Cincuenta años después de su proclamación, la Declaración Universal de Derechos Humanos se ha convertido en el texto sagrado de lo que Elie Wiesel ha llamado una “religión secular mundial”. El secretario general de la ONU, Kofi Annan, ha calificado la declaración como el “rasero por el que medimos el progreso humano”. La premio Nobel de Literatura Nadine Gordimer la ha descrito como “el documento esencial, la piedra de toque, el credo de la humanidad que, a buen seguro, resume todos los otros credos que dirigen la conducta humana”.
Los derechos humanos se han convertido en el principal artículo de fe de una cultura laica que teme no creer en nada más. La campaña militar en Kosovo ha dependido, para su legitimidad, de lo que los cincuenta años de derechos humanos hayan influido en nuestros instintos morales, debilitando la presunción en favor de la soberanía de Estado y fortaleciendo el principio en favor de la intervención cuando la limpieza étnica se convierte en política de Estado. Aun así, no está nada claro a qué nos compromete esta nueva doctrina. ¿Intervenimos en todos los lugares o solamente en algunos? Y si no intervenimos en todos los lugares ¿nos convierte eso en unos hipócritas? Y entonces, ¿qué precio estamos dispuestos a pagar? Para algunos, la cuestión estriba en cuánto “daño colateral” puede soportar el internacionalismo moral antes de que los fines defensivos queden empañados por unos medios horrendos. Para otros, la cuestión es si los principios morales tienen algún valor a menos que uno esté dispuesto a defenderlos con sangre, sudor y lágrimas.
Mientras la conciencia liberal pasa por su prueba de fuego en Kosovo, merece la pena volver de nuevo a sus orígenes para observar de cerca los derechos humanos y los principios morales que creemos están en juego. El artículo primero de la Declaración Universal proclama: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos. Están dotados de razón y conciencia y deberían actuar unos hacia otros con espíritu de fraternidad”. La Declaración Universal enuncia derechos, pero no explica por qué la gente los tiene. Como aclara Johannes Morsink en su reveladora y útil historia de la redacción de la Declaración Universal, esta omisión fue deliberada. Cuando Eleanor Roosevelt convocó por vez primera una comisión de redacción en su apartamento de Washington Square en febrero de 1947, un chino confuciano y un libanés tomista se enzarzaron en tal discusión acerca de los fundamentos filosóficos y metafísicos de los derechos que Eleanor Roosevelt llegó a la conclusión de que la única salida pasaba porque Occidente y Oriente se pusiesen de acuerdo en estar en desacuerdo.
También era evidente que cuanto menos se dijera sobre la diferencia entre lo que los firmantes practicaban y lo que predicaban, mejor. Todos tenían algo de qué avergonzarse: los norteamericanos de sus prácticas de segregación en el Sur, los canadienses del tratamiento dispensado a sus pueblos autóctonos, los soviéticos del “terror rojo”. El embarazoso estado del “es” mantuvo todas las miradas firmemente clavadas en el “debería”. El acuerdo sobre los principios fundamentales también resultó más fácil al dejar la cuestión de su aplicación sin resolver. Nada en la declaración establecía como mandato el derecho de los Estados miembros a intervenir en los asuntos de otro país para detener las violaciones de los derechos humanos. La parte de la Carta de la ONU que garantiza la soberanía del Estado no se modificó. En cambio, los redactores depositaron sus esperanzas en la idea de que al declarar los derechos como principios morales, podían fomentar una conciencia global de los mismos entre “el común de los mortales”.
La creencia en Dios también se vio cubierta por un manto de silencio. La delegación brasileña propuso que el artículo primero incluyera la proposición de que los hombres son “creados a imagen y semejanza de Dios” y que están “dotados de razón y conciencia”. Otras delegaciones, comunistas y no comunistas, se pusieron de acuerdo para rechazar estas referencias por creer que desvirtuarían el llamamiento universal de la Declaración. Los brasileños lo intentaron de nuevo reemplazando “creados a imagen y semejanza de Dios” por la expresión “por naturaleza”, pero el delegado de la China nacionalista convenció a la delegación brasileña para “evitar a los miembros de la Comisión la tarea de tener que decidir mediante votación sobre un principio que estaba, de hecho, más allá de la capacidad de la razón humana”.
La universalidad de la Declaración es también un testamento de lo que sus redactores no incluyeron
Esta secularización se ha convertido en la lingua franca de los derechos humanos globales, de la misma manera que el inglés se ha convertido en la lingua franca de la economía global. Ambos actúan como los denominadores comunes más elementales, permitiendo a la gente aparentar que comparte más de lo que realmente hace. Un silencio pragmático sobre las cuestiones fundamentales ha hecho que sea más fácil asumirlo para las diferentes culturas del mundo. Como dice el filósofo Charles Taylor, el concepto de derechos humanos “podría extenderse mejor si estuviese separado de algunas de sus justificaciones subyacentes”. La universalidad de la Declaración es tanto un testamento de lo que sus redactores dejaron fuera como de lo que incluyeron.
