Existe la sensación general de que el mundo se halla en el umbral de una nueva era. Los problemas, las pasiones y sobre todo las utopías del pasado reciente se han convertido de pronto en algo sin interés. Sin embargo, antes de que se proclame ufanamente y se inaugure con majestad un nuevo orden mundial, es necesario un serio reexamen geoestratégico, no sea que el desorden mundial llegue a dominar el comienzo de la era postguerra fría.
El fin de la guerra fría marca la tercera gran transformación en este siglo de la estructura organizativa y del espíritu impulsor de la política mundial. Las dos primeras grandes transformaciones no acrecentaron la seguridad internacional. Ahora, la cuestión es si lo hará la tercera.
El catalizador de la tercera transformación es el triunfo de Occidente y, específicamente, Estados Unidos, en el desenlace de la guerra fría. Por consiguiente, mucho depende de las implicaciones geoestratégicas que se extraigan de la conclusión de esa era, especialmente las que saquen Estados Unidos y aquellas naciones que fueron sus socios principales en aquel prolongado empeño.
II
La primera transformación se produjo por el hundimiento del equilibrio de poder en Europa y, por lo tanto, de su posición decisiva en el mundo. El equilibrio lo mantenían varios imperios centrados en Europa, pero mundiales. El sistema europeo, dominante en el mundo entero y conservador en sus conceptos, existía desde 1815 y se deshizo al fin porque no fue capaz de asimilar la ascensión del poder nacional alemán ni de contener las fuerzas centrífugas de un chauvinismo creciente. La Primera Guerra mundial fue en realidad la última guerra europea entablada entre potencias europeas de importancia mundial.
Aquella guerra dio origen a un abortivo intento de reorganizar Europa y, de esta forma, indirectamente, el sistema internacional en su totalidad, sobre la base de un nuevo principio: la primacía suprema de la nación-Estado, con el nacionalismo cómo combustible de las emociones políticas. La consecución –o acrecentamiento– de la independencia nacional se convirtió en el fin sagrado de la política, y la protección –o expansión– de las fronteras nacionales se consideraba medida fundamental del éxito.
El resultado fue un fracaso tremendo. Aquel nuevo orden europeo era demasiado precario para sobrevivir mucho tiempo. El imperativo territorial encendía conflictos entre los Estados, y el mapa de Europa estaba tachonado de débiles Estados nacionales, razones por las que sólo era cuestión de tiempo el que ocurriera una nueva erupción. Otra vez fue Alemania el precipitante, aunque no enteramente la causa original, de la explosión consiguiente.
La Segunda Guerra, en realidad la primera guerra verdaderamente mundial, consumó el suicidio histórico de Europa. En el transcurso de aquella guerra, Europa dejó de constituir el centro efectivo de la política del mundo y pasó a ser, en lugar de ello, el escenario crítico de una competición mundial mantenida por dos poderosos Estados extraeuropeos. Ambos se daban cuenta de que el control geoestratégico de Europa equivaldría al control eventual de Eurasia, y que el control de Eurasia proporcionaría la preponderancia mundial. En consecuencia, a lo largo de la subsiguiente guerra fría, Europa fue para cada uno de ellos la apuesta principal.
La política mundial se transformaba de nuevo, pero, por primera vez en casi medio milenio, ya no se veía decisivamente afectada por la competición ni por las decisiones de las principales potencias europeas. Europa, en lugar de ser el sujeto, se convertía en el objeto de una pugna mundial.
La competición de las dos superpotencias se alimentaba no sólo del nacionalismo tradicional sino de un poderoso ingrediente nuevo: la ideología. Este imperativo doctrinal infundía en el conflicto un grado sin precedentes de convencimiento intelectual de la propia virtud. La lucha entre Estados Unidos y Rusia adquirió así rápidamente un carácter maniqueo, con dos concepciones antagónicas, no sólo de la organización social, sino, en definitiva, incluso de la naturaleza del propio ser humano. Cada una de las superpotencias se veía a sí misma como portadora de valores universalistas y al adversario como encarnación del mal.
