«En el futuro, aún más que en los últimos cuarenta años, los Estados Unidos necesitarán que sus aliados participen en los riesgos y en los gastos de la defensa común.» (Discriminate Deterrence, p. 3).
España ha vivido paralelamente a la transición democrática una modificación de su situación internacional. Del aislacionismo propio del antiguo régimen, apenas paliado por la relación bilateral con los Estados Unidos, España ha accedido a la condición de miembro de las Comunidades Europeas y de la Alianza Atlántica. A través de las contradicciones y los espasmos propios de toda catarsis, la pertenencia a ambas instituciones es hoy objeto de un amplio consenso político. Incluso, en lo que a la seguridad se refiere, a excepción de fuerzas marginales de izquierda y del propio Partido Comunista, todos los partidos políticos apoyan la participación de España en la OTAN, cualesquiera que sean las razones de su posición y las matizaciones más o menos retóricas de la misma.
El Acuerdo de principio con los Estados Unidos, que garantiza el mantenimiento de la presencia norteamericana en España durante los próximos ocho años, permite avanzar en la definición operativa de nuestra posición en la OTAN y nuestra aproximación a otros foros europeos de seguridad. En una palabra, a la definición de una política española de seguridad.
Ha sido el azar, o tal vez la necesidad, lo que ha hecho coincidir esta fase de la política exterior española con una nueva era de las relaciones internacionales determinada por el acuerdo soviético-norteamericano de Washington del pasado mes de diciembre.
Ante tal situación, los principales Estados de Europa se hallan en trance de redefinir su política de seguridad. Gran Bretaña, europeizándola, pese a haber reactivado sus capacidades de intervención fuera de área; Francia, normalizando progresivamente sus relaciones con los aliados, pese a mantenerse fuera de…