Lo que sí introdujeron fue un intento para proscribir el tipo de jurisprudencia que los nazis habían utilizado para pervertir el imperio de la ley en Alemania. Las estipulaciones del artículo 16 sobre la elección de libre matrimonio, que han encontrado tanta resistencia en el mundo islámico, no estaban en absoluto dirigidas contra el islam, sino contra las leyes de Nuremberg que prohibían los matrimonios entre alemanes arios y judíos. El derecho a la personalidad legal, englobado en el artículo 6, fue explícitamente escrito con el recuerdo de las expropiaciones alemanas de las propiedades de los judíos. Más allá de la jurisprudencia nazi, planeaba la sombra del propio Holocausto. El preámbulo de la Declaración evoca la memoria de “actos de barbarie que han ultrajado la conciencia de la humanidad”. Puede que la Declaración aún siga siendo hija de la Ilustración, pero fue escrita cuando la fe en ésta afrontaba su mayor crisis de confianza.
El Holocausto hizo posible la Declaración, pero su influencia fue también profundamente paradójica. La Declaración previó un mundo donde si los seres humanos eran despojados de sus derechos civiles y políticos como ciudadanos, aún podrían solicitar protección basándose en sus derechos como seres humanos. En otras palabras, bajo lo civil y lo político se encontraba lo natural. Pero el Holocausto demostró que, una vez que los derechos civiles y políticos les eran arrebatados, los seres humanos se quedaban indefensos. Como sostenía Hannah Arendt en su obra Orígenes del totalitarismo, publicada en 1951, cuando los judíos de Europa fueron privados de sus derechos nacionales o cívicos, cuando, finalmente, fueron desnudados completamente y sólo podían implorar a sus captores como simples y desnudos seres humanos, descubrieron que ni tan siquiera su desnudez despertaba en sus torturadores lo que podría llamarse piedad humana. “Parece”, escribió Arendt, “que un hombre que no es más que un hombre ha perdido las cualidades que hacen posible que otras personas lo traten como a su prójimo”. La Declaración Universal se propuso restablecer la idea de los derechos humanos precisamente en el momento histórico en que se había demostrado que no tenían punto de apoyo moral alguno.
Holocausto y descolonización
Esta paradoja define la conciencia dividida con la que hemos vivido respecto a la idea de los derechos humanos desde entonces. Defendemos los derechos humanos como principios universales, siendo plenamente conscientes de que en un lugar como Kosovo es altamente improbable que éstos puedan llegar a detener a aquéllos empeñados en la limpieza étnica. Pero hemos vivido sabiendo esto desde el Holocausto, que puso al descubierto a qué se asemejaba el mundo cuando se violaba la ley natural, cuando la tiranía gobernaba a su antojo. Si no hubiera ocurrido el Holocausto, no habría habido Declaración; pero a causa del Holocausto tampoco ha habido una fe incondicional en ella.
Aun así, la declaración podría no haberse redactado nunca si los tiempos no hubiesen conspirado para posponer las discusiones ideológicas que, de otra manera, lo podrían haber echado todo a perder. En febrero de 1947, la guerra fría ya estaba en curso, pero todavía no estaba tan envenenada por la paranoia nuclear como para hacer imposible todo avance. Mientras que figuras odiosas como Andrei Wyshinsky –el fiscal de Stalin durante el “terror rojo” de 1937-38– participaron en las deliberaciones y se aseguraron que el bloque soviético, incluida Yugoslavia, se abstuviese en la votación final sobre la Declaración, no la sabotearon del todo como habrían de hacerlo poco después. El puesto chino en el comité de redacción lo ocupaba un erudito confuciano llamado Chang. Dos años después, el delegado chino podría haber sido una persona nombrada por ese gran amigo de los derechos humanos llamado Mao Tse-tung.
Del mismo modo, la descolonización estaba en marcha, pero la hegemonía occidental del discurso de los derechos se mantuvo vigente. Con India y Pakistán ya independientes y con los holandeses y franceses comenzando a abandonar sus colonias asiáticas, las potencias imperiales tuvieron que aceptar que la Declaración era aplicable en sus todavía colonias. Al mismo tiempo, las naciones que habían logrado recientemente su independencia, la mayoría de cuyos líderes habían recibido una educación occidental, aún no se sentían obligadas a insistir en la particularidad radical de sus tradiciones morales. Muchos de estos nuevos Estados todavía no habían padecido dictaduras o guerras civiles; se creía que ganar la independencia y la libertad nacional sería suficiente para garantizar las libertades de sus ciudadanos. La irrupción de los “tigres asiáticos” y el renacimiento del islam radical estaban muy lejos. El gran conflicto filosófico entre “los occidentales y los demás”, que ha puesto en cuestión la universalidad de los derechos humanos, todavía pertenecía al futuro.
Si no hubiera ocurrido el Holocausto, no habría habido Declaración; pero por su causa no hay fe en ella
El otro factor que hizo posible el acuerdo en 1948 fue que Occidente todavía era uno. La Declaración pertenece al breve momento de la posguerra en el que los redactores compartían un talante progresista. Eleanor Roosevelt encarnaba el New Deal. John Humphrey, el profesor canadiense de Derecho que redactó el primer borrador de la Declaración, tenía vínculos con el partido socialista de su país, el CCF. Chile y Argentina estaban intensamente influidos por el socialismo latinoamericano. La tradición francesa de los derechos de 1791 estaba representada por René Cassin, que había sido el abogado del general De Gaulle en Londres durante la guerra. El discurso progresista de los vencedores de la Segunda Guerra mundial proporcionó el armazón intelectual de los redactores.
