Mobutu Sese Seko, aquel joven militar, decidido y astuto, por el que la CIA apostó a mediados de la década de los sesenta para aniquilar a los líderes nacionalistas o prosoviéticos congoleños, defraudó todas las esperanzas puestas en él. Con el objetivo de convertir al Congo en una cabeza de puente de Estados Unidos, en su cruzada contra la expansión comunista en la zona, le encargaron la neutralización de los movimientos y líderes secesionistas. Confiado en el apoyo occidental a su misión, basó su legitimidad en el incondicional respaldo militar y financiero exterior. Sin ninguna preocupación por los asuntos internos salvo el enriquecimiento personal, Mobutu sojuzgó al pueblo con falsos y manipuladores discursos nacionalistas de independencia y autenticidad africana, junto a la depravación y corrupción generalizadas, y desarrolló una inédita capacidad de represión. Son estas prácticas las que explican la excepcional longevidad de la dictadura mobutista.
Junto a la legitimidad esencialmente externa de su régimen, inspirada en un “anticomunismo primario”, Mobutu se dotó de otra legitimidad, esta vez interna, basada en la intimidación, la astucia, la distribución de prebendas y la cooptación de líderes tribales para conseguir una relativa paz social entre las distintas nacionalidades, paz de la que se servirá constantemente para chantajear a Occidente y a sus compatriotas.
Una vez terminada la guerra fría, período en el que se le utilizó para lograr la estabilidad regional e interna, Mobutu, lejos de buscar la transformación de su régimen, creó nuevas formas de legitimidad y provocó situaciones de desestabilización en la región y en el propio país, para presentarse, ante sus mentores, como imprescindible. Pero, sin darse cuenta, él mismo, en su obsesión por perpetuarse en el poder, creó las bases externas, regionales e internas de su aislamiento y su subsiguiente caída. De ésta se encargaron, ironía del destino, sus incondicionales aliados externos, decepcionados de su régimen por la falta de ética; los países vecinos, agredidos y desestabilizados en búsqueda de revancha; su ejército, al que dividió y redujo su carácter operativo para prevenir el golpe de Estado; la oposición radical interna, excluida del ejercicio del poder y de la posibilidad de acceder a él por medios pacíficos; y el pueblo, desesperado por la tremenda crisis económica y la pauperización, mantenidas a propósito por un Estado convertido en el primer contrabandista, terrorista y fabricante de falsas monedas.
No era de extrañar, pues, la apuesta por Kabila y su Alianza de Fuerzas Democráticas para la Liberación del Congo (AFDL), hacia la que convergieron todas las fuerzas del cambio, sin distinción de tendencias, siendo el objetivo unánime el fin de la dictadura mobutista.
Nada o nadie, salvo el último círculo reducido de oportunistas y depredadores allegados a Mobutu, estaba a favor de mantenerlo un solo día. De ahí la sucesión de escenas tragicómicas que caracterizaron el camino de la “segunda liberación del Congo” desde los ataques banyamulenges del otoño pasado hasta el triste fin de la dictadura más larga, cínica y cruel que ha ensombrecido el ya de por sí pobre panorama político del continente africano. Su caída ha alumbrado la instauración de un nuevo orden regional dominado por los antiguos guerrilleros formados en el socialismo bantú del Ujamaa de Julius Nyerere, un orden diferente del nacido de la falsa descolonización de finales de la década de los cincuenta, generadora de neocolonialismo externo y de endocolonización.
El triste y pobre balance de los más de treinta años de poder mobutista lo ponen todo en su contra y lo relegan al olvido, sin gloria ni piedad: destrucción de la cultura del país con la instauración de contravalores, oficialización de la corrupción y de la cleptocracia, desertificación económica y bandolerismo, canibalización del Estado por sus detentores formales, terrorismo de Estado con un ejército más de ocupación que de defensa de los ciudadanos y sus bienes, golpes de Estado institucionales y creación de estructuras paralelas, pobreza extrema de amplias capas de la población que contrasta con las potencialidades económicas del país, en beneficio de un club de cleptócratas oficialmente protegidos, etcétera. Todo fue construido sobre una imaginaria y frágil unidad nacional mantenida mediante la represión, la corrupción, el culto a la personalidad, el fomento de los conflictos tribales, la división de las elites y la utilización de las finanzas externas para la clientelización de las masas y de esas elites.
El sistema Mobutu
El sistema establecido por Mobutu, desde su toma de poder el 24 de noviembre de 1965 hasta su caída el 17 de mayo de 1997, se fundamentó en un pletórico ejército, una depredadora burguesía “nacional”, una arrogante cofradía reinante y un cínico círculo familiar.
El ejército era el cuerpo encargado del terrorismo y de la sumisión del pueblo a la persona de Mobutu. Su mantenimiento con gastos que succionaban la tercera parte del presupuesto anual del Estado, le convirtió en un elemento clave para mantener el régimen y las misiones de asistencia en favor de los poderes aliados de la zona, así como para la desestabilización de los recalcitrantes o de quienes defendían objetivos opuestos. Para evitar la unidad de dicho ejército, que constituiría una amenaza para el poder, lo dividió en diferentes ramas entrenadas por distintos instructores extranjeros (franceses, israelíes, belgas, chinos y norcoreanos) y sometidos a una guardia pretoriana fuertemente armada, entrenada y mejor remunerada, responsable de la seguridad personal de Mobutu.
