Una dotación muy desigual de recursos naturales –desiertos extensos, poblaciones diseminadas, de un lado; tierras fértiles y demografía equilibrada, de otro– una lejanía técnica respecto a la Revolución Industrial, motivada, quizá, por la unidad entre religión y política. El colonialismo se cuela en la ecuación: no fue capaz de imprimir un dinamismo a unas sociedades demasiado prisioneras de una tradición de inmovilidad. Estas causas, y probablemente otras como el “intervencionismo nacionalista” nacido con la independencia que no consigue convertir las riquezas del suelo y del subsuelo en crecimiento generalizado, explican las diferencias en las formas de vida y tasas de desarrollo en las que viven las dos orillas del Mediterráneo. Sin embargo, la explicación resulta insuficiente.
Europa, por vecindad sobre todo, se tropieza con la responsabilidad de encontrar el modo de reducir las diferencias económicas, por lo menos, y en alguna medida, propiciar sistemas políticos con mayor participación ciudadana.
Diez años después de la Declaración de Barcelona, de 1995, se revisita la colaboración euromediterránea. Los protagonistas, aunque parecidos, han experimentado algunos cambios. Los comunitarios son 25. Turquía, candidato a Estado miembro de la Unión Europea.
Pero, ¿por qué sólo Turquía? ¿Por qué no los restantes? Los compromisos políticos y sociales que exige la entrada en el club son demasiado peligrosos para la estabilidad interna. La UE del euro y de las monedas nacionales funciona sin fricción a dos velocidades. En la bicicleta europea se pueden ajustar varios piñones y marcar distintas velocidades de subida por la rampa de la democracia.
La abundancia de recursos energéticos en la aridez del Sahara reclama inversiones industriales que no se limiten sólo al gas y al petróleo. Estas iniciativas necesitan la colaboración de los poderes políticos locales, más preocupados de mantener el statu quo que de impulsar el desarrollo de la sociedad. Entre los…