Aunque, transcurridos 10 años desde su puesta en marcha, el Proceso de Barcelona ha registrado avances que han quedado contrastados, la sensación predominante es que este proceso está lejos de haber desarrollado todo su potencial para alcanzar los objetivos fijados en 1995.
El primer ejercicio de introspección fue realizado por los ministros de Asuntos Exteriores en septiembre de 2000 en Marsella. Desde entonces, se considera que este proceso no tiene una alternativa viable pese a que siga padeciendo el pecado original de querer reconciliar lo que es, todavía hoy, irreconciliable. Es decir, querer dominar unas realidades propias de Oriente Próximo que están fuera del alcance de los actores europeos impulsores del Proceso de Barcelona. Paradójicamente, esta buena voluntad ha frenado la dinámica del proceso, que había apostado por una rápida normalización israelo-árabe. Además, se ha percibido en los países participantes unas voluntades políticas muy diferenciadas, percepciones y prioridades contrastadas que han podido frenar su movimiento.
En este contexto, y desde el punto de vista del procedimiento político, a lo largo de esta década se ha podido advertir una doble tendencia en el comportamiento de los políticos deseosos de hacer prevalecer sus respectivos intereses.
Por un lado, el recurso a la vía bilateral como medio para evitar o solucionar problemas que la geometría multilateral no hubiese permitido superar. Se recurrió a ella cuando se trataba, por parte europea, de abrir una brecha sentando un precedente con un país del Sur para hacerlo valer ante los demás; un precedente que el sentido de solidaridad colectiva entre los países del Sur sin duda hubiese podido hacer fracasar. Además, a menudo se ha preferido el mano a mano con la Unión Europea (UE) a la búsqueda de una concertación sólida que resistiese al juego normal de las presiones de un determinado socio: con frecuencia, la obligación de solidaridad cuando hay tanto en juego es considerada más como un valor formal que como un arma colectiva de negociación.
Por otro lado, y debido a cierta apatía de los Estados para desarrollar iniciativas, son los impulsos y las propuestas de la Comisión Europea los que más han hecho progresar el proceso en las cuestiones económicas y comerciales (las dimensiones cultural y social siguen siendo el pariente pobre). A cambio, es verdad, de cierto unilateralismo sufrido y, finalmente, aceptado. En realidad, esta práctica viene a compensar la falta de dinamismo de los Estados o las obstrucciones recurrentes a la hora de reforzar el proceso.
Con la ampliación de la UE, los principios iniciales de Barcelona se han visto alterados. La UE ha integrado a ocho países no mediterráneos que, por su pertenencia geográfica y cultural, van a contribuir a desplazar un poco más hacia el Norte y el Este el centro de gravedad política, mientras que Chipre y Malta deberán soportar la masa del conjunto comunitario. Además, el estatuto preferente alcanzado por Turquía desde el 17 de diciembre de 2004, la sitúa ya en una órbita descentrada en relación con los desafíos propios del Proceso de Barcelona.
El rasgo más característico desde Barcelona 1995 seguirá siendo el alejamiento persistente de las perspectivas de paz en Oriente Próximo. El nacimiento del Estado palestino no volverá a figurar en el orden del día hasta dentro de mucho tiempo. La prioridad, apoyada por la UE, recae en la agenda israelí de que los propios palestinos luchen contra la Intifada y «democraticen” sus estructuras administrativas embrionarias. Por su parte, la estrategia consistente en disociar, ahora y siempre, el conflicto israelo-árabe de las cuestiones aún pendientes con Siria y Líbano, contribuye más a hacer que la confianza se desmorone que a reforzar el proyecto subyacente de una coexistencia pacífica entre árabes e israelíes, buscada por los promotores europeos del proceso.
Esperábamos de los países magrebíes que se singularizasen a través de una acción voluntarista basada en su pertenencia magrebí, en las relaciones tejidas desde hace tiempo con la UE mediante los acuerdos de cooperación de 1976 y la densidad de los intercambios económicos, comerciales y humanos; pero la cuestión del Sáhara Occidental es invocada para criticar con dureza los intentos de acercamiento comunes. El argumento seguramente carece de pertinencia en la medida en que la división de Chipre no ha supuesto un obstáculo para su adhesión a la UE. Al mismo tiempo, el Proceso de Agadir se ha elaborado sin la participación de Argelia pese a los deseos expresados de incluir a este país al iniciarse las discusiones. Asimismo, la exclusión que afecta a Libia supone un problema mayor, dado que es el socio europeo quien dicta las condiciones que debe cumplir este país para su integración, pese a la regla de consenso que rige el funcionamiento de la mecánica del Proceso de Barcelona.
Dos aspectos adicionales han hecho que los objetivos del diálogo y la cooperación euromediterráneos se vuelvan más difíciles de alcanzar que al principio: la irrupción con fuerza del factor religioso armado y los riesgos crecientes de distanciamiento cultural en un contexto post 11 de septiembre de 2001 de obsesión por la seguridad, de intervención en Irak y de confusión entre islam y terrorismo.
De un modo subrepticio, estos factores han alimentado una visión europea percibida como una política de contención en el sur del Mediterráneo. ¿Acaso no han surgido recientemente ciertas sospechas a propósito de la supuesta posesión de armas de destrucción masiva (ADM)? Tras convencerse de que Irak poseía ADM, la UE quiere persuadirse de que los socios árabes que forman parte del proceso son potenciales poseedores-proliferadores de ADM. A la vez que exige de ellos un compromiso de no poseer ADM en nombre de la nueva política de vecindad, Israel se ve exonerada de presentar garantías de no proliferación nuclear. Así, por esta misma política, las mercancías, los capitales y los servicios podrán circular con mayor libertad según las normas comunitarias, mientras que sólo las personas útiles para el funcionamiento de estas tres libertades podrán tener acceso al territorio europeo.