En un breve período de cinco años, todo el escenario cambió. La política progresista estaba a la defensiva; la Unión Soviética había ensayado una bomba de hidrógeno; en Checoslovaquia, algunos funcionarios habían sido asesinados por orden de Moscú; China había caído bajo el comunismo; McCarthy se dedicaba a perseguir a los internacionalistas liberales; el senador republicano John Bricker arremetía contra los documentos sobre derechos humanos de la ONU tachándolos de “completamente ajenos a la ley y tradición estadounidenses”. Uno de los primeros actos de John Foster Dulles como secretario de Estado fue sacar a Eleanor Roosevelt de la comisión de derechos humanos de la ONU, proclamando que Estados Unidos “no se convertiría en parte de ningún tratado sobre derechos humanos aprobado por las Naciones Unidas”. EE UU no hizo ningún esfuerzo, efectivamente, por convertir la Declaración en un convenio vinculante. Los sucesivos secretarios de Estado, desde Dulles hasta Kissinger, consideraron los derechos humanos como un obstáculo a su política de gran potencia.
Desde 1948 hasta el Acta Final de Helsinki en 1975, había dos culturas de los derechos humanos en el mundo: la socialista y la capitalista; una en la que priman los derechos sociales y económicos, y otra que antepone los derechos civiles y políticos a los económicos. Las polémicas estériles entre ambas hicieron imposible una cultura de los derechos humanos genuinamente global.
Si se analiza retrospectivamente, la oportunidad de 1948 fue ciertamente breve. Tanto que bien podría uno preguntarse cómo pudo surgir un movimiento global de derechos humanos. En un documentado trabajo, William Korey sostiene que la expansión global de los derechos humanos se debe mucho más a organizaciones no gubernamentales (ONG) como Amnistía Internacional y Human Rights Watch que a la propia ONU o a los gobiernos. Incluso antes de que la Declaración fuese promulgada, la Comisión de derechos humanos de la ONU decretó que “no tenía poder para llevar a cabo ninguna acción en relación a ninguna queja respecto a los derechos humanos”. Esta capitulación por parte de los Estados miembros del principio de soberanía del Estado no detuvo a un grupo anterior de ONG, como la Sociedad Antiesclavitud, B’ nai B’ rith y a la federación francesa para los derechos del hombre a la hora de presentar casos de derechos individuales ante los organismos de la ONU. Aunque estos organismos no podían hacer nada, los Estados miembros fueron puestos en evidencia con la publicidad. Pero hasta finales de los años sesenta el sistema de la ONU no empezó a autorizar informes sobre derechos humanos que fueran críticos con países concretos, como Suráfrica, Haití o la Grecia de la dictadura militar.
El estudio de William Korey subraya el importante papel desempeñado por una nueva generación de ONG como Amnistía Internacional, fundada en 1961, a la hora de obligar a la ONU a cuestionar el principio según el cual las violaciones de los derechos humanos eran un asunto interno de los Estados miembros. Al principio, los objetivos eran relativamente fáciles: Estados parias como Suráfrica; pero los objetivos más difíciles, como la Unión Soviética, permanecieron intocables hasta los años ochenta. Una vez más, fue la presión desde abajo, especialmente la de los grupos judíos norteamericanos que demandaban la libertad de emigración para los judíos soviéticos, la que obligó a los políticos a actuar –por ejemplo, apoyando la enmienda Jackson-Vanik de 1974– y, gradualmente, impusieron los derechos humanos en la agenda de las cumbres EE UU-URSS. El trabajo de Korey sobre la presión ejercida por las ONG es útil y exhaustivo, pero pasa por alto cuestiones más amplias, especialmente las referentes al vínculo entre la difusión mundial de los derechos humanos y la globalización económica. A medida que la economía de mercado global pulverizaba la sociedad y moral tradicionales y ensamblaba cada rincón del planeta convirtiéndolo en una única máquina económica, los derechos humanos surgieron como el credo secular que la nueva clase media mundial necesitaba para justificar su dominación sobre el nuevo orden cosmopolita.
El surgimiento de un mercado global ha contribuido a la difusión de los derechos humanos
Ésta es la tesis de Kenneth Anderson, quien fuera un activista de Human Rights Watch y ahora es profesor de Derecho en una universidad norteamericana. “Dado el interés de clase de los internacionalistas que están llevando a cabo esta agenda”, escribe, “la reivindicación del internacionalismo es una impostura. El universalismo es un mero globalismo y, además, un globalismo cuyos términos clave son establecidos por el capital”. Esto me parece una obstinación fuera de toda regla. Los activistas de ONG que dedican sus vidas a desafiar las prácticas de empleo de gigantes internacionales como Nike o Shell se quedarían atónitos al descubrir que habrían estado sirviendo a los intereses del capital global desde el principio. Anderson mezcla el globalismo y el internacionalismo y confunde dos clases, la de los globalistas del libre mercado con los internacionalistas de los derechos humanos, cuyos intereses y valores están en conflicto.