La potencial burguesía nacional estaba integrada por un grupo de personas étnica y socialmente heterogéneas, controladas por el poder. Gozaban de favores del régimen en función del grado personal de fidelidad y clientelismo a la persona de Mobutu. En ella cohabitaban los ministros, los directores de empresas públicas y privadas, los hombres de negocios, los parlamentarios y dignatarios del partido único, los directores de gabinetes ministeriales y algunos profesores de universidad e intelectuales orgánicos convertidos en ideólogos del partido y en cabezas pensantes del colonialismo interno. Su impunidad no estaba asegurada y se utilizaba esporádicamente a algunos de ellos como chivos expiatorios de los fracasos del régimen.
La cofradía reinante estaba integrada por los oriundos de la aldea de origen de Mobutu, los ngbandis, círculo que se extendía a ciertas tribus de la provincia de Mbandaka a la que pertenece el presidente, por representar los primeros una minoría. Eran los únicos en los que confiaba Mobutu y ocupaban puestos clave o estratégicos en el gobierno, el ejército y la administración pública, y controlaban las arcas del Estado, las finanzas externas, la diplomacia y los numerosos servicios de seguridad. Estaban encargados de vigilar a los colaboradores dudosos de Mobutu y gozaban de impunidad absoluta. Actuaban como auténticos depredadores mediante la patrimonialización del Estado y la canibalización de las estructuras económicas del país y de las provincias ricas.
Por último, estaba el círculo familiar dominado por los parientes directos del presidente y que vivían en su entorno inmediato. Formado por más de un centenar de arrogantes y prepotentes cortesanos: las esposas, los cuñados, los hijos, los hermanos, los sobrinos, los primos mantenidos a diario con el presupuesto público. Aunque en constante rivalidad para beneficiarse de los favores de Mobutu, y sobre todo para tener acceso a la herencia de su inmensa fortuna, intentaban mantener una cierta unidad en torno al patriarca. Era en el núcleo de los irreductibles donde residía el apoyo incondicional del poder mobutista, encargado de la gestión de la fortuna personal del presidente y de los negocios del primer comerciante del país.
Se había erigido así una monarquía absoluta dominada por una nomenclatura dictatorial, con un afán permanente de poder y de lucro, que había minado desde dentro las bases mismas del poder por sus abusos y violaciones sistemáticas de los derechos humanos de un pueblo más castigado y humillado que gobernado y administrado. El propio poder mobutista creó las condiciones objetivas de su aislamiento y posterior caída, por sus irracionalidades y prácticas impopulares de las que se aprovecharon la oposición interna y la rebelión.
El ejército perdió gran parte de su combatividad como consecuencia de la tribalización impuesta por el régimen, que procedió a la eliminación sistemática de los oficiales y tropas de otras provincias castigadas y sospechosas de estar en connivencia con la oposición, y por la preferencia del poder por los mercenarios extranjeros mejor pagados. De ahí sus pillajes, robos y falta de resistencia contra los rebeldes e incluso su cambio de bando con armas y equipos para expresar su repulsa a un régimen que les había despreciado y utilizado para sus fines impopulares. El fracaso de la “contraofensiva total y fulminante”, anunciada por el gobierno a mediados de diciembre de 1996, se explica por la decisión del ejército de no combatir, dejando esta tarea al núcleo tribal integrado por la tristemente célebre División Especial Presidencial (DSP) y la Guardia Civil, las únicas beneficiadas de la confianza y los favores de Mobutu, al estar integradas mayoritariamente por los ngbandis.
La burguesía nacional, que no tenía ninguna garantía dada la versatilidad y arbitrariedad del régimen, que les otorgaba y quitaba las prebendas en el marco de la política de clientelización, estaba dividida en tres tendencias: los que habían apostado por el abandono de Mobutu, los que habían elegido la expectativa para una eventual colaboración con los rebeldes y los que habían optado por la huida al extranjero llevándose con ellos, al igual que lo hicieron los militares, los fondos públicos a su alcance y el dinero destinado a la compra de armas para la “contraofensiva”.
El círculo familiar fue el único que mantuvo la fidelidad a Mobutu por su destino común, hecho éste que explicó su obstinación en rechazar durante largo tiempo las negociaciones con Kabila. Sus integrantes fueron los fervientes defensores de la permanencia de Mobutu en el poder. Fue inflexible hasta el último momento para conseguir importantes concesiones e incluso planificó la eliminación física de los desafectos al partido único, de la oposición radical y de los extranjeros residentes en Kinshasa, a la manera ruandesa, antes de abandonar el país conforme a su vieja amenaza de “dejar el país en las condiciones en las que lo había encontrado”, es decir, en el caos. Intención abortada por la presencia de tropas europeas en Brazzaville. En el momento del desconcierto, los hijos del presidente se convirtieron en portavoces gubernamentales y en jefes militares, al desconfiar Mobutu de sus colaboradores tanto civiles como militares. Se atribuye a los integrantes de este grupo el asesinato del jefe del ejército y ministro de Defensa, el general Mahele, acusado de traición por su negativa a defender Kinshasa, para evitar el baño de sangre.
El largo camino de Kabila
A mediados de la década de los sesenta, Laurent-Désiré Kabila fue encargado del frente oriental de la rebelión lumumbista-marxista en el Kivu. Pierre Mulele encabezó el frente occidental en el Kwilu. Ambos fueron nombrados por los líderes lumumbistas Gaston Soumialot y Christophe Gbenye, que presidían el Consejo Nacional de Liberación (CNL), que proclamó en 1964 la efímera República Popular del Congo en Stanleyville (Kisangani).
