Una oleada de ilusión colectiva recorre las sociedades árabes. El rápido desmoronamiento del régimen autoritario del presidente de Túnez Zine el Abidine ben Alí, en apenas tres semanas de revueltas y movilizaciones populares, ha sido el detonante de una dinámica de protestas que cuestionan los fundamentos del orden político de estos Estados. En el epicentro de las demandas ciudadanas está la lucha por las libertades y la democracia.
El debate sobre la necesidad de reformas políticas y de impulsar la democracia, sin embargo, no es nuevo. La administración de George W. Bush ya situó la cuestión de la democratización en el centro de su agenda política para Oriente Próximo y África del Norte tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. La invasión de Irak, en marzo de 2003, fue justificada a posteriori como un primer paso que debía servir de ejemplo y provocar un efecto dominó en la región. Sin embargo, y contra los pronósticos de muchos analistas neoconservadores, el derrocamiento de Sadam Husein no dio lugar a esa oleada democratizadora que se expandiría por ósmosis al resto de Estados de la región, caracterizados por el autoritarismo y el mal gobierno. El statu quo prevaleció.
Los regímenes árabes mostraron una gran capacidad para contrarrestar las presiones externas llevando a cabo reformas cosméticas que no alteraron sus fundamentos autoritarios. Reconfortados por su papel de aliados de Estados Unidos en la “guerra contra el terrorismo” y como barrera contra el islamismo radical, defendieron la necesidad de que las reformas políticas procedieran del interior de los Estados y de que su implementación tuviera lugar de forma gradual. Todo ello para evitar, en teoría, que pudieran ser aprovechadas por los movimientos islamistas para imponer su modelo de sociedad, tal y como habría estado a punto de ocurrir en Argelia a principio de los años noventa. Esa fue la argumentación empleada por los presidentes Ben Alí en Túnez y Hosni Mubarak en Egipto durante la cumbre de la Liga de Estados Árabes celebrada en Túnez en mayo de 2004.
Su tesis ha demostrado ser a la postre correcta, pero en un sentido contrario al imaginado. Los vientos de cambio que recorren la región desde enero de 2011 sí proceden del interior, pero no son la consecuencia de una lógica de reformas internas de arriba abajo (top-down) pilotada por los regímenes, desgastada y con escasa credibilidad, sino el resultado de presiones y movilizaciones de abajo arriba (bottom-up), impulsadas desde la calle. El motor es una juventud que ha adquirido conciencia política y sabe aprovechar las oportunidades que ofrecen las nuevas tecnologías de la información, las redes sociales como Facebook y Twitter o los SMS, sin las que, por ejemplo, la protesta individual y desesperada del vendedor ambulante Mohamed Bouazizi que se suicidó a lo bonzo delante del ayuntamiento de Sidi Bouzid no habría sido conocida, convirtiéndose en el detonante, icono y símbolo de la revolución tunecina.
Desde 1989, a raíz de la caída del muro de Berlín, los diferentes regímenes árabes han ensayado diferentes formas de apertura y liberalización política. Estas transformaciones han hecho del pluripartidismo controlado –no siempre abierto a los movimientos islamistas– la carta de presentación de unos procesos de aggiornamento con los que los regímenes intentaban acomodarse al clima internacional creado tras el fin de la guerra fría. Pero la apropiación de la retórica de la democracia y de los derechos humanos no se tradujo en avances significativos en los procesos de democratización. Tras el 11-S, la lucha contra la amenaza islamista sirvió de coartada, para justificar la lentitud de unas reformas políticas que se producían a dosis homeopáticas, sin poner en cuestión los fundamentos autoritarios de los regímenes. La institucionalización de una oposición parlamentaria alimentaba la ilusión de un pluralismo de fachada. Pero su falta de capacidad real para incidir en la elaboración de políticas no hacía sino desvirtuar su función de instancia de mediación, al tiempo que contribuía a alimentar la desafección entre la opinión pública y los actores políticos tradicionales.
El riesgo de que los movimientos islamistas llegaran al poder no fue utilizado únicamente como argumento para obtener respaldos en el exterior para unos regímenes que se presentaban como garantes del statu quo y la estabilidad. La instrumentalización de esta amenaza también llevó a organizaciones de la oposición laica, así como a otros actores económicos y sociales, a colaborar con los regímenes autoritarios. Muchos de ellos renunciaron al ejercicio de los derechos civiles y las libertades políticas a cambio del mantenimiento de un modelo de sociedad que ofreciera expectativas de movilidad social y garantizara un acceso relativamente fácil al crédito y al consumo. Este “pacto de seguridad” es, según la politóloga Béatrice Hibou, uno de los pilares que permitió al régimen benalista consolidarse en Túnez durante más de dos décadas.
