Ya antes de que Lenín Moreno ganara las elecciones presidenciales de Ecuador el 2 de abril de 2017, los debates giraban en torno a la posibilidad o no de que el futuro presidente quisiera o pudiera distanciarse de la manera de gobernar y entender las relaciones de poder de su antecesor, Rafael Correa. Los más optimistas sostenían que para ello sería necesario recurrir a una nueva Asamblea Constituyente, a pesar de que la anterior refundación se celebró en Montecristi hace solo 10 años, y que dio lugar a la que Correa bautizó como la mejor Constitución, a la que auguró 300 años de duración.
El adanismo de los nuevos gobiernos no es un fenómeno ecuatoriano. Últimamente se han refundado Venezuela (1999) y Bolivia (2006); y es posible que nos adentremos en una ola de asambleas constituyentes si Andrés Manuel López Obrador gana las elecciones mexicanas y Gustavo Petro las colombianas. Cabe recordar que la Constitución colombiana de 1991 es la primera encuadrada en el nuevo constitucionalismo latinoamericano, cuya seña de identidad es el protagonismo de las asambleas constituyentes que surgen y son legitimadas por el voto directo de los ciudadanos. He aquí la primera reflexión: si bien no se ha inventado un mejor sistema para elegir y dar legitimidad que el voto de los ciudadanos, resulta arriesgado refundar un país coincidiendo con la euforia del ganador de las elecciones a la presidencia, más si se toma en cuenta que este tipo de elección genera escenarios polarizados y mayorías ficticias. Para reformar las instituciones –no digamos para diseñar la constitución– hay que pensar en un modelo plural, sustentado en el respaldo de la mayoría de los actores políticos representativos, que están obligados a actuar bajo el supuesto de que, si hoy son gobierno, mañana pueden ser oposición. En caso contrario, pasará…