Kabila se refugió en Tanzania tras la operación aerotransportada belgo-norteamericana sobre Kisangani (Operación “Dragon Rouge”). En este período de sublevaciones campesinas, consideradas como la verdadera revolución llevada a cabo en el continente africano, recibió la visita del “Che” Guevara decidido a abrir un nuevo frente antiimperialista en África. El “Che”, tras seis meses de estancia, se marchó decepcionado por las creencias y prácticas fetichistas de los simbas (los guerrilleros) de Kabila, que creían más en sus dawas (fetiches) que en un proyecto “coherente” de sociedad, y por la propia arrogancia de Kabila que le recriminaba desconocer la complejidad de la realidad con la que se enfrentaba. En su última entrevista con Kabila antes de marcharse a Bolivia, le recomendó el control de las minas de oro y diamantes para ganar la guerra.
Desde entonces Kabila, que decidió vengar los asesinatos de Lumumba y Mulele cometidos por las fuerzas imperialistas y mobutistas, dedicó su vida a la lucha guerrillera en el maquis ubicado en el triángulo Fizi-Baraka-Uvira, y con frecuentes desplazamientos a Tanzania y Uganda, para financiar sus actividades revolucionarias con el tráfico de piedras preciosas a través del lago Tanganica. Sus operaciones militares fueron esporádicas y limitadas y alcanzaron su momento más álgido con los ataques a la ciudad de Moba (a orillas del mismo lago), en 1985 y 1986.
Líder del Partido de la Revolución del Pueblo (PRP) creado en 1967, Kabila se negó a participar en la Conferencia Nacional Soberana (CNS), organizada en Kinshasa en 1991-92, a la que consideró dominada por los antiguos y nuevos mobutistas. En consecuencia, se marcó como objetivo el derribo del régimen. Resurgió en la escena política con el ataque de los banyamulenges del Kivu en octubre de 1996, con un respaldo decisivo de Estados Unidos, a través de Ruanda y Uganda, en particular de su presidente Yoweri Museveni a quien había conocido en Tanzania, cuando este último preparaba su lucha de liberación contra la dictadura de Idi Amin Dada. Museveni siempre ha considerado tanto a Mobutu como al presidente keniano, Daniel Arap Moi, a quien Kabila calificó de “otro Mobutu”, obstáculos para la integración de África central, oriental y austral. La ideología actual de Kabila, mezcla de maoísmo y nacionalismo se asemeja al nacional-populismo pragmático de Museveni y al socialismo de mercado a lo chino, es decir una “economía socialista de mercado”.
El reciente conflicto, que se desencadena inicialmente en los países vecinos a los que el régimen de Mobutu exportó las prácticas de desestabilización apoyando al poder hutu de Habyarimana en Ruanda, a los rebeldes hutus burundeses, a los rebeldes ugandeses contra el poder de Kampala y a la guerrilla de Unita en Angola, produjo un efecto bumerán con ondas expansivas sucesivas. Se inició con el ataque a la provincia oriental congoleña del Kivu por los rebeldes tutsis banyamulenges, continuó con su intento de crear un territorio colchón en el este del Congo y la ocupación de amplios territorios del país y culminó con la caída de Kinshasa.
Varios factores facilitaron estas conquistas, entre ellos el ya mencionado marasmo económico en el que el sistema Mobutu hundió el país. Los más determinantes, sin lugar a dudas, fueron el apoyo de los países vecinos y la ayuda de la población, dimensiones que analizaremos tras diagnosticar las etapas por las que ha pasado el conflicto y que iluminan sus causas.
La persecución y las amenazas de expulsión de los banyamulenges por el gobierno de Mobutu y la hostilidad de las nacionalidades del Kivu con respecto a su presencia, avivada por el nacionalismo xenófobo de las autoridades locales por razones electoralistas o por recelos económicos, les condujeron a recurrir a las armas con el apoyo del Frente Patriótico Ruandés (FPR) al que ayudaron a tomar el poder en Kigali, para defender sus vidas y bienes. Tras unos días de combate, ocuparon el Masisi y el Rutshuru, en el Kivu.
Este grupo, establecido en estos territorios desde hace dos siglos y a través de varias olas de refugiados huyendo de los genocidios mutuos entre hutus y tutsis de las tres o cuatro últimas décadas, vio agravados sus problemas de cohabitación con las nacionalidades oriundas tras la llegada de millones de refugiados hutus ruandeses y burundeses en el Kivu, entre ellos los genocidas de Ruanda, convertidos en fuerzas de desestabilización por el régimen de Mobutu contra los gobiernos de ambos países. Nació así la estrategia de eliminar estos campos de refugiados mediante un ataque preventivo por parte de Ruanda y Burundi, utilizando a los banyamulenges. Por temor a que la comunidad internacional acusara a Ruanda de invasión externa se resucitó a un líder histórico que tenía como meta liberar a Zaire de la dictadura de Mobutu, Laurent Kabila, a quien se confió la guerra sucia consistente en rehabilitar a los banyamulenges en sus derechos y alejar hacia el interior de Zaire los campos de refugiados de la frontera occidental de los países vecinos. Se pensó en la creación de un territoriocolchón. Esta idea fue inmediatamente abandonada, por constituir una flagrante violación del principio internacional de respeto de la integridad territorial de los Estados, defendido por la ONU y la Organización para la Unidad Africana (OUA), y cuya violación hubiera desacreditado el movimiento de rebelión.