No es necesario compartir la perspectiva de Anderson para aceptar que el surgimiento del mercado global ha contribuido a la difusión de los derechos humanos, ya que los mercados rompen las estructuras sociales tradicionales. Pero mientras los mercados crean individuos, como compradores y vendedores de bienes y trabajo, éstos a menudo quieren que los derechos humanos les protejan precisamente de las indignidades e indecencias del mercado. Es más, la dignidad que tales personas quieren proteger no proviene necesariamente de los modelos occidentales. Las mujeres que en Kabul acuden a las agencias occidentales de derechos humanos buscando protección frente a las milicias talibán no quieren dejar de ser esposas y madres musulmanas; quieren una combinación de respeto de sus tradiciones y ciertas prerrogativas “universales”, como el derecho a la educación o a una atención médica profesional proporcionados por una mujer.
Anderson escribe como si los derechos humanos siempre fueran impuestos desde las altas esferas por una elite internacional resuelta a “salvar al mundo”. Pasa por alto hasta qué punto la demanda de derechos humanos proviene desde abajo. En Pakistán, por ejemplo, son los grupos locales de derechos humanos, no las agencias internacionales, los que están conduciendo la lucha para defender a las mujeres pobres del campo e impedir que sean quemadas vivas cuando desobedecen a sus maridos; son las paquistaníes musulmanas las que critican la manera grotesca en que el islam está siendo distorsionado para dotarse de una justificación ante unos malos tratos tan graves.7 Los derechos humanos se han hecho globales, pero también locales.
Los críticos no occidentales del lenguaje de los derechos humanos le reprochan su individualismo a costa de los deberes sociales, pero esto podría ser justamente lo que lo hace tan atractivo, por ejemplo, para las mujeres atrapadas en sociedades en las que la opresión por parte de los hombres se basa en la costumbre, la ley y la religión. Sencillamente no es cierto, como afirman los críticos islámicos y asiáticos, que los derechos humanos impongan la forma de vida occidental a sus sociedades. Pese a todo su individualismo, los derechos humanos no necesitan partidarios para librarse de sus otras ataduras culturales. Jack Donnelly, uno de los más respetados filósofos de los derechos humanos, sostiene que “un planteamiento de los derechos humanos supone que las personas están mejor preparadas y, en cualquier caso, tienen derecho a elegir una vida agradable por sí mismas”. Lo que la Declaración estipula es el derecho a elegir y, específicamente, el derecho a irse cuando la libertad de elección es negada. La difusión global del lenguaje de los derechos nunca habría ocurrido de no haber sido estas proposiciones atractivas para millones de personas, especialmente mujeres, en sociedades teocráticas tradicionales o patriarcales. El mismo fenómeno de presión desde abajo se puso en marcha en la revolución de los derechos que se extendió velozmente en Europa oriental en los años setenta y ochenta.
A principios de los setenta, los ministerios europeos de Asuntos Exteriores habían acordado más o menos pacíficamente la división del continente. En efecto, el Acta Final de Helsinki de 1975 estaba diseñada para dar un sello de aprobación occidental al ámbito soviético de interés. Como quid pro quo los gobiernos occidentales presionaron para que se incluyese una “cesta” de los derechos humanos en el acuerdo final. El contenido de esa cesta, como explica William Bundy en su libro sobre la diplomacia de Kissinger, no vino de los ministerios de Asuntos Exteriores, “sino en gran parte de las organizaciones privadas de la sociedad civil, con raíces y lazos internacionales que ya se están desarrollando por sí mismos”, organizaciones como la Conferencia Nacional sobre Judaísmo Soviético, Casa de la Libertad, y la US Helsinki Watch. Un liderazgo soviético desesperado por asegurarse la aquiescencia occidental en el acuerdo de Yalta concedió a los europeos del Este el derecho a tener organizaciones de derechos humanos, sin darse cuenta de que esto abría la puerta al Grupo Helsinki Watch de Moscú de Yuri Orlov, a la Solidaridad polaca, al Charter 77 checo y a los otros movimientos de derechos que, finalmente, propiciaron el desmoronamiento del sistema soviético. La historia de Helsinki sugiere que la demanda desde abajo de derechos humanos ha tenido un impacto político que ni los gobiernos occidentales ni la clase global de Anderson han podido controlar.
Al mirar ahora hacia atrás, podemos ver que Helsinki también representaba la capitulación de la versión socialista de los derechos ante las ambiciones universalizantes de sus competidores. Después de Helsinki ya no existían dos culturas de los derechos en el mundo, sino una. Con todo, como los derechos humanos han pasado de ser un credo insurgente a una ideología oficial, han perdido parte de su poder moral. Los líderes democráticos simulan “avanzar” en la agenda de los derechos humanos, y muchos de los tiranos del mundo fingen escuchar. Como el presidente Bill Clinton ha experimentado en carne propia, su estímulo al activismo en materia de derechos humanos en China en su última visita, parece que sólo ha dado como resultado la mayor campaña de represión contra la disidencia desde los hechos de la plaza de Tiananmen en 1989.
Después de Helsinki
A los cincuenta años, los derechos humanos se encuentran en lo que Morsonk llama la “crisis de los cincuenta”. Las ONG constituyen un movimiento grande y amorfo, pero muchos de sus componentes son de mediana edad y están encerrados en una oficina; sus energías se disipan en la competencia entre agencias por el dinero y la publicidad. La acuñación del término vergüenza pública –el recurso esencial del movimiento de las ONG– ha sido falsificada; también ha sido inflada con demandas para que Occidente reconozca un derecho al desarrollo que estipularía la transferencia de recursos de los países ricos a los pobres. El alivio de la deuda es una buena causa y también lo son las campañas para incrementar las cifras, ridículamente bajas, que los países ricos dedican a la ayuda y al desarrollo de los países pobres. Pero las buenas causas no se hacen mejores confundiendo las necesidades con los derechos. La inflación de los derechos reduce el valor real del lenguaje de esos derechos.