Tampoco esta segunda gran transformación de la política Mundial de este siglo –igual que la primera– consiguió acrecentar la genuina seguridad internacional. El conflicto de 45 años entre las dos superpotencias trajo consigo, en primer lugar, riesgos enormes. Al intensificar la hostilidad ideológica la carrera de armamentos y al poseer sus armas por primera vez una capacidad mortífera en escala de destrucción mundial, la rivalidad de las superpotencias fue enormemente costosa en términos económicos y potencialmente devastadora hasta más allá de lo imaginable.
A la larga, Estados Unidos consiguió, en primer lugar, disuadir a la Unión Soviética de dominar Eurasia y, en segundo, desacreditar su ideología y agotar su economía. Los tardíos esfuerzos de los dirigentes soviéticos por poner en movimiento un proceso de renovación interior crearon aperturas que permitieron que se intensificara la lucha contra su control sobre los Estados vasallos. Esta lucha se alimentaba de resentimientos nacionalistas y de la percepción ideológicamente importante del fracaso del sistema socioeconómico al estilo soviético en cuanto a igualar los resultados de la recuperación, patrocinada por Estados Unidos, de las extremidades oriental y occidental de Eurasia. La crisis de poder en el Kremlin y la percepción del fracaso histórico del comunismo hizo que al cabo del tiempo se desintegrara el imperio soviético.
La guerra fría terminó así sin guerra caliente. Al hacerlo de esta forma, produjo cambios fundamentales en dos dimensiones críticas de los asuntos mundiales: la geoestratégica y la filosófica. En Eurasia, la potencia soviética se retrajo no sólo a sus fronteras de 1940, sino que ahora se la pone en cuestión incluso dentro mismo de la Unión Soviética. Realmente, la supervivencia futura del propio sistema soviético está ahora en duda. Además, Alemania unida se encuentra hoy en la OTAN, los Gobiernos no comunistas de Europa oriental ansían el ingreso no sólo en la Comunidad Europea, sino también en la OTAN, mientras que China, políticamente independiente, hace firmes progresos en su pragmática modernización soviética. Geoestratégicamente, lejos de subyugar Eurasia, la Unión Soviética se encuentra a la defensiva dentro de ella.
El talante filosófico de nuestra época está dominado por los conceptos occidentales de la democracia y del mercado libre. Esto no es decir que tales conceptos se estén haciendo realidad con éxito en los Estados postcomunistas, sino afirmar que representan el criterio hoy prevaleciente. Las contrapuestas nociones del marxismo, por no hablar de su brote leninista-estalinista, tan intelectualmente dominantes en tiempos, están generalmente desacreditadas.
III
El fin de la guerra fría –y en particular sus desenlaces geoestratégico y filosófico, más bien unilaterales– tiene consecuencias directas sobre la tercera de las grandes transformaciones de la política mundial en este siglo1. La primera transformación se puede decir que fue alimentada por las aspiraciones nacionalistas dentro de una Europa que ya no era capaz de dominar al mundo pero sí aún de hacerlo pedazos. La segunda implicaba una competición mundial intensamente ideológica entre dos superpotencias no europeas. La estructura y el espíritu de la tercera están recibiendo forma cada vez más concreta bajo la influencia de la triunfante coalición occidental durante la guerra fría.
En el transcurso de ésta, la coalición adquirió un amplio carácter institucional, abarcando no sólo a Norteamérica y Europa occidental, sino también, de modo creciente, a Japón. Consideraciones de seguridad, el interés común en el crecimiento económico basado en el libre comercio mundial, el compromiso en unos fundamentos políticos democráticos y el impulso de las comunicaciones modernas han llevado a la coalición hacia una cooperación institucionalizada. En consecuencia, sus relaciones internas han venido a manifestar un modelo de conducta cuyo motor puede describirse en términos generales (aunque algo torpemente) como “transicionalismo funcionalmente pragmático”.
Importantes residuos, tanto de nacionalismo como de ideología, continúan manifestándose sin duda en los asuntos públicos incluso dentro de la coalición, y mucho más en el mundo en general. Pero estos impulsos tienden a verse restringidos por dos consideraciones pragmáticas cuando menos: maximizar la seguridad colectiva y promover un sistema de comercio internacional abierto. La aspiración a una seguridad colectiva surge de la conciencia de la vulnerabilidad incluso de las potencias principales frente a las armas de destrucción en masa, así como del coste prohibitivo del armamento moderno. Al mismo tiempo, la riqueza de las naciones es cada vez más una función de su capacidad de comerciar sin restricciones externas. Las nociones nacionalistas tradicionales de autosuficiencia militar y autarquía económica han quedado de este modo anticuadas.