La falta de resistencia con la que realizó estos objetivos condujo a Kabila a apoyarse en los banyamulenges, con el respaldo de grupos de nacionalistas zaireños (Consejo Nacional de Resistencia para la Democracia, Alianza Democrática de los Pueblos, Movimiento Revolucionario para la Liberación de Zaire, además de su propio grupo, el PRP), para acabar con la dictadura de Mobutu. Decepcionados por la infructuosa lucha pacífica y la incoherencia de la clase política zaireña, optaron por la fuerza para “liberar Congo de los zaireños”. De esta forma, apareció la dimensión de la lucha de liberación nacional.
Directamente o por mediación de los grupos de congoleños que armaron Uganda, Ruanda, Burundi, Angola y Zambia, en revancha por la desestabilización o las agresiones a las que fueron sometidos años o décadas anteriores por el ejército de Mobutu, participaron según la proximidad geográfica en la toma de las ciudades zaireñas de Kisangani, Watsha, Bunia, Beni, Wamba, Moba, Kolwezi, Mbuji-Mayi, Lubumbashi y Kenge.
Por su parte, la población pauperizada y harta de la dictadura de Mobutu colaboró en la caída de amplios territorios con una hostilidad manifiesta hacia el ejército mobutista. Así cayeron muchas ciudades antes de la llegada de los rebeldes, casi sin combate a causa de la ingobernabilidad y el fomento de las actitudes de indisciplina.
EEUU, Francia y Congo
El conflicto del Congo, desde que se inició en la frontera oriental para extenderse a todo el territorio nacional, estuvo marcado por la implicación, directa o indirecta, de Estados Unidos y Francia que fueron detrás de los protagonistas de esta nueva guerra fría cultural y económica, con metas geoestratégicas, entre la francofonía y la anglofonía en el continente.
Ante cualquier eventualidad, en particular la amenaza de la seguridad de sus ciudadanos o una solución a la ruandesa (aniquilación de la clase política o de la oposición zaireña por parte de un Mobutu desorientado y peligroso), tropas norteamericanas, francesas, belgas y portuguesas (unos 4.000 hombres) fueron desplegadas en Brazzaville, frente a Kinshasa, listas para intervenir con el fin de prevenir un baño de sangre en la capital, una megalópolis de cinco millones de habitantes que Mobutu quiso utilizar como escudo humano. Cada uno de los protagonistas, es decir, tanto Mobutu como Kabila, interpretó dicha presencia como una estrategia destinada a socorrer a su adversario.
Tras la guerra fría, Estados Unidos, que hasta entonces consideraba a Mobutu como un aliado, que apoyó financiera y militarmente por sus “admirables servicios” a la causa norteamericana contra la penetración soviética en África, y en Angola en particular, decidió abandonarle por ser un personaje demasiado molesto y corrupto, a favor de un nuevo liderazgo regional en la persona del presidente ugandés Yoweri Museveni, considerado como la encarnación de una nueva África empeñada en el desarrollo y menos neocolonial. Éste, a través de Ruanda, donde el poder mobutista estaba claramente comprometido con el antiguo régimen dictatorial antitutsi de Juvenal Habyarimana, buscó la sustitución de Mobutu aprovechándose de sus graves errores y de la crisis económica en la que ha hundido a Zaire, por Kabila. Todo ello se vio facilitado por el debilitamiento progresivo y total de la autoridad de Mobutu como consecuencia de la falta de apoyo de Estados Unidos, que le privó de material y asistencia militar desde 1993.
Estados Unidos ayudó a los rebeldes zaireños a través de Uganda y Ruanda con una actitud hostil permanente a cualquier intervención externa, militar o humanitaria, de la que podría aprovecharse el régimen mobutista para recuperar el terreno perdido. Las armas norteamericanas, pues, llegaron a los rebeldes zaireños por medio de los países mencionados. Simultáneamente, Washington influyó en la comunidad internacional para que presionara a Mobutu con la intención de que abandonase el poder. Gran Bretaña pidió al presidente zaireño que tomara decisiones sobre los intereses y necesidades de su país. De igual modo, Bélgica, por medio de su ministro de Asuntos Exteriores, tras el nombramiento por Mobutu de un primer ministro militar, el general Likulia –nombramiento interpretado en Bruselas como un golpe de Estado militar– anunció el fin del mobutismo y pidió al pueblo congoleño que se encargara de su destino.
Ante el temor de desestabilización de todo el continente por la influencia del conflicto congoleño, Estados Unidos apoyó las negociaciones entre todas las partes para la instauración de un “régimen democrático mediante una transición ordenada” y la reconciliación. Esta actitud flexible se explica, según el demócrata Lee Hamilton, antiguo presidente de la comisión de Asuntos Exteriores del Congreso norteamericano, por una cierta desconfianza suscitada por el “pasado” de Kabila, que no se quiere convertir en un hombre fuerte a imagen de Mobutu.
Todas estas razones, junto a la situación dramática de los refugiados hutus, condujeron a Estados Unidos a implicarse directamente a través de su embajador ante las Naciones Unidas, Bill Richardson, quien, con el respaldo de Nelson Mandela y de Omar Bongo de Gabón, consiguió el encuentro en el barco surafricano Outaniqua, entre Mobutu y Kabila, el pasado 4 de mayo, para alcanzar la organización de la “transición pacífica”.
