Transcurría la década de los años sesenta cuando un grupo de visitantes procedentes de tierras tan lejanas como Suramérica se quedaron maravillados de los alemanes. En todas partes. eran los mejores y los más capaces, tanto en el Este como el Oeste. Además, mantenían fabulosas relaciones con las dos potencias mundiales, unos con Washington y los otros con Moscú. Cada uno en su campo era el primero. Pero en realidad –decían los visitantes, haciendo un guiño malicioso– los alemanes de ambos lados estaban confabulados y trabajaban para su propio beneficio.
Por aquel entonces resultaba penoso e imposible hacer creer que la República Federal de Alemania y la República Democrática Alemana estaban realmente tan enemistadas como parecía. Sólo en nuestros días, a casi cuarenta años de la fundación de ambos Estados, los ale- manes comienzan a preguntarse por qué ellos mismos agudizaron aún más una división que otros les habían impuesto. Hoy día, sólo a duras penas puede explicárseles a los jóvenes lo que significó la guerra fría y cómo se agravó en Alemania hasta el punto de convertirse en una suerte de guerra civil fría: la RFA, como la democracia occidental convertida en Estado; la RDA, como el socialismo del Este convertido en Estado. Las dos pretendían, debían incluso, intentar extender su propio sistema, según ellas lo entendían, a toda Alemania. Como las dos Repúblicas se aferraban al objetivo de la reunificación, sólo existía una alternativa entre dos opciones: una Alemania a imagen y semejanza de la RFA o una como la RDA. Sin embargo, las jóvenes generaciones, que no vivieron todo esto y que sólo conocen la República federal o la República democrática, apenas comprenden la pretensión de carácter absoluto con que cada parte se arrogaba el derecho a representar el todo, negándole a la otra parte el derecho…