Nuevas formas y espacios de contestación
Con un campo político aparentemente desactivado, los regímenes árabes no fueron capaces de interpretar correctamente algunos indicios que apuntaban a que la amenaza para su supervivencia no procedía solo de los movimientos islamistas. El activismo político se estaba desplazando hacia una juventud hasta el momento despolitizada, menos motivada por la religión, mejor formada que las generaciones anteriores, pero igualmente pauperizada y privada de expectativas de movilidad social y de futuro con la válvula de escape de la emigración limitada por la crisis económica global.
En los últimos años ha habido señales de que ese malestar social podía evolucionar hacia nuevas formas de protesta política, encabezadas por actores sociales alejados de las dinámicas de cooptación y domesticación, con las que los dirigentes árabes habían intentado construir una fachada pluralista que no cuestionase los fundamentos autoritarios del ejercicio del poder.
Algunos de estos indicios se pueden encontrar en las movilizaciones y protestas en diferentes países de la región. En Egipto, la ciudad de Mahalla el Kubra, epicentro de la industria textil en el delta del Nilo, fue escenario entre 2006 y 2008 de huelgas y movilizaciones convocadas por el sindicato de trabajadores textiles para reivindicar un aumento de los salarios, congelados desde 1984. Aunque inicialmente vinculadas a mejoras en la retribución y las condiciones de trabajo, las reivindicaciones evolucionaron rápidamente hacia demandas más políticas que incluían la dimisión del gobierno, una mayor libertad de asociación y la lucha contra la corrupción. La solidaridad con este movimiento social dio lugar a la convocatoria para el 6 de abril de 2008, a través de Facebook, de una huelga general en protesta por el aumento del precio de los alimentos y en contra de la gestión de Mubarak. El grupo, apoyado por la plataforma popular Kifaya (Basta), se autodenominó “6 de abril: el día de la rabia” y llegó a alcanzar 70.000 miembros. Su ideóloga, Isra Abdel Fatah, demostró ya entonces que la red podía convertirse en un espacio para el activismo político de jóvenes independientes.
El ejemplo egipcio fue seguido en Jordania. Como ha analizado Bárbara Azaola en un artículo en Culturas, un grupo de estudiantes jordanos también utilizaron Facebook para convocar una huelga general calificada de “acción popular contra la opresión”, aunque las demandas concretas fueran el control de la inflación y el aumento de los salarios públicos para permitir que la población hiciese frente al encarecimiento de la vida.
En Marruecos, los movimientos de protesta popular han sido canalizados por estudiantes, grupos de diplomados en paro y redes como la Coordinadora de Lucha Contra el Aumento de los Precios y la Precariedad de los Servicios Públicos. Las movilizaciones no solo han tenido lugar en las grandes ciudades, también han llegado a localidades pequeñas y medianas como Buarfa, en la frontera oriental con Argelia, o Sidi Ifni, en el sur del país. El denominador común es la exasperación colectiva de sus habitantes ante el deterioro de las condiciones de vida, la pérdida de poder adquisitivo, la ausencia de servicios públicos y la corrupción. El margen de tolerancia para la expresión del descontento existente en el Marruecos de Mohamed VI permitía encauzar las protestas siempre que no se traspasaran ciertos límites, como ocurrió, por ejemplo, en Sidi Ifni en mayo de 2008, cuando los manifestantes bloquearon el puerto de la ciudad y fueron objeto de una represión con amplia repercusión mediática. En noviembre de 2010, dentro del territorio del Sahara Occidental, bajo administración marroquí, la protesta de los saharauis instalados en el “campamento de la dignidad” de Agdaym Izik (El Aaiún) fue también duramente reprimida al evolucionar hacia reivindicaciones de carácter cada vez más nacionalista.
