CUANDO, hace ahora un año, la devaluación de las divisas del sureste asiático originó una crisis financiera hasta entonces inimaginable, se desataba un proceso de profundas ramificaciones económicas y políticas que aún no ha terminado. La entrada de Japón en recesión y la mayor caída del yen en ocho años amenazaban –hasta la intervención conjunta en los mercados de la Reserva Federal de Estados Unidos y del banco emisor japonés el 17 de junio– con una segunda ola de devaluaciones que podía esta vez incluir a China y afectar de manera directa a las economías norteamericana y europeas. La intervención es sólo un respiro mientras las autoridades japonesas no acometan la reforma de su sistema financiero y avancen en la desregulación de su economía. La recesión japonesa abre una segunda fase de la crisis asiática y acentúa el pesimismo sobre la recuperación del continente.
La atención sobre los aspectos económicos de la crisis no debe hacer olvidar, sin embargo, que también marca un punto de inflexión político, tanto para las perspectivas de la liberalización de los regímenes de la región, como por su influencia sobre el equilibrio regional de poder y sus implicaciones en el campo de la seguridad. Es desde esta perspectiva donde resulta más fácil combatir la tranquilidad de Occidente. Si la quiebra económica en Asia significaba para algunos un nuevo triunfo del “modelo” occidental, las pruebas nucleares en la India y Pakistán y la crisis indonesia revelaban que Asia, por encima de los datos económicos, vive también una revolución política.
La crisis económica asiática, los ensayos nucleares de la India y Pakistán y la salida del poder de Suharto después de 32 años son, sobre todo, una llamada de atención a Occidente. No necesariamente de alarma, pero sí ponen de relieve la necesidad de estudiar y comprender…