Toda la historia del constitucionalismo americano descansa sobre la supremacía del poder legislativo. En el pasado los presidentes siempre han tenido considerables dificultades en liderar al Congreso, incluso con mayorías de su propio partido. La genialidad del presidente Donald Trump estriba en haber sabido convertir al Congreso en un circo de animales amaestrados.
Es cierto que los presidentes siempre han podido esgrimir esa única arma contra el legislativo: el veto. Sin embargo, nunca se había visto que un presidente estuviera liderando activamente la acción del legislativo como lo ha conseguido Trump. Ha propulsado la acción de un órgano paralizado dirigiendo el fracasado intento de abolir el Obamacare, la aprobación de la nueva Ley Fiscal y un presupuesto de dos años, superando el “secuestro” de los últimos tiempos, y ahora lanzándose al dramático envite de la limitación de la inmigración. Para ello, ha añadido al veto una nueva arma: el “tuiteo” con el que enardece a sus partidarios en la nación entera, en lo que casi se ha convertido en un referéndum cotidiano.
El Partido Republicano se está convirtiendo cada vez más en el partido de Trump. Una cuarta parte de libertarios, al estilo de Rand Paul, sigue insistiendo en el espíritu del “partido del té”, exigiendo la eliminación de la deuda, presupuestos equilibrados y la drástica disminución de la administración. Trump no los representa en esta dimensión pero le siguen gustosos en el resto. Otra cuarta parte, los republicanos tradicionales, conservadores elegantes de los “clubs de campo”, se ven desbordados por el populismo de sus electores, son vencidos en las primarias o se retiran de la liza. De esta manera, la mayoría del partido se siente identificado con Trump, atemorizado por su inquina, o apoya a un presidente que aun siendo ajeno a su verdadero talante conservador, está sacando…