Los tratados, agencias y otros instrumentos de los derechos humanos se multiplican y, aun así, el volumen y la escalada de las violaciones a los derechos humanos sigan el mismo ritmo. En parte, es un problema de éxito –las violaciones ahora son más visibles– pero también es una señal de fracaso. Ninguna época ha sido nunca tan consciente de la distancia entre lo que practica y lo que predica. Camboya, Sudán, Bosnia, Chechenia y, ahora, Kosovo demuestran que la difusión de una conciencia de los derechos humanos global no ha conseguido detener la propagación de lo que el ex secretario general de la ONU, Butros Butros-Gali, una vez llamó “la cultura de la muerte”.
A los cincuenta, se extiende la sensación de que hay que afrontar los silencios de la Declaración
La “crisis de los cincuenta” de los derechos humanos no es sólo la discrepancia entre lo que los Estados dicen y lo que hacen. También existe una crisis filosófica: una sensación de que hay que afrontar los silencios en la Declaración. El laicismo de sus premisas está cada vez más en duda en un mundo en el que resurgen las convicciones religiosas. Aunque el desafío a los derechos humanos lanzado por el islam radical y por los defensores de los valores asiáticos ha atraído la mayor parte de la atención, cada vez oímos más retos desde el seno mismo de la tradición occidental. El lenguaje sobre los derechos empleado por los padres fundadores de Estados Unidos era religioso y han sido, precisamente, los pensadores filosóficos norteamericanos los que han lanzado un desafío más directo a las premisas laicas de la Declaración Universal. Michael Perry, un filósofo del Derecho en la Universidad de Wake Forest, cree que la idea de los derechos humanos es “indeleblemente religiosa”. A menos que uno crea, dice, que cada ser humano es sagrado, no parece haber una razón convincente para afirmar que su dignidad debería ser protegida con derechos. Max Stackhouse, un teólogo de la Universidad de Princeton, argumenta que la idea de los derechos humanos tiene que fundamentarse en la idea de Dios o, al menos, en la de “leyes morales trascendentes”. Los derechos humanos necesitan una teología para poder explicar, en primer lugar, por qué los seres humanos tienen “el derecho a tener derechos”.
Lo que parece molestar a estos pensadores es la sospecha de que los derechos humanos son sólo otra forma de invención arrogante que pone al hombre en un pedestal cuando debiera estar en el fango. Si los derechos humanos existen para definir y poner límites al maltrato a los seres humanos, entonces su filosofía subyacente –presuponen los pensadores con inclinaciones religiosas– debería definir al ser humano como una bestia que necesita restricciones. Por el contrario, los derechos humanos hacen del hombre la medida de todas las cosas y, desde un punto de vista religioso, esto es una forma de idolatría.
Sin embargo, no está claro en absoluto por qué los derechos humanos necesitan la idea de lo sagrado. ¿Por qué necesitamos una idea de Dios para creer que los seres humanos no deberían ser golpeados, torturados, coaccionados, adoctrinados o sometidos a cualquier forma de sacrificio en contra de su voluntad? Estas intuiciones derivan de nuestra propia experiencia del dolor y de nuestra capacidad de imaginar el dolor de los demás. Creer que los hombres son sagrados no refuerza necesariamente estos mandatos. Lo opuesto es a menudo cierto: los actos de tortura o persecución se justifican frecuentemente por servir a un propósito sagrado. Una defensa laica de los derechos depende de la idea de reciprocidad moral: no concebir ninguna circunstancia en la que nosotros o cualquiera que conozcamos desearía ser maltratado psicológica o físicamente.
Que seamos capaces de este experimento mental, por ejemplo, que podamos imaginar el dolor y la degradación infligida a otros como si se tratara de nosotros mismos es sencillamente una característica de nuestra especie. Al ser capaces de tal empatía, todos poseemos una conciencia y, porque es así, deseamos ser libres para tomar nuestras propias decisiones y expresar nuestras propias justificaciones desde nuestro punto de vista. El hecho de que haya muchos seres humanos que permanecen indiferentes frente al dolor de otros no implica que no lo puedan imaginar ni prueba que no posean una conciencia; solamente implica que esta conciencia es libre para hacer tanto el bien como el mal. Estos hechos naturales acerca de los seres humanos proporcionan los fundamentos de un derecho a la protección frente al maltrato físico y mental y el derecho a la libertad de pensamiento y expresión.
