Casi cuatro años después de la guerra de Afganistán y dos años y medio después de la invasión de Irak, el terrorismo islamista sigue amenazando al mundo. Los atentados del 7 de julio en Londres, los ataques frustrados en la misma ciudad el 21 de julio y dos días más tarde, las bombas en Egipto, muestran el alcance de un desafío con el que probablemente haya que lidiar durante varias generaciones.
El origen de los autores de los atentados en la capital británica, residentes y educados en el país, ha causado la lógica preocupación en los gobiernos europeos, conscientes de la existencia de potenciales terroristas en sus comunidades islámicas. En el caso de Sharm el Sheij, los dictadores de la región han recibido un nuevo mensaje. Si han sido castigados por sus modos autoritarios, o por ser aliados de Estados Unidos, quizá sea irrelevante: ha sido un recordatorio a los países árabes de que ellos son tan objetivo del terrorismo como Occidente.
La nueva oleada de atentados revela que la dinámica de inestabilidad no cesa y por ello, sin cejar un ápice en la lucha contra los violentos, es también momento de recapacitar y extraer algunas conclusiones de los primeros cuatro años de guerra contra el terrorismo.
En su discurso en la academia del FBI en Quantico (Virginia), tras regresar de la cumbre del G-8 en Escocia, donde fue testigo de los atentados de Londres, el presidente de EE UU, George W. Bush, dijo: “Estamos luchando contra el enemigo en Irak y Afganistán para no tener que hacerlo en casa”. Uno de sus asesores matizó las palabras del presidente, al señalar que la guerra en Irak atraía terroristas al lugar “donde tenemos una fuerza militar y una coalición que les puede hacer frente, de modo que no tengamos aquí el…