El cardenal Joseph Ratzinger fue elegido Sumo Pontífice el 19 de abril de 2005 después de un breve cónclave (bastaron sólo tres votaciones) convocado a la muerte de Juan Pablo II, el 2 de abril. El 264º sucesor de Pedro se presentó como un “simple y humilde trabajador de la viña del Señor”, y los medios de comunicación del mundo entero acogieron con cierta sorpresa y, en algunos casos, con no escondida contrariedad, la elección de quien había sido durante más de dos décadas prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el organismo vaticano que ha sustituido al Santo Oficio y a la Inquisición.
Han pasado desde entonces cuatro años que en la historia bimilenaria de la Iglesia cristiana no son muchos, pero que permiten una primera aproximación al juicio que han suscitado las decisiones y posiciones de Benedicto XVI. Una primera observación es que resultaba un handicap considerable suceder a Karol Wojtyla, que a lo largo de sus 27 años de pontificado recorrió el planeta de cabo a rabo, había publicado 13 encíclicas –algunas con resonancia mundial como la Centesimus Annus de 1991–, pronunciado miles de discursos y, desde su esfera, había contribuido al desplome del imperio soviético cambiando la morfología política del mundo. Aunque Ratzinger había sido durante más de 20 años uno de sus más cercanos colaboradores y consejeros, sobre todo en materias doctrinales, asumir la herencia de tal coloso suponía un riesgo, especialmente para una persona que llegaba a la “cátedra de Pedro” tres días después de haber cumplido los 78 años en el curso de los cuales se había manifestado algún achaque de vejez.
Ratzinger era consciente de estos dos condicionamientos, como de la deformada imagen que de él se había forjado una parte considerable de la opinión pública dentro y fuera…