En Túnez, la principal oleada de protestas tuvo lugar durante los seis primeros meses de 2008 en la cuenca minera de Gafsa, a 350 kilómetros de la capital. El origen de esta revuelta fue el descontento por los resultados de un concurso público para la contratación de trabajadores, organizado por la Compañía de Fosfatos de Gafsa. La ira popular se dirigió contra la dirección nacional de la Unión General de Trabajadores Tunecinos (UGTT), uno de los pilares del régimen benalista, a la que se acusaba de avalar un sistema de corrupción y favoritismo en el reparto de empleos. Este movimiento de protesta contó con el apoyo de la sección local del sindicato, enfrentada a la dirección nacional, así como de diplomados en paro, obreros, funcionarios, comerciantes y estudiantes de diferentes edades y generaciones. La revuelta fue reprimida con dureza y se saldó con tres muertos y centenares de heridos, mostrando las dificultades del régimen a la hora de hacer frente a un movimiento social de extracción popular en el interior del país y sin conexión con las fuerzas clásicas de la oposición, incapaces de valorar su alcance. Como señalan Larbi Chouikha y Vincent Geisser, el régimen benalista, inmerso en una rutina securitaria centrada en el control de la oposición urbana y elitista –bien conectada con Europa– y la represión de los seguidores del movimiento islamista Al-Nahda, tampoco comprendió que se encontraba ante el germen de una dinámica de movilización política que tan solo dos años después acabaría con él.
El ejemplo de Túnez
El rápido desmoronamiento del régimen de Ben Alí en Túnez –retransmitido en directo por la cadena Al Jazeera– ha lanzado un mensaje a la juventud (100 millones de habitantes de la región tienen entre 15 y 29 años) y las clases medias que no se han beneficiado de los procesos de liberalización económica: a través de la movilización política no violenta es posible derribar regímenes que, pese a la ferocidad de sus servicios de seguridad, son más frágiles y vulnerables de lo que aparentan.
El “pacto de seguridad” que permitió a Ben Alí mantenerse en el poder ya no proporcionaba el respaldo social que el régimen buscaba desde principios de los años noventa, cuando sustituyó sus iniciales veleidades democratizadoras por un proyecto de gobernanza autoritaria que apostaba por combatir el “peligro islamista”, atacando las fuentes que lo alimentaban, identificadas con la pobreza y las desigualdades. En ese ámbito hay que situar el impulso a las políticas de generalización de la educación y de acceso a la universidad, promoción de la situación de la mujer, aumento de las inversiones en las regiones más desfavorecidas e incremento de las prestaciones sociales. La implementación de estas políticas acabó teniendo efectos contraproducentes para el régimen, agravados por las repercusiones de la crisis económica internacional en el país.
Las expectativas de movilidad social de los licenciados y jóvenes que no encontraban trabajo se vieron reducidas, al tiempo que emergía el contramodelo de la familia de Leila Trabelsi, la segunda mujer de Ben Alí, que en el breve plazo de una década había pasado de ser una peluquera a amasar una fortuna de cerca de 6.000 millones de euros, aprovechando las oportunidades ofrecidas por los procesos de liberalización económica y las privatizaciones. La monopolización de la renta de la corrupción, sin mecanismos de redistribución más allá del entorno presidencial, alimentaba un malestar que hacía insoportable la perspectiva de una sucesión hereditaria al frente de la república en la figura de la mujer del presidente. La marginación de los partidos de la oposición y las organizaciones de la sociedad civil, cooptadas o reprimidas, hacía difícil que éstas pudiesen canalizar el sentimiento de hartazgo y rechazo al régimen ampliamente extendido en la sociedad tunecina.
Lo inesperado de lo ocurrido en Túnez es que la acción individual de Bouazizi haya actuado como catalizador de un movimiento de confrontación con el Estado que arranca de la base de la sociedad y se extiende al resto de la misma, consiguiendo que el malestar socioeconómico vinculado a la falta de oportunidades cristalice en una protesta política contra la corrupción y el autoritarismo, y en defensa de valores ciudadanos como la democracia y los derechos humanos. Este programa regenerador, sin un liderazgo claro, ha proporcionado a la revuelta una base social muy amplia y tiende puentes entre actores sociales y políticos hasta ahora distanciados, con ideologías, trayectorias y referentes variados. Conviene no olvidar, sin embargo, que la revuelta tunecina no habría alcanzado tan rápidamente sus objetivos si la cúpula militar no se hubiera negado a reprimirla y si no hubiera empujado a Ben Alí a abandonar el país, en lo que puede ser calificado como un golpe de mano palaciego. Paradójicamente, la debilidad del ejército tunecino –con unos efectivos cercanos a los 30.000 hombres, muy inferiores a los del sobredimensionado aparato de seguridad y sin conexiones aparentes con el entramado de corrupción benalista– facilitó que la institución castrense decantase el resultado de la revuelta hacia la calle, posiblemente con el beneplácito de EE UU.