Mientras que tal concepción solamente proporciona el fundamento para un núcleo de derechos civiles y políticos, el premio Nobel Amartya Sen sostiene que si se garantizan dichos derechos, permitiría a los seres humanos defender una gama más amplia. El derecho a la libertad de expresión no es, como Bertold Brecht y la tradición marxista mantenían, un lujo burgués, sino que tal vez sea la condición previa para tener cualquier otro derecho. “Nunca se ha vivido una hambruna”, observa Sen, “en ningún país con un sistema democrático de gobierno y una prensa relativamente libre”. El Gran Salto Adelante en China, en el cual perecieron entre veintitrés y treinta millones de personas como resultado de unas políticas irracionales, implacablemente aplicadas a pesar de su evidente fracaso, nunca se habría permitido en un país con los mecanismos autocorrectores de una prensa libre y una oposición política. Y otro tanto ocurre respecto al argumento tan frecuentemente oído en Asia según el cual el “derecho al desarrollo”, al progreso económico, debería anteceder a su derecho a la libertad de expresión y a un gobierno democrático.
Ninguna hambruna se ha producido jamás en un sistema democrático, con una prensa libre
Tal defensa secular de los derechos humanos necesariamente dejará insatisfechos a los pensadores religiosos. Para ellos, el humanismo secular es el producto de la civilización europea última y no es probable que logre la aprobación de las culturas no europeas y no seculares. Así, en este año del cincuenta aniversario se ha hecho un gran esfuerzo para probar que los fundamentos morales de la Declaración Universal provienen de los fundamentos de las principales religiones de todo el mundo. La Declaración Universal se reinterpreta como la recapitulación de la sabiduría moral acumulada a lo largo de los tiempos.
Paul Gordon Lauren comienza su historia de la idea de los derechos humanos con un inventario de las religiones del mundo, concluyendo con la afirmación de que “la valía moral de cada persona es una creencia que ninguna civilización individual o pueblo o nación o área geográfica o, incluso, ningún siglo puede reivindicar especialmente como propia”. Este sincretismo religioso es inocuo en tanto que retórica histórica. Pero, como el mismo Lauren reconoce, solamente la cultura occidental ha convertido proposiciones ampliamente compartidas sobre la dignidad y la igualdad humanas en una doctrina efectiva sobre los derechos. Esta doctrina no se originó en Yeda (Arabia) o Pekín, sino en Amsterdam, Siena y Londres, allí donde los europeos se esforzaron por defender las libertades y privilegios de sus ciudades y haciendas frente a la nobleza y el emergente Estado nacional.
Señalar los orígenes europeos de los derechos no es aprobar el imperialismo cultural occidental. La prioridad histórica no confiere superioridad moral. Como ha indicado Jack Donnelly, la función histórica de la Declaración no era universalizar los valores europeos sino prohibir eternamente algunos de ellos; como por ejemplo, el racismo, el sexismo y el antisemitismo. Los enemigos no occidentales de los derechos humanos consideran las proclamaciones de “universalidad” como un ejemplo de la arrogancia y de la insensibilidad occidentales. Pero la universalidad propiamente dicha significa coherencia: Occidente está obligado a practicar lo que predica. Esto pone a Occidente, no menos que al resto del mundo, a prueba de forma permanente. Los regímenes de derechos humanos genuinamente “universales” harían bien en condenar las leyes sobre la pena de muerte promulgadas por veintiocho Estados norteamericanos, en no menor medida que la sharia que prescribe la muerte mediante lapidación por cometer adulterio.
La unanimidad moral del propio Occidente está empezando a fracturarse
Mientras la disputa moral entre “los occidentales” y “los demás” monopoliza la mayor parte de la atención, la novedad verdaderamente interesante es cómo la unanimidad moral del propio Occidente está empezando a fracturarse. El discurso norteamericano sobre los derechos perteneció hace tiempo a la tradición de la ley natural europea, pero este sentimiento de anclaje común compite ahora con un creciente sentimiento de excepcionalidad moral y legal. Tal excepcionalidad puede expresarse como el narcisismo de los derechos, una convicción de que ningún estatuto legal internacional tiene nada que enseñar a la tierra de Jefferson y Lincoln. Este narcisismo está acentuado por la experiencia de ser la nación con más éxito del mundo y la única superpotencia rápida a la hora de usar el lenguaje de los derechos humanos para criticar a algunos países, a la vez que pasa por alto las violaciones a los derechos humanos en otros donde ve que sus intereses están en juego.
Un factor adicional es el fuerte impacto de la religión evangélica en la política norteamericana, que en la actualidad va por delante en el ámbito de los derechos humanos en exigir libertad religiosa para las minorías cristianas en lugares como el sur de Sudán y China. Tales exigencias están ciertamente justificadas en vista de la cruel persecución que sufren los cristianos y creyentes de otra religión en ambos países, persecución que ha sido descrita por Nina Shea en su obra In the Lion’s Den. Pero ninguna otra sociedad occidental permite que su política en materia de derechos humanos sea tan enérgicamente conducida por sus propias minorías religiosas. Esta postura presenta el riesgo de que llegue a preocuparse sólo por cuanto les suceda a los creyentes más próximos.
La política de Estados Unidos
La política de derechos humanos norteamericana es paradójica: una nación con una gran tradición de derechos, que encabeza el mundo en la denuncia de las violaciones a los derechos humanos, pero que se comporta de forma miserable respecto a las convenciones internacionales. EE UU fue el último país en ratificar la Convención contra el genocidio, y el único que aún no ha ratificado la Convención sobre los derechos del niño. Es el único país occidental que mantiene la pena de muerte y el único, además de Libia, Arabia Saudí, Irán y China, que todavía ejecuta a adolescentes retrasados mentales y a enfermos psíquicos. La indiferencia norteamericana frente a las normas internacionales enfurece a sus aliados. Canadá y Paraguay han protestado recientemente por la negativa de Estados norteamericanos a permitir a sus ciudadanos condenados a pena de muerte, el acceso a la embajada o a la representación consular como estipula la Convención de Viena. En el caso de un canadiense a la espera de ser ejecutado por asesinato en Tejas, se dijo que dicho acceso podría haber permitido al acusado conseguir una coartada.
