En las décadas de 1980 y 1990 Ecuador era la excepción en medio de un entorno regional violento. Sendero Luminoso sembraba de terror Perú y, en Colombia, se juntaba la violencia de los cárteles con la de las guerrillas. La ilusión de la isla de paz como zona segura de paso de la cocaína o de provisión de armas e insumos a las organizaciones armadas se fue desmoronando, a la par, cambiaba el rol del país en la cadena de producción y distribución de la droga a los grandes mercados consumidores de Estados Unidos y Europa.
El asesinato del candidato a presidente Fernando Villavicencio, en agosto de 2023, y el asalto de una emisora de televisión por un grupo armado, en enero de 2024, fueron la catarsis de una situación que empeoraba de forma acelerada. Los asesinatos en el país habían pasado de 5,7 por cada 100.000 habitantes en 2018, a 44,5 en 2023, el año más crudo de la historia con 7.878 crímenes. Estos datos constataban la incapacidad del Estado ecuatoriano, sus instituciones y autoridades, para garantizar el orden y la seguridad en el territorio, algo que se manifestó brutalmente en las masacres carcelarias: casi 500 muertos desde 2020, fruto de los enfrentamientos entre organizaciones criminales, en unas cárceles donde se hacinan 38.000 personas gracias a un sistema judicial ineficiente y a un código penal que abusa de la prisión preventiva.
La gravedad de estos hechos hace necesario ampliar el análisis para comprender mejor la crisis sistémica sin precedentes en que se encuentra actualmente el país, sin caer en argumentos simplistas centrados en señalar a un Estado fallido, con un sistema político, judicial y policial corrupto, incapaz de contener a las organizaciones criminales. Explicación que impide comprender la dimensión de un problema a todas luces multicausal, como se verá…