Una vez que el muro del miedo fue derribado en Túnez, el mensaje recibido por el resto de sociedades del mundo árabe es que la democracia es posible en la región. Ya no hay una “excepción árabe”: la democracia aparece como una opción alcanzable que permite superar el dilema tramposo alimentado por los regímenes de la región entre una pretendida “estabilidad autoritaria” o el caos al que conduciría la llegada al poder de los movimientos islamistas. El papel desempeñado por la juventud en la revuelta tunecina proporciona una inyección de autoestima colectiva a una nueva generación que toma conciencia de su condición de actor político con capacidad de transformar la sociedad.
Egipto y la resistencia de los regímenes
La extensión de las protestas a Egipto y la caída de Mubarak confirman el profundo hartazgo causado por el mal gobierno. La pregunta no es ya si estas demandas de cambio llegarán al resto de países sino cuándo, a través de qué vías y con qué alcance. Si en Túnez prendió la mecha, el desarrollo de las protestas en Egipto confirmó las dificultades de los regímenes para resistir esta dinámica de cambios.
Tras dos semanas de revueltas, el régimen egipcio parecía dar muestras de una mayor capacidad de resistencia ante las movilizaciones multitudinarias iniciadas tras la convocatoria lanzada en Facebook por la plataforma “Jóvenes 6 de abril”. A partir del 4 de febrero, las movilizaciones, sin embargo, crecieron en intensidad e incluyeron progresivamente a sectores diversos de la sociedad, más allá de diferencias religiosas, políticas y generacionales, llegando no sólo a la plaza Tahrir en El Cairo sino también a otras ciudades como Alejandría, Suez o Al-Mansura. Consciente de su condición de socio estratégico de los intereses estadounidenses en la región, la respuesta de Mubarak ante la ola de contestación fue tratar de evitar a toda costa un desmoronamiento del régimen similar al ocurrido en Túnez. Asumiendo la inevitabilidad de acometer reformas políticas, el régimen intentó controlar los tiempos y pilotar el proceso. Las concesiones parecían destinadas a limitar las presiones internacionales: designación por primera vez en 30 años de un vicepresidente en la figura de Omar Suleiman, antiguo responsable de los servicios de seguridad y pieza clave en las negociaciones entre palestinos e israelíes; cambio de gobierno; renuncia de Mubarak a concurrir a las elecciones presidenciales de septiembre de 2011.
Las exigencias de la calle eran otras: la renuncia inmediata de Mubarak, la disolución del Parlamento, la formación de un gobierno de unidad nacional, el inicio de negociaciones para la reforma de la Constitución y el levantamiento del Estado de excepción. Incapaz de resistir la presión ciudadana, Mubarak se retiraba del poder el 11 de febrero.
A diferencia de Túnez, el papel del ejército ha sido más ambiguo al ser una de las espinas dorsales del régimen de cuyo funcionamiento se ha beneficiado. Aunque no se desmarcó de Mubarak hasta el último momento, la cúpula militar ha conseguido construir una imagen como actor neutral con capacidad para liderar el proceso de transición. Su rechazo a enfrentarse a la población civil ha sido decisivo para convertirle en un actor clave en el periodo post-Mubarak en el que no solo está en juego el éxito del proceso democrático sino también la preservación de sus intereses.
Una oportunidad para impulsar la democracia
Hasta ahora, los regímenes árabes habían sido capaces de controlar las protestas ligadas a la subida del precio de los productos de primera necesidad, al paro juvenil, a las dificultades para acceder a una vivienda y a la ausencia de oportunidades de movilidad social que se suceden de forma cíclica en la región durante las últimas décadas. La respuesta habitual había sido combinar la represión con concesiones y promesas de carácter socioeconómico con las que desactivarlas momentáneamente. Esto fue lo que ocurrió en Argelia, a principios de enero de 2011, cuando el presidente Abdelaziz Bouteflika respondió a las protestas garantizando el mantenimiento de las subvenciones a los alimentos básicos y prometiendo una disminución de aranceles e impuestos a la importación, en un país donde la ausencia de mecanismos de redistribución de la renta energética es flagrante y ha sido el motor de los disturbios sociales repetidos desde 2000. En Túnez, por el contrario, la politización de las protestas, que se producían al mismo tiempo que las que tenían lugar en Argelia, hizo subir el listón de las demandas, haciendo que la reacción de un Ben Alí desconectado de la realidad, que prometió in extremis la creación de 300.000 puestos de trabajo, no fuera ya considerada ni creíble ni suficiente.