Human Rights Watch y Amnistía Internacional han mostrado hasta qué punto a los observadores de los derechos humanos internacionales se les niega el acceso a las cárceles norteamericanas, y cómo la administración estadounidense hace caso omiso de los informes internacionales sobre las violaciones de los derechos, especialmente en sus cárceles y en la brutalidad de la policía local, mientras defiende la universalidad de las normas de los derechos humanos en el exterior.
Estados Unidos también ha encabezado la oposición a establecer un Tribunal Penal Internacional (TPI) para juzgar los crímenes contra la humanidad. En la conferencia de la ONU de Roma celebrada para crear el tribunal, EE UU junto con Irán, Irak, China, Libia, Argelia y Sudán votaron en contra de lo que podría ser la institución de derechos humanos más importante del próximo siglo. El problema es que esto condena al tribunal al fracaso, ya que su efectividad depende de la jurisdicción universal. EE UU votó en contra, a pesar de la posibilidad de poder obtener algo parecido a la inmunidad contra el procesamiento de sus ciudadanos si apoyaba el tratado.
La oposición al TPI no se reduce a senadores norteamericanos aislacionistas como Jesse Helms. También se oponen personas que se consideran internacionalistas convencidos, como el escritor David Rieff, que exigió una enérgica intervención norteamericana para detener la guerra en Bosnia. En un reciente artículo, lanzó la acusación, con cierta justicia, de que las concesiones hechas a los norteamericanos han destruido desde dentro al TPI. Los Estados que no ratificaron el tratado, ya sea Irak o EE UU, no aceptarán la jurisdicción del Tribunal ni le entregarán a sus criminales de guerra. De manera más genérica, Rieff pone objeciones a la idea misma de que el recurso a los tribunales sea una respuesta adecuada al horror absoluto de las violaciones a los derechos humanos en Camboya, Ruanda, Bosnia y Sudán. Desde su punto de vista, toda la premisa de construir un orden jurídico internacional basado en las normas universales de derechos humanos y respaldado por los tribunales es defectuosa, puesto que tales normas no tienen impacto alguno a la hora de disuadir a los dictadores y a aquéllos que llevan a cabo limpiezas étnicas de usar el terror para lograr sus fines.
El éxito de los procesamientos de militares y sus condenas han roto el ciclo de impunidad
La única disuasión confiable, según Rieff, es el uso de la fuerza o la amenaza de su uso por parte de EE UU y sus aliados. El que haya más tratados, más tribunales, más conciencia de los derechos humanos, más organizaciones de la ONU significa poco o nada si no hay una superpotencia claramente decidida a acabar con la limpieza étnica, el genocidio o la agresión territorial. En efecto –argumenta Rieff– aquéllos que defienden el tribunal parecen creer que la disuasión judicial puede sustituir el uso efectivo de la fuerza militar para detener los abusos humanitarios. “El tribunal”, escribe, “es el consejero de la desesperación. Su base lógica real proviene de la esperanza de que, de alguna manera, la ley nos puede rescatar de situaciones de las que la política y el arte de gobernar no han podido librarnos”.
Rieff no solamente cuestiona al TPI, sino que pone en duda la relevancia de las normas e instrumentos de los derechos humanos para controlar la barbarie en el mundo contemporáneo. Pero su razonamiento se me antoja imperfecto. Incluso si aceptamos que las normas sobre los derechos humanos no son disuasorias, de ello no se puede deducir que son inútiles. Continuamos creyendo en el imperio de la ley dentro del Estado-nación, aun cuando nuestras leyes civiles y criminales internas son incapaces de disuadir. Between vengeance and Forgiveness, el análisis lleno de matices, sutil y bien escrito de Martha Milow sobre el trabajo de los tribunales internacionales de Nuremberg a Arusha, muestra que todavía merece la pena tener una ley a la que se rinda culto con la infracción más que con el cumplimiento. Sus conclusiones son cautas: “No considero juicioso afirmar que los procesamientos internacionales e internos por crímenes de guerra y otros horrores por sí mismos creen un orden legal y moral internacional, eviten los genocidios o fragüen la transformación política de los regímenes previamente opresores”.
Hasta ahí está de acuerdo con Rieff, como también lo estaría cualquier observador experimentado. Pero ella defiende los tribunales internacionales pese a tales limitaciones. Son valiosos –sostiene– porque cuando castigan a los criminales, también afirman, condenan y purifican. También establecen verdades concretas que hacen más difícil para los futuros regímenes falsificar los archivos históricos. El éxito de los procesamientos de oficiales ruandeses de alto rango de genocidio en el Tribunal de Arusha y las condenas de criminales de guerra en Bosnia en La Haya rompieron de hecho el “ciclo de impunidad”, al menos para estos bárbaros.