La estrategia norteamericana consistió en convencer a Mobutu de que se marchase y en cambio presionó a Kabila para la celebración de elecciones con la oposición. De ahí su empeño en evitar la victoria militar total de Kabila para que no escapara a sus presiones e influencias, y sobre todo para preservar la unidad territorial de Zaire con una transición política hacia un régimen parlamentario, es decir la instauración de la democracia y la adhesión al liberalismo económico.
La política zaireña de Washington se fundamenta en el principio según el cual la miseria y la descomposición política en las que Mobutu ha hundido a Zaire, constituyen una amenaza para toda África central. Cuentan con un Congo posmobutista, recuperado y próspero y que desempeñará el papel de motor del desarrollo regional al igual que Suráfrica en África austral. Nigeria, por la que apostó la administración Carter a finales de la década de los setenta, podría ser la próxima ficha del ajedrez para liberarla de la dictadura de Sani Abacha, con el objetivo de hacerla desempeñar el mismo papel en África occidental. La meta es servir a los intereses comerciales norteamericanos por medio de la conquista de mercados en el continente.
Para contrarrestar el apoyo de los aliados francófonos de la zona a Mobutu, y que podría convertirse dentro de poco en hostilidad contra el régimen de Kabila, Bill Richardson tomó la precaución de reunirse en Botswana, a principios de mayo, con los presidentes de los países anglófonos de la zona (Uganda, Tanzania, Zimbabue y Suráfrica), para asegurarse el contrapeso que constituirían éstos a aquéllos, estando asegurado el apoyo de Angola a Kabila, país firmemente hostil a Mobutu por su constante ayuda a Unita y a sus actividades desestabilizadoras a partir del territorio zaireño.
Francia fue durante todo el tiempo que duró el conflicto el principal aliado de Mobutu, considerándole como clave para la unidad territorial de Zaire y la estabilidad del África central francófona y del África subsahariana. Este apoyo dictado por la anterior colaboración de Mobutu, que cedió el territorio zaireño en la realización de la “Operación Turquesa”, nació también del peso económico y cultural de Zaire en la francofonía y sus ambiciones internacionales, y de la convicción en París de un “complot norteamericano” o anglófono, destinado a desestabilizar a Mobutu a través de Uganda, el FPR y los rebeldes tutsis zaireños. Prueba de ello, según los franceses, es que Estados Unidos impidió cualquier intervención internacional para no bloquear la progresión de las tropas de la AFDL.
La obsesión por conseguir aquellos objetivos, y la frustración gala de no poder defender la integridad territorial de Zaire ante la “agresión” anglófona, perdiendo un elemento clave de su presencia en África, llevó a Francia –que no pudo intervenir directamente por ser deslegitimada debido a la anterior “Operación Turquesa”– a una política zaireña torpe, desde el apoyo militar secreto al régimen de Mobutu, con veinticinco millones de francos, tres cazabombarderos Mig-21, material electrónico de comunicación y mercenarios serbios, según el New York Times (acusaciones desmentidas por el Quai d’Orsay), pasando por la recomendación del nombramiento del general Mahele como jefe de Estado mayor del ejército zaireño para la “contraofensiva fulminante y total”, hasta el respaldo tibio a una “transición ordenada y concertada hacia las elecciones”. Francia intentó salvar la cara y buscar un terreno de entendimiento con Estados Unidos atenuando sus rivalidades culturales y económicas a favor de los intereses de los zaireños, mediante el comunicado conjunto del 25 de marzo de 1997, en el que se hacía un llamamiento a las “negociaciones urgentes para poner fin al conflicto de Zaire” a favor del diálogo político. Altos cargos del departamento de Estado norteamericano no dudan en manifestar su malestar con la anterior política francesa pro-Mobutu, manifestando: “Los franceses siempre nos acusan de no persuadir lo bastante a Kabila para que se comportase como un demócrata. Pero pensamos que Francia no ha sido bastante rigurosa en sus esfuerzos para hacer ver la realidad a Mobutu. Estados Unidos intenta no encontrarse en una postura de debilidad con respecto a Kabila, como lo fue Francia frente a Mobutu. Es decir, se niega a darle un cheque en blanco”.
Francia cometió, así, muchos errores de análisis y diagnóstico político: la obsesión por defender a Mobutu para contrarrestar la ofensiva anglófona, apoyando hasta el final un régimen totalmente desacreditado y a un hombre abandonado por todos. El régimen congoleño posmobutista le pasará la factura al igual que lo hizo el nuevo régimen ruandés.
Por su parte, los esfuerzos de la ONU y de la OUA por encontrar una solución al conflicto fueron realizados por su representante especial en la región de los Grandes Lagos, el diplomático argelino Mohamed Sahnoun. Desde la cumbre de Lomé en marzo de 1997, Sahnoun se puso en contacto con las dos partes para organizar las negociaciones que culminaron con el encuentro entre Mobutu y Kabila. Antes, desde febrero, Sahnoun se encargó de organizar los encuentros informales entre los representantes de Mobutu y Kabila en Suráfrica, previó el cese inmediato de las hostilidades, la ayuda a los refugiados, el respeto de la integridad territorial de Zaire, la colaboración de un diálogo y de un proceso electoral.