Lo que equivale a decir que la cita de Barcelona 2005 se expone a unos retos multiplicados, en la medida en que la dimensión de civilización ha pasado a formar parte de los debates. Una dimensión de la que se echa mano en relación con la problemática de la adhesión de Turquía a la UE, revelando de este modo la existencia de segundas intenciones a propósito de una incompatibilidad de los valores musulmanes con los valores democráticos europeos. Una tesis expuesta de forma brutal en numerosas ocasiones por representantes israelíes en el marco euromediterráneo. Lo que no reduce ni un ápice el deber de realizar reformas democráticas en los países árabes, reformas que podrán desempeñar un papel de catalizador en el paso a una cooperación política reforzada y arrebatar a Israel un argumento propagandístico que contribuye a incrementar las diferencias político-culturales.
La cooperación subregional
Debido precisamente a estas dificultades, a estos diferentes planteamientos y al juego de intereses cruzados existente, los países del Magreb están llamados a convertirse en la fuerza motriz para que la cooperación pase a un nivel superior. El Proceso de Barcelona podría ser reorientado ventajosamente hacia el Magreb sobre la base del principio de diferenciación subregional. Dicho principio, admitido desde la aprobación del plan de acción de Valencia, conoce un comienzo de materialización a través de los proyectos de interconexión eléctrica entre Argelia, Marruecos, Túnez y la UE.
Bajo una forma distinta, este principio ganó terreno en la cuestión política y de seguridad cuando se inició el diálogo sobre la política europea de seguridad y defensa (PESD) con los países socios interesados. Los magrebíes tienen un gran interés en este reajuste porque uno de los elementos para la ruptura del diálogo político multilateral, en concreto la cuestión del terrorismo, constituye un punto de convergencia cristalizado en el marco del “5+5”. En efecto, el debate sobre la definición del terrorismo como elemento previo a la cooperación, ha dejado su lugar a una clara identificación de las amenazas comunes. Los magrebíes, con la excepción de Libia, también participan en el diálogo mediterráneo de la OTAN y éste se amplía a través de la UE a expensas de un análisis profundo de las respectivas complementariedades y prioridades.
Este planteamiento por diferenciación ha provocado una ruptura con el dogma de “todos juntos o nada”. Dado que el pragmatismo autoriza una mayor flexibilidad en la acción, el camino hacia una cooperación euromagrebí en el marco de Barcelona se encuentra entreabierto. Un reajuste que requerirá una base institucional adecuada. La vía del Espacio Económico Europeo puede ser desbrozada con las adaptaciones necesarias para las especificidades de una nueva configuración que se aproxime a un “estatuto preferente” subregional. Teniendo en cuenta la experiencia de una década, un proceso euromediterráneo a dos, o incluso a tres velocidades, deberá afirmarse como orientación pragmática capaz de impulsar la cooperación global. Europa ha evolucionado al ritmo de los sucesivos tratados constitucionales y de las cooperaciones reforzadas. La construcción de una relación preferente dirigida a agrupar unas complementariedades euromagrebíes tan evidentes es un interés común.
Sin embargo, se podría ver en el carácter globalizador de una política europea de vecindad –que, debido a las circunstancias, diluya la especificidad mediterránea en un conjunto que se extiende hasta el Cáucaso–, un indicio de incompatibilidad con la aspiración de que surja un núcleo duro euromagrebí dentro del marco de Barcelona. El riesgo de ver el Proceso de Barcelona englobado dentro de la política de vecindad es tan real que los programas de cooperación se desarrollan progresivamente bajo la etiqueta de la PEV. Pero querer uniformar un entorno geopolítico tan complejo y amplio para proteger el espacio europeo de las turbulencias de sus vecinos parece pecar, una vez más, tanto de valorar en exceso la capacidad comunitaria para proyectar las normas europeas de conducta y del mercado a este entorno, como de descartar de rebote la estrategia mediterránea acordada mutuamente en Barcelona. Así, los socios que han pasado a ser vecinos han visto cómo se les ofrecía en los planes de acción un catálogo de recomendaciones sobre la forma de gobernar que deben cumplir a cambio de pertenecer, en un futuro indeterminado, al reducido círculo de amigos de la UE, al mismo nivel que Moldavia.
La puesta en marcha excesivamente tecnocrática de este nuevo planteamiento nos aleja del pragmatismo político necesario como fruto de la evolución del Proceso de Barcelona a lo largo de una década y, por tanto, de la dimensión subregional como fuerza motriz de la cooperación euromediterránea.
No obstante, está claro que la iniciativa de proponer un proyecto político subregional euromagrebí en el marco de Barcelona se debe, en primer lugar, a los propios magrebíes, en la medida en que el socio europeo ha realizado su parte del trabajo al elaborar una respuesta a los retos posteriores a la ampliación según su visión y su papel, en especial en relación con Estados Unidos y Rusia. Pero no es seguro que la tecnoestructura comunitaria vea en ello algún interés. De todas formas, la reflexión sobre este reajuste en sus dimensiones política y constitucional podría abrirse dentro de la perspectiva de Barcelona II.