El 20 de enero de 1921, la Gran Asamblea Nacional Turca aprobaba la Teskilat-i Esasiye Kanunu, la conocida como ley de Organización Fundamental. Pasarían tres años hasta que Mustafá Kemal, más conocido como Atatürk (“padre de los turcos”), proclamase la República de Turquía, pero la nueva ley marcó el punto de inflexión que condujo a un nuevo orden en la península de Anatolia.
El nuevo país, llamado Turquía, se estructuraba, muy al contrario que el Imperio Otomano, según modelos modernos. Sería administrado por las ramas ejecutiva y legislativa del gobierno, así como por un consejo de ministros compuesto por representantes electos al Parlamento. La antigua autoridad del sultán, que dirigía en solitario con legitimidad política y religiosa, fue entregada a legisladores que representaban la soberanía del pueblo.
Más que cualquier otra reforma, la ley de Organización Fundamental representó el cambio del poder dinástico a la modernidad. Fue este mismo cambio sobre el que han decidido los turcos en el referéndum del pasado 16 de abril. El día de la consulta, se insistió mucho en que el resultado determinaría el poder de la presidencia del país y de la persona que ocupa actualmente ese cargo, Recep Tayyip Erdogan, notable por su capacidad de polarización. Sin embargo, lo que se votaba era mucho más que eso. Lo entendieran o no, los turcos que votaron Sí dejaron patente su oposición a la ley de Organización Fundamental y a la modernidad que Atatürk había imaginado y representado. Aunque la oposición ha contestado el recuento final de votos, la ciudadanía turca parece haber dado a Erdogan y a su partido, el de la Justicia y el Desarrollo (AKP, por sus siglas en turco), la venia para reorganizar el Estado turco y, en el proceso, anular los valores sobre los que se construyó. Aunque desmoralizado…