Las hostilidades nunca cesaron, incluso tras el encuentro entre Mobutu y Kabila, que preparaba la gran batalla de Kinshasa. Los refugiados fueron convertidos en moneda de cambio por las partes implicadas y apenas se les pudo ayudar tras el desafío de Kabila a la ONU de evacuarles hacia Ruanda en un plazo de dos meses. Esta solución no fue del gusto de las autoridades ruandesas, por temor a la infiltración de elementos armados. La ONU acusó al mismo tiempo a Kabila de obstaculizar su repatriación. El respeto de la integridad territorial zaireña es una noción ambigua, puesto que no se identificó claramente al “agresor” ni al “agredido”, siendo la ofensiva de la AFDL una lucha de liberación contra una dictadura unánimemente rechazada por el pueblo, y que no cuestionó dicha integridad. La organización del diálogo y de las elecciones quedó sometida por cada parte a sus propios criterios: Mobutu condicionó el primero al alto el fuego para ganar tiempo y el segundo, bajo su supervisión, a la entrega del poder a un “presidente electo”, es decir, perpetuar el mobutismo, esta vez sin Mobutu. Kabila, por su parte, consideró las negociaciones como una condición previa al cese el fuego y no al revés, además de limitarlas a la discusión de modalidades de salida del poder por Mobutu y la rendición de Kinshasa. Es decir, la humillación. Las elecciones han de prepararlas su gobierno y no Mobutu.
Todo ello puso de manifiesto la impotencia de estos organismos cuyas recomendaciones no fueron respetadas por ninguno de los protagonistas. Su único triunfo fue el mencionado encuentro Mobutu-Kabila, que no sirvió para nada al mantener cada parte su postura inicial. Dicho sea de paso, este encuentro fue más el resultado de las presiones norteamericanas y del prestigio personal de Mandela, que de la fe en la ONU y la OUA.
El diagnóstico global de Sahnoun, responsabilizando directamente a Mobutu sin nombrarle de la catástrofe política y económica zaireña, fue correcto cuando manifestó: “Hace falta poner de nuevo a Zaire en el camino de la democracia, poner en marcha las condiciones de un mejor gobierno y de una mejor política de desarrollo. Es triste que un país que dispone de tantos recursos no consiga arrancar.” De ahí las manifestaciones de Salim Ahmed Salim, el secretario general de la OUA, que considera el advenimiento al poder de Kabila como algo bueno para el pueblo congoleño.
El gobierno monolítico de Kabila
La marcha de Mobutu al exilio, el 15 de mayo, tras ser convencido por los altos cargos militares de su ejército de la imposibilidad de defender Kinshasa tras perder la batalla decisiva de Kenge, permitió a Kabila autoproclamarse, desde Lubumbashi, presidente de la República Democrática del Congo antes de tomar el poder real en Kinshasa el día 17 del mismo mes. El nuevo presidente sorprendió con sus primeras decisiones de crear un gobierno de transición ampliamente dominado por la AFDL y de prohibir las actividades de los demás partidos políticos. La reacción del principal líder de la oposición radical interna al régimen de Mobutu, Etienne Tshisekedi, no se hizo esperar, negándose a reconocer dicho gobierno con una serie de actuaciones en la calle para impedir la deriva autoritaria del nuevo gobierno al que acusa de reemplazar una dictadura por otra. Varias razones explican la confiscación del poder por Kabila y el consiguiente descontento de Tshisekedi, que se siente defraudado y privado de los frutos de su lucha pacífica contra el régimen mobutista a cuyo debilitamiento también contribuyó. Las causas van desde los factores dictados por las consideraciones ideológicas más o menos combinadas con las estratégicas, sobre un trasfondo de compromisos o alianzas internacionales y regionales, hasta las relaciones de fuerzas nacionales y la propia situación del país, a saber:
– Los proyectos de sociedad de Kabila y Tshisekedi son divergentes. El primero camina hacia un nacional-populismo presidencialista e izquierdista a lo Museveni, mientras que Etienne Tshisekedi encarna la derecha nacionalista de países francófonos de la zona. La cohabitación significaría una lucha personal permanente para la imposición de uno u otro modelo.
– Kabila, quien se negó a participar en la Conferencia Nacional Soberana (1991-92), siempre ha rechazado toda colaboración tanto con los antiguos como con los nuevos mobutistas, que él responsabiliza de la situación caótica del país. Considera a Tshisekedi como un antiguo mobutista cuyos colaboradores más cercanos han demostrado, en los últimos años, ser mobutistas y que podrían convertirse en una quinta columna del mobutismo, el mal absoluto, en el caso de que cohabitasen con él. La descomposición actual del partido de Mobutu, el MPR, justifica dichos temores al adherirse muchos de sus antiguos seguidores a la Unión para la Democracia y el Progreso Social (UDPS) de Tshisekedi.
– El líder de la AFDL quiere asumir plenamente y hasta el final las consecuencias de sus victorias militares y no quiere que nadie le quite el protagonismo. Fundamenta su legitimidad en la lucha armada que acabó con la dictadura de Mobutu, contra la que no pudo la lucha pacífica encarnada por Tshisekedi.
– La implicación de la clase política del país en el marasmo económico, por sus incoherencias e irracionalidades y sus prácticas elitistas depredadoras, no sólo convierte su exclusión política en el sentido común más elemental, sino que además la situación de desaparición total del Estado exige un gobierno fuerte para la reconstrucción del país y su seguridad. Este nuevo credo tiene el respaldo de los aliados norteamericanos y surafricanos, que no son exigentes con respecto a Kabila sobre la instauración inmediata de la democracia y las libertades. Además, sospechan que Tshisekedi es el nuevo “caballo de Troya” encargado de la defensa de intereses galos, sus rivales en la zona, al igual que lo fue Mobutu. Los contratos multimillonarios firmados por Kabila con sus empresas, además de la necesidad de sostener el esfuerzo de guerra, son reveladores.