A pesar de lo que afirma Rieff, nadie que apoye un tribunal internacional cree que puede ser un sustituto efectivo de la intervención política. Por sí mismo, solamente puede juzgar a los individuos, pero a más largo plazo el éxito de los procesamientos podría alterar el equilibrio del Derecho internacional consuetudinario contra la no intervención en los asuntos internos de los Estados. La significación histórica a largo plazo de la revolución de los derechos de los últimos cincuenta años es que ha empezado a erosionar la inviolabilidad de la soberanía de Estado y a justificar una intervención militar y política efectiva. ¿Se hubiera llegado a producir una intervención norteamericana en Bosnia si la opinión pública internacional no tuviera sobre sus espaldas cincuenta años de concienciación de que hay crímenes contra la humanidad y violaciones a los derechos humanos que deben ser castigados allí donde se produzcan? ¿Habría un refugio seguro para los kurdos en el norte de Irak? ¿Estaríamos en Kosovo?
Rieff tiene motivos para ser escéptico sobre la retórica internacionalista que habla de una “comunidad internacional” y una “conciencia global” basadas en los derechos humanos. Cincuenta años después de la Declaración Universal, la soberanía del Estado sigue siendo el pilar principal del sistema internacional. También hay que destacar que los derechos humanos siguen sin estar protegidos por los tratados internacionales sino por las Constituciones de los Estados democráticos. El control internacional de los derechos humanos en Estados fallidos o en los que tienen gobiernos autoritarios es un pobre sucedáneo de la protección a los derechos humanos que otorga el que las personas mismas pueden elegir a un gobierno en el que confían. Pero por muy pobre que sea, ese sucedáneo quizá sea el único remedio disponible. Hasta que la autoridad legítima se pueda consolidar en Estados autoritarios o fallidos, las vidas y libertades de la gente corriente continuarán dependiendo de lo que puedan hacer las ONG, el sistema de la ONU y el movimiento mundial de los derechos humanos.
El desencanto de Rieff respecto a la ONU y al activismo de los derechos humanos le hace sentir nostalgia por un orden westfaliano de ilimitada soberanía del Estado, controlado por el poder norteamericano. En dicho orden, si hay crímenes contra la humanidad que castigar, hacerlo dependería de los misiles de crucero norteamericanos y, muy ocasionalmente, de los “marines”. Puede que esto sea lo más cómodo para los norteamericanos, pero deja intranquilos incluso a los mejores amigos de EE UU. El desafío que tenemos por delante es cómo definir un derecho de intervención en los asuntos de otro país, que no sea tan amplio como para autorizar el imperialismo norteamericano y tampoco tan estrecho como para que nos convirtamos en espectadores del horror.
Aryeh Neier, durante muchos años uno de los activistas de derechos humanos norteamericanos más respetado, ha presentado argumentos de peso a favor de un tribunal permanente en un estudio autorizado y de gran alcance sobre la respuesta internacional a los crímenes de guerra.20 Es tan consciente como Rieff de las debilidades del tribunal, especialmente el poder del Consejo de Seguridad de la ONU para impedir que realice investigaciones y abra procesamientos. Pero si tuviera éxito en establecer su independencia procesal de las grandes potencias y en abrir procesamientos, contribuiría al surgimiento de un sistema internacional que niega refugios seguros a los futuros Pinochets y Pol Pots del mundo. Debido a esta curiosa alianza entre aislacionistas de extrema derecha como el senador Helms y activistas desilusionados como Rieff, EE UU se encuentra solo en un orden internacional emergente basado en normas universales sobre los derechos humanos y los tribunales internacionales. Este hecho enfrenta a activistas norteamericanos de los derechos humanos tanto con su propia sociedad como con los violadores de derechos del exterior. De todas la ironías en la historia de los derechos humanos desde la Declaración, la que más asombraría a Eleanor Roosevelt es hasta qué punto su propio país es ahora el que es diferente.
En los próximos cincuenta años, esperamos ver que el consenso moral que sustentó la Declaración Universal en 1948 se resquebraje aún más. A pesar de toda la retórica acerca de los valores comunes, la distancia entre EE UU y Europa sobre los derechos humanos está creciendo, de la misma forma que la distancia entre los occidentales y los demás tiene que agrandarse también. Esto no significa el final del movimiento de los derechos humanos sino su tardía llegada a la mayoría de edad, el reconocimiento de que vivimos en un mundo plural, integrado por distintas culturas que tienen derecho a la misma consideración en el debate sobre qué podemos y no podemos, deberíamos y no deberíamos hacer a otros seres humanos.
En este debate, el terreno que compartimos puede que sea bastante limitado: no mucho más que la intuición básica de que lo que es dolor y humillación para otros tiene que ser dolor y humillación para uno. Pero esto ya es algo. En dicho futuro, los derechos no serán el credo universal de una sociedad global, tampoco una religión secular, sino algo mucho más limitado y aun así igualmente valioso: el terreno común sobre el cual nuestras discusiones podrán empezar. La discusión principal versará sobre qué medios elegimos para perseguir los fines que hemos acordado. La debilidad de los derechos humanos como lenguaje es que moraliza sobre los fines políticos a la par que nos deja cojeando en la elección de los medios. Hay momentos, y Kosovo es uno de ellos, en que necesitamos ser tan implacables y decididos en nuestra elección de los medios como magnánimos a la hora de elegir los fines.