Su influencia política está a la espera del desenlace de la lucha actual por el reconocimiento de sus derechos.
La Primavera Árabe alteró las características del vínculo de los expatriados con sus países de origen. Los regímenes de Hosni Mubarak y Zine el Abidine ben Ali, que recelaban implícitamente de estas comunidades poderosas en lo financiero y más despiertas en lo político, habían logrado confinarlas estrictamente al papel de “tutor financiero” de sus familias y clanes, que permanecían en el país. Este maná económico para los países de origen es considerable; como demuestran los 1.400 millones de dólares transferidos anualmente por los tunecinos o los 8.000 millones de dólares aportados por la diáspora egipcia. Cantidades que suponen la segunda fuente de divisas para Túnez (por detrás del turismo) y la tercera para Egipto (por detrás del turismo y el sector energético).
Para dirigir (o más bien “redirigir”) políticamente a esas comunidades en el extranjero, Mubarak y Ben Ali adoptaron la misma estrategia de red, que descansaba en las representaciones diplomáticas (embajadas, consulados…), ONG gubernamentales y militantes del Reagrupamiento Constitucional Democrático (RCD, el partido de Ben Ali) o del Partido Nacional Democrático (PND, formación de Mubarak). En el punto de mira, los refugiados políticos y, en general, todo activista político. Los medios de presión eran variados: privación del derecho a pasaporte, chantaje a la familia que permanece en el país, pena de cárcel al regresar… Esta política represiva anuló considerablemente las veleidades de los opositores, que actúan, en su mayoría, amparados por los círculos “derechohumanistas”…