– La legitimidad militar de Kabila, hasta hace poco desconocida, representa poco ante la sociológica de Tshisekedi con quien se identifican amplias capas de la población excluidas por el mobutismo y que éste tuvo la valentía de afrontar desde dentro. En estas condiciones, Tshisekedi le quitaría el protagonismo y ganaría las elecciones fijadas en abril de 1999. De ahí el empeño de Kabila de presentarse no sólo en una posición de fuerza, sino que además quiere dotarse de una nueva legitimidad popular, mediante importantes logros en todo aquello relacionado con la justicia social (educación, sanidad, empleo) y las infraestructuras socioeconómicas básicas, convertidas en prioridades por el primer consejo de ministros del gobierno de Kabila, con la promesa de una asistencia técnica y financiera norteamericana. Todo ello le lleva a preferir un gobierno de transición de partido único y no un gobierno de coalición pluralista, que diluiría en el anonimato sus más que prometedoras pespectivas.
Uno de los más brillantes ideólogos del partido único mobutista, Tshisekedi, se desmarcó totalmente de éste por su deriva autoritaria a partir de 1980, para encabezar un movimiento de trece parlamentarios contra el régimen, antes de crear un partido político de oposición, la UDPS, prohibido y perseguido al no permitir la Constitución mobutista más de un partido. Vivió desde entonces un largo período de exilio, durante el cual resistió a todos los intentos de recuperación, corrupción e intimidación por el sistema, convirtiéndose en el oponente más radical de Mobutu.
Con la instauración del proceso de democratización por Mobutu en 1990, creó la Unión Sagrada, un grupo integrado por los partidos de la oposición radical, sistemáticamente torpedeados por el régimen. Su elección como primer ministro en 1992 por la CNS, un foro de fuerzas vivas y de la sociedad civil, en representación del pueblo, encargado de definir las instituciones de la Tercera República y los principios de un Estado de Derecho, culminó su larga lucha y al mismo tiempo significó sus múltiples travesías del desierto al negar Mobutu cualquier implicación en el esquema de la CNS con trabas, creación de instituciones paralelas y corrupción de los más próximos colaboradores de Tshisekedi recuperados por el régimen. Fue nombrado e inmediatamente cesado tres veces como primer ministro por Mobutu, que no dudó en utilizarle como recurso en momentos de apuros para aprovecharse de su popularidad. Y cada vez que fue nombrado, Tshisekedi creó frentes internos antimobutistas, para imponer a Mobutu el esquema de la CNS. Contra la dictadura utilizó estrategias ampliamente seguidas de desobediencia civil y bloqueo de las actividades económicas del país, sobre todo en la capital, mediante las operaciones “ciudades muertas”. Se le acusó de falta de flexibilidad y exigencias nacionalistas que condujeron a la troika compuesta por Estados Unidos, Francia y Bélgica a apostar por la “tercera vía” (nombramiento de otra persona de la oposición moderada para el puesto de primer ministro), recomendada por el presidente del Parlamento de transición, monseñor Monsengwo, que permitió de esta forma a Mobutu seguir en su puesto. Dicha solución fue aprovechada por Mobutu para recuperar el grueso de sus poderes dictatoriales y condujo directamente a la guerra de liberación, al no existir otra alternativa. El pueblo ha estado siempre de su lado, encarnando así la legitimidad popular.
El gobierno monolítico de Kabila del que está excluido choca con sus pretensiones, por las razones siguientes:
– Tshisekedi sigue fundamentando su legitimidad en la CNS, en la que debería implicarse Kabila. Al negarse éste, al igual que hizo Mobutu, se le identifica con este último.
– Al excluir Kabila su fuerza política del gobierno a favor de su único movimiento dominado por los tutsis o los que llaman en Kinshasa “personas de nacionalidad dudosa”, Tshisekedi, que piensa encarnar las aspiraciones de la población congoleña mayoritariamente bantú, considera que Kabila ha “vendido” el país a los extranjeros o al menos es “preso de jóvenes duros de origen extranjero”. Opone a la “invasión tutsi”, encarnada por el poder de Kabila, la fuerza popular de la bantuidad. Por tanto, al mismo tiempo que agradece su participación en la liberación del país, recomienda el retorno a sus países de origen.
– Para Tshisekedi, la concentración en Kabila de todos los poderes (ejecutivo, legislativo y militar) es inadmisible y significa un retorno al mobutismo, puesto que excluye a la oposición. Según él, Kabila no es más que un señor de la guerra que necesita un plebiscito popular en las urnas y que en este período de transición debería cohabitar con la oposición radical, conforme a las disposiciones de la CNS, es decir, con la UDPS y las Fuerzas de Innovación para la Unión y la Solidaridad (FONUS), oposición ignorada por Kabila al crear nuevas instituciones: el presidente de la república, el gobierno y el poder judicial.
– Por último, igual que las organizaciones humanitarias, Tshisekedi responsabiliza a los militares tutsis ruandeses del entorno de Kabila de “genocidio por hambre y enfermedad” de los refugiados hutus en el este del país, siendo la estrategia presentar al ejército de Kabila como una fuerza de ocupación.
