Albert Roca es profesor de Antropología Cultural de la Universidad de Lleida, director de la Oficina de Desarrollo y Cooperación y director de la revista Studia Africana.

La reciente focalización en la agricultura subsahariana como fuente de desarrollo y de seguridad alimentaria es mucho menos innovadora de lo que parece y encierra numerosas contradicciones muy perjudiciales para una parte importante de los pueblos y poblaciones del subcontinente

En 2008 el Banco Mundial dedicó su Informe sobre el desarrollo mundial a las actividades agrarias bajo un epígrafe esperanzador:“Agricultura para el desarrollo”. El informe distinguía entre tres tipos de países donde la agricultura tenía un papel distinto en relación al desarrollo: países basados en la agricultura, países en transformación y países urbanizados. La mayor parte de los países negroafricanos se incluían en la primera categoría, aquella en la cual la agricultura debería constituir el principal motor tanto de la lucha contra la pobreza como del desarrollo en sí mismo. A primera vista, esta focalización parecía coherente con el ascenso paralelo del concepto de seguridad alimentaria pero, en realidad, no dejaba de ser una sorpresa relativa, y esa ambivalencia continúa vigente cinco años después.

Sorpresa no solo porque la institución no había centrado su informe en el agro desde 1986, sino porque esa atención contrastaba con los aparentes aires de superación de los viejos modelos desarrollistas progresivos. En estos –que tienen un ejemplo paradigmático en la llamada industrialización por sustitución de importaciones la consolidación del sector más primario condiciona el desarrollo del sector menos primario, pues los beneficios obtenidos del primero se inyectan estratégicamente en el segundo. El fracaso de estos esquemas en muchos lugares, estrepitoso (como en África) o parcial (como en América Latina), ha promovido otros enfoques de un carácter más “saltacionista” o creativo: la inversión para el desarrollo se…