En 2019 se celebran 20 años desde el comienzo de la construcción de una política europea de inmigración y asilo. Veinte años de un proceso imprescindible para garantizar uno de los grandes hitos del proyecto europeo, como es la libre circulación. La creación de un espacio interior común por el que la ciudadanía de la Unión Europea podía circular libremente obligaba a avanzar en la definición de una política exterior común para articular la gestión de unas fronteras que, por defecto, se habían vuelto comunes.
La libre circulación y la consolidación del espacio Schengen es uno de los grandes avances del proceso europeo, según afirman dos tercios de las personas encuestadas en el último Eurobarómetro. Sin embargo, la política de inmigración europea, pieza clave de este entramado, continúa inacabada. No es una cuestión baladí: las políticas de inmigración afectan a dos elementos claves del Estado-nación sobre el que se sustenta el sistema internacional: la población y el territorio. Decir quién entra a formar parte de un país y cómo se articula esta entrada son cuestiones consustanciales para los Estados europeos, posiblemente ello explique las enormes reticencias para ceder competencias en este ámbito. En la UE, la política de inmigración se ha convertido en un elemento de tensión entre la lógica estatal y la dinámica supranacional.
Cuando en 1985 se firmó el Tratado de Schengen para suprimir los controles en las fronteras interiores –entonces entre 10 países–, la idea era avanzar en el control conjunto de las exteriores y establecer una serie de medidas comunes en materia de visados, asilo, cooperación policial y judicial. El Tratado de Ámsterdam de 1997 incorporó el acervo Schengen en el ámbito normativo comunitario, permitiendo la excepción británica e irlandesa pero convirtiéndose en obligatorio para las nuevas adhesiones a la UE. Sin embargo, no fue hasta…