Los campos de refugiados deben desarrollarse como verdaderos asentamientos urbanos, incluyendo ordenación espacial, prestación de servicios y diseño de una estrategia económica.
Mucho se ha escrito y documentado sobre el campo de Zaatari, hogar lejos del hogar de unos 80.000 sirios, situado en el Norte de Jordania, a 10 kilómetros de la frontera con Siria. Tuve el honor y el placer de ser, de 2013 a 2014, el gestor internacional o, mejor dicho, el alcalde de este campo, que en cuestión de meses se había transformado en una ciudad. Era un lugar alborotado y caótico, violento y estresante para todos los involucrados y residentes. Solo alcanzó la paz cuando todos empezamos a compartir una misma visión, a considerar el campo un asentamiento y sus actividades un ecosistema en crecimiento que debía manejarse como tal. La logística humanitaria no era la respuesta a las ambiciones de quienes se habían visto obligados a vivir en aquel campo convertido en su destino para los años venideros.
Zaatari no tiene nada de excepcional, pero nos ha enseñado varias lecciones fundamentales. No hay duda de que ha llegado a ser más visible y visitado que otros campos. En sus cinco años de existencia, se ha vuelto el campo más estudiado, y ha acercado el problema de los refugiados a un público internacional. Asimismo, se ha convertido en el símbolo de la determinación de los refugiados para que no se les considere una nueva especie que requiere un trato especial, o que se los almacene, así como de su voluntad y derecho de reconocimiento como personas que desean una vida normal.
Las personas en tránsito aspiran a recuperar la dignidad, se afanan por su independencia y a menudo son los motores más activos de la economía, si el entorno lo permite. Son pocos los que acaban…