Lo ocurrido en Túnez ha impulsado en el resto de países árabes una evolución de la agenda reivindicativa sustentada en la convicción, cada vez más extendida, de que con reformas y concesiones de carácter socioeconómico no es posible solucionar una situación de mal gobierno, autoritarismo y corrupción que tiene su origen y es responsabilidad de los regímenes autocráticos que desde hace décadas rigen los destinos de los países de la región. El déficit de gobernanza compartido en los diferentes Estados árabes es el caldo de cultivo de unas demandas de regeneración democrática como base para alcanzar un desarrollo social y económico más equilibrado. Estas demandas de cambio, alejadas del proyecto de creación de Estados islámicos o de la ideología panarabista, tienen una dimensión nacional y se plantean circunscritas a cada uno los países.
En países como Jordania, las protestas hasta ahora no han estado orientadas a conseguir un cambio de régimen, sino a la puesta en marcha de reformas políticas para el establecimiento de una monarquía parlamentaria. En Marruecos se están multiplicando los llamamientos en esa misma dirección por parte de nuevos movimientos virtuales como “Democracia y libertad ahora”, que intenta, a través de Facebook, movilizar a la sociedad por una transformación profunda del sistema político, y de actores de la oposición no institucionalizada como el movimiento islamista Justicia y Caridad. A esto se añaden iniciativas individuales como la del excapitán Adib, antiguo oficial marroquí encarcelado por denunciar la corrupción en las fuerzas armadas, o intelectuales como el escritor Abdellatif Laabi. Parece difícil que puedan volver a producirse de forma tan cómoda sucesiones familiares al frente de los regímenes republicanos de la región, como la que en 2000 permitió a Bashar el Assad suceder a su padre en la presidencia de Siria. Al igual que en Túnez y Egipto, la cuestión de la sucesión ha sido uno de los elementos que alimenta las protestas en Yemen y que ha obligado a su presidente, Alí Abdullah Saleh, a renunciar a la reelección cuando concluya su mandato en 2013.
Más allá del desenlace de la tendencia democratizadora que se perfila en la región, es una oportunidad para que la Unión Europea y sus Estados miembros apoyen decididamente unos procesos de cambio que cuentan con el respaldo mayoritario de la sociedad. La política de la UE y sus Estados ha sido hasta ahora la de respaldar abiertamente a regímenes autoritarios y corruptos contribuyendo a perpetuar un statu quo que ha demostrado ser sinónimo de inestabilidad. La creencia de que las reformas económicas llevarían a un círculo virtuoso que crearía las condiciones sociales adecuadas para la puesta en marcha de reformas políticas ha demostrado ser una falacia. La oleada de protestas que atraviesa la región confirma el fracaso del modelo diseñado por la UE para sus relaciones con el Mediterráneo. Los asuntos de gobernanza y derechos humanos, incluidos en el tercer “cesto” del Proceso Euromediterráneo lanzado en 1995 en la Conferencia de Barcelona, se han ido diluyendo en una agenda de carácter cada vez más centrada en la economía y la seguridad. La progresiva despolitización de la agenda, claramente visible en el planteamiento de la Unión por el Mediterráneo, ha desconectado a los dirigentes europeos de unos ciudadanos que con sus movilizaciones han situado las cuestiones de la democracia y el buen gobierno en el centro de las reivindicaciones. La Política Europea de Vecindad también ha fracasado como motor de transformaciones políticas y económicas. No deja de ser llamativo que Túnez y Egipto sean los países con los que la UE negociaba, después de Marruecos, la concesión de un Estatuto Avanzado como reconocimiento a las reformas llevadas a cabo.
Pese a su reacción tardía y timorata, la UE tiene una nueva oportunidad para conectar con esas demandas ciudadanas y contribuir al desarrollo democrático de la región. Ello exigirá no solo una revisión en profundidad de los instrumentos y la ayuda ya existente, sino también una decidida voluntad política para apoyar la consolidación de sistemas democráticos. Del éxito de los procesos democratizadores en ciernes, y no de otros factores, depende la estabilidad y el desarrollo de la región.