La Unión Europea atraviesa una crisis existencial. Sus líderes tienen mucho de lo que ocuparse: el Brexit y sus consecuencias, la migración y la crisis de los refugiados, el ascenso de la derecha nacionalista en Italia y Europa Central y del Este, la evasión de impuestos de sociedades a nivel global, el aumento de la volatilidad parlamentaria, la amenaza de la guerra comercial con Estados Unidos, el creciente poder de China y el aumento de las inquietudes geopolíticas y de seguridad en las relaciones con Rusia.
Dada la magnitud de estos problemas, es natural olvidar que hace menos de una década, la UE se enfrentaba a la mayor crisis financiera desde 1929. Tanto la historia de fondo de 2008 como la gran recesión que la siguió han sido adecuadamente relatadas. Sus orígenes pueden encontrarse en la liberalización de los mercados de capital, la desregulación bancaria y el acentuado aumento de los flujos de crédito, tanto entre países como en el seno de la banca global. Estas circunstancias provocaron una gran burbuja inmobiliaria en EEUU. Cuando la burbuja estalló y su onda expansiva se extendió por el resto del mundo, los mercados entraron en pánico.
Las particularidades de la crisis bancaria mundial se agudizaron en la zona euro, que se diseñó como una unión monetaria entre democracias capitalistas muy diversas. Dichas democracias compartían moneda, pero la homogeneización no afectaba a la banca ni a los regímenes fiscales. En efecto, cuando se produjo la conmoción en los mercados, nadie estaba capacitado para reaccionar y resolver el problema. Los Estados miembros habían dejado el diseño de las políticas macroeconómicas en manos del Banco Central Europeo, el cual, si bien finalmente actuó para salvar el euro, debía ceñirse a una legislación estricta. Desde el punto de vista político, la zona euro carecía de la…