales como la desigualdad y a la vez que reivindica transformaciones económicas, como una reforma tributaria radical, la novedad del libro es introducir las emociones como factor explicativo fundamental en el devenir de su país. Una decisión que sirve de inspiración para pensar en otros contextos nacionales y supone una invitación a continuar en debates animados por otros libros, como La época de las pasiones tristes, del sociólogo francés François Dubet, o Emociones políticas, de Martha C. Nussbaum.
El autor destaca la posibilidad de promover unas u otras emociones y alerta sobre los sesgos de grupo. Desde una visión que ofrece motivos para la esperanza, recordando avances éticos como la ampliación histórica de los círculos de empatía, plantea que la gran incógnita de nuestra época es “si el progreso moral, esa otra naturaleza, avanza con la suficiente rapidez para detener, o al menos desacelerar, un tipo de progreso material cuya capacidad destructiva, no solo en la naturaleza sino en el mismo orden social, apenas estamos vislumbrando”.
En la segunda parte del ensayo, señala contribuciones del pensamiento de Baruch Spinoza que resultan vigentes en el momento actual del mundo. Desde su compromiso con entender a sus detractores, siempre unido a una inquebrantable libertad de pensamiento, al punto clave que inspira el título del libro: “hay que evitar, dice Spinoza, todo encadenamiento a las emociones tristes, como la rabia, la envidia, la venganza, el miedo, la desesperanza, la indignación, la vergüenza, el remordimiento, la cólera, etc.” García Villegas propone que “cada país tiene (uno más que otros) un arreglo emocional colectivo, un balance emocional: acentúa unas emociones mientras opaca otras. Para ponerlo en los términos de Spinoza, todos los países (como las personas) tienen emociones tristes dentro de su balance emocional, pero en algunos, esas emociones son más sobresalientes, más notorias, más influyentes”.
«Según García Villegas, a consecuencia de una mentalidad dogmática, ‘los sentimientos que alimentan a cada agrupación política han estado plagados de emociones tristes, sobre todo de miedos, odios, venganzas, no-reconocimientos, envidias, etcétera’»
El autor habla de la influencia de la España clásica en las emociones predominantes en la historia colombiana. De esa influencia derivaría “una manera religiosa de ver el mundo, incluso entre los no practicantes, la creencia en fuerzas externas inmateriales que dominan nuestras vidas y los contextos en los cuales actuamos”. Propone, de forma novedosa, que para entender la violencia en Colombia se busque “menos en las estructuras sociales y más en la naturaleza de un debate político” presente en la primera mitad del siglo XX. Un momento en que “la guerra enfrentaba a personas similares, con intereses similares, con ideas incluso cercanas y con vidas privadas parecidas”. Su hipótesis es que, como consecuencia de una mentalidad dogmática, “los sentimientos que alimentan a cada agrupación política han estado plagados de emociones tristes, sobre todo de miedos, odios, venganzas, no-reconocimientos, envidias, etc”.
Presenta ejemplos ilustrativos, a la vez que referencias a paralelismos con la historia de España. Uno de ellos es el líder conservador Laureano Gómez, quien “concebía su labor política como una defensa del bien contra el mal; de los aliados del cielo contra los guardianes del infierno” y entendía que “su lucha hacía parte de una cruzada mundial (acompasada con Franco en España) de la civilización católica contra sus enemigos: los liberales, seguidos por los comunistas, los materialistas, los ateos y los masones”. O, ya en la segunda mitad del siglo XX, el dogmatismo de un marxismo que llevó a la aparición de las guerrillas tras haberse convertido la justicia social “en lo nuevo sagrado (como antes lo fue la religión) y su opuesto, la injusticia, en el nuevo inadmisible”.
En la parte final de libro, García Villegas propone “humanizar el mal”, es decir, “reducir el exceso imaginario que hay en él, en tomar imaginación por lo que es, no por lo que nuestras pulsiones nos llevan a pensar”. Propone asumir que “ni nuestros adversarios son completamente malos y siempre se equivocan, ni nosotros somos completamente buenos y depositarios de la verdad”. Defiende la duda, la convicción de que la verdad propia (individual y colectiva) no es absoluta, sin que eso implique renunciar a las convicciones propias. Así, menciona a Héctor Abad Gómez y su convicción de que la injusticia social y el fanatismo ideológico son las dos grandes enfermedades de la sociedad colombiana.
Atravesando fronteras, conectando disciplinas para complementar perspectivas, afirma hacia el final del libro que pocas cosas le han parecido tan elocuentes como las que su amigo Héctor Abad Faciolince escribió sobre su padre en El olvido que seremos: “Tal vez en Colombia no haya un escrito, en todo caso no en las ciencias sociales, que muestre los beneficios, no solo familiares sino sociales, de una buena educación sentimental como ese libro”.