Etienne Tshisekedi apuesta por el enfrentamiento y la desestabilización del nuevo régimen, mediante la definición de una serie de actuaciones populares contra el poder establecido. Todo consiste en impedir que Kabila ocupe una posición ventajosa para ir a las elecciones en situación más o menos de igualdad. Son divergencias tan profundas que hacen difícil, si no imposible, cualquier forma de cohabitación entre ambos líderes, que son hombres fuertes, no dispuestos a eclipsarse uno a favor del otro, y que unen el odio al mobutismo y la búsqueda del bienestar del pueblo congoleño.
El conflicto zaireño nace fundamentalmente de la inmoralidad de una dictadura que, en sus 32 años de poder absoluto, ha exportado hacia los países vecinos sus prácticas internas de desestabilización mediante el fomento de conflictos interétnicos para perpetuarse, junto al cinismo de la clase política zaireña, incapaz de encontrar una alternativa válida al régimen mobutista, y cuyas actividades se limitaron a aprovecharse del desorden y la corrupción generalizada, instaurada por Mobutu para enriquecerse, empobrecer al pueblo y destruir todas las infraestructuras heredadas de la colonización. El término de la guerra y las perspectivas más cercanas del Congo pasan por una serie de actuaciones internacionales, regionales y nacionales:
– El fin del traslado de las rivalidades culturales y económicas entre EE UU y Francia a la zona en general y Congo en particular.
– La orientación de las intervenciones de los organismos humanitarios, no hacia las meras actividades de emergencia (se han gastado unos 390.000 dólares diarios en los campos de refugiados sin resultados visibles al servir dichos gastos para negocios ocultos de toda índole –charity business–) sino hacia los aspectos de justicia social y la rehabilitación de dichas infraestructuras.
– La recuperación total o parcial de la fortuna de Mobutu y de los dignatarios de su régimen, para los proyectos de desarrollo y de rehabilitación de las infraestructuras del país.
– La creación de un tribunal internacional para juzgar a todos los responsables directos e indirectos de las limpiezas étnicas, de ayer y hoy, de violación del Derecho humanitario, teniendo como objetivo poner fin a la cultura de la impunidad.
– La promoción de una nueva clase de dirigentes, comprometidos con la defensa de los intereses del pueblo y de ideales panafricanos. Esta solución viene dictada por el hecho de que una de las causas del conflicto es la superpoblación de la zona y los problemas de pobreza. Se trata ahora de redinamizar la CEPGL (Comunidad Económica de los Países de los Grandes Lagos) en este sentido, eliminando el nacionalismo xenófobo de las etnias congoleñas del Kivu, hostiles a compartir sus tierras fértiles del Masisi y el Rutshuru. Mobutu es responsable de la conversión de refugiados hutus en víctimas, a la vez de sus amos y enemigos, es decir, su utilización como moneda de cambio. Su persecución no es sólo el hecho de las tropas de Kabila a quien se quiere quitar cualquier pretensión a dirigir el país, sino también de las etnias y tropas gubernamentales zaireñas, los propios líderes de los refugiados que les han convertido en rehenes y las tropas del Ejército Patriótico Ruandés o los combatientes tutsis de las tropas de la AFDL propensos a la revancha del genocidio tutsi de 1994 en Ruanda. Además, la comunidad internacional está cayendo en el error de insistir en su retorno, contribuyendo a entregarles a sus opresores en lugar de exigir su derecho de asilo y protección.
Ha llegado la hora de devolver la palabra al pueblo congoleño para decidir su destino. Lo ideal hubiera sido para Kabila conciliar las resoluciones de la CNS con el programa de la AFDL y organizar la transición política con una oposición responsable, además de liberarse de la presencia e influencia “extranjeras”, por ser la opinión pública congoleña, en particular la de Kinshasa y el Kivu, muy sensible respecto a esto. La gran incógnita es saber cómo conciliará su nacionalismo lumumbista con el liberalismo económico impuesto por la globalización. ¿La economía social de mercado es la solución? El caudillismo de su predecesor o de sus colegas de los países vecinos le será difícilmente asequible teniendo en cuenta el contexto que rodeó el acceso al poder de aquéllos: guerra fría, vacío de poder, desarticulación de la sociedad civil, genocidios interétnicos, etcétera.
Para Tshisekedi ha llegado la hora de concentrarse para preparar las contiendas electorales, dejando a sus seguidores la oportunidad de ocupar algún puesto ministerial, abandonar esta obsesión de recuperar su cargo de primer ministro y dedicarse al juego peligroso de la desestabilización, así como contraer alianzas externas, estrategias que corren el riesgo de perpetuar los sufrimientos del pueblo. Su apuesta por la defensa de la bantuidad es un caldo de cultivo de los integrismos étnicos y de las prácticas genocidas, que han ensombrecido la imagen de África. Debe anteponer su indudable patriotismo a sus ambiciones personales y dar la oportunidad a la paz social, fundamental para la reconstrucción del país, la principal de las prioridades. Tanto Tshisekedi como Kabila tienen el reto común de demostrar ante el pueblo que peor que Mobutu es imposible. El pueblo no perdonará el fracaso. Deben actuar llevando a cabo profundos cambios aprovechando sus numerosos puntos comunes, entre ellos la erradicación del sistema Mobutu, y no seguir con las prácticas autoritarias del régimen anterior.