Al contemplar las imágenes de aquellas multitudes barbudas e histéricas que vociferaban su desesperación alrededor de los despojos de su ídolo, era imposible no recordar el versículo del Corán: «Nuestro favor irá hacia aquellos que no poseen nada (mostathafins). Haremos jefes de ellos y les daremos toda la tierra.» Prometiendo el paraíso a los desheredados fue como el anciano de
Teherán pudo derrocar la Monarquía persa, instaurar su República islámica y sembrar el terror por el mundo. Y fueron los desheredados quienes durante ocho años cayeron en los campos de batalla del Golfo, permitiéndole satisfacer, frente a los árabes, una venganza que, finalmente, no ha alcanzado su propósito.
Cuando desembarcó el 1 de febrero de 1979 del Boeing que le devolvía de su exilio de Neauphles-le-Château, era claro que el ayatollah Rohallah Jomeini no tenía idea alguna de los problemas de gobierno que plantea un país de cincuenta millones de habitantes, tres veces más extenso que España y que abarca una veintena de etnias diferentes. El hombre que había de convertirse en amo absoluto del Irán no tenía más que una idea directriz: volver a la ley coránica.
Diez años después, Jomeini ha desaparecido, dejando una teocracia concebida únicamente para él, para él sólo. A los ojos de millones de miserables que surgieron a su llamamiento desde los bajos fondos de las barriadas ciudadanas, representaba una encarnación del Mahdi, «el Imam e Montaner», el Mesías que se espera y que no reaparecerá para siempre más que al final de los tiempos.
Para la alta jerarquía chiíta, Jomeini era el usurpador. No sólo no perteneció nunca al grupo de los grandes ayatollahs (Ayatollahs-Uzmé), sino que se hizo proclamar Valí-ve Fakih, Vicario de Dios, intérprete infalible de las leyes islámicas, que sólo puede designar el consenso de los Ayatollahs-Uzmé.
Desde la muerte…