La revolución en el comportamiento de los países más avanzados se ve reforzada no sólo por la creciente interacción y la familiaridad personal entre sus élites gobernantes, sino también por una profunda alteración de los valores públicos. Para el ciudadano común, los imperativos del consumo son ahora más importantes que los del territorio o de la ideología. Ni el deseo de independencia nacional completa ni el convencimiento de la propia virtud ideológica son los móviles dominantes que configuran la opinión pública de la coalición.
Es difícil encontrar un alemán medio que se sienta impulsado políticamente por la pasión de recuperar Alsacia-Lorena, un francés que sueñe con la reconstitución del imperio o ni siquiera un norteamericano desesperadamente temeroso de una dominación comunista mundial. El resultado es que el pragmatismo funcional, así como la institucionalización transnacional tienden generalmente a dominar las líneas políticas del Occidente democrático.
En el proceso, la triunfante coalición occidental –simbolizada por el grupo de las siete naciones industrializadas más importantes– está comenzando a transformar la política internacional en un proceso mundial más orgánico. Este proceso tiende a difuminar la distinción entre prioridades interiores y exteriores. También acrecienta la importancia del bienestar económico y político interno en la determinación de la conducta y la relativa importancia internacional de los Estados individuales. Al inhibir las armas nucleares el recurso a la guerra entre las potencias mayores, la política mundial se está haciendo semejante en algunos aspectos a los centros urbanos norteamericanos: una mezcla de interdependencia y desigualdad, con la violencia concentrada en los segmentos más pobres de la sociedad. Hoy, en una escala global, la guerra se ha convertido en un lujo que sólo se pueden permitir las naciones pobres.
Aunque moralmente desagradable, con todo, esta realidad acrecienta algo la seguridad mundial. Otro tanto consigue la difusión de la democracia. Este hecho ha sido incluso reconocido por el antes hostil Moscú. Como ha indicado el reflexivo e iconoclástico ministro de Asuntos Exteriores de la República de Rusia, Andrei Kozyrev: “Lo importante es que los países occidentales son democracias pluralistas. Sus Gobiernos se hallan bajo el control de instituciones públicas dispuestas por la ley, y esto prácticamente elimina la prosecución de una política exterior agresiva. En el sistema de los Estados occidentales… el problema de la guerra ha quedado esencialmente eliminado”.2
IV
Las amenazas a la seguridad internacional se han definido tradicionalmente en términos de relaciones Estado-Estado. Esto era especialmente así en una época en la que la nación-estado era el principal recipiente de la actividad política decisiva. Pero en la naciente edad de la política global orgánica, es igualmente probable que amenazas importantes se puedan originar dentro de los mismos Estados, ya sea por culpa de conflictos civiles, ya por la superior perfección tecnológica de los actos terroristas.
El carácter de la amenaza contra la seguridad con que ahora se enfrenta la comunidad mundial fue definido dramáticamente por el presidente de la Comisión de la CE, Jacques Delors, en su importante discurso de marzo de 1991 en el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos: “En todo nuestro entorno, ambiciones descaradas, ansias de poder, levantamientos nacionales y subdesarrollo se están combinando para crear situaciones potencial-mente peligrosas, que contienen las semillas de la desestabilización y el conflicto, agravadas por la proliferación de armas de destrucción en masa”.
Esta descripción general se puede ampliar con una larga lista de problemas específicos, algunos debidos a la conclusión de la guerra fría; otros, viejos conflictos regionales o legados del imperialismo; otros más, que es probable que surjan a causa del nacimiento de nuevas potencias regionales y otros, finalmente, consustanciales a la desigualdad y pobreza de la condición humana, exacerbadas por la explosión demográfica. Pero todos ellos se irán haciendo potencialmente más mortíferos por culpa del inevitable aumento de la difusión de las armas de destrucción masiva.
En consecuencia, al determinar cuándo y cómo tratar tales problemas, la comunidad internacional puede que tenga que ser guiada menos por nociones tradicionales de soberanía (por ejemplo: ¿está un Estado violando la soberanía de otro?) y más por las dimensiones de la amenaza en sí. En otras palabras, pueden desarrollarse situaciones en las que una intervención externa en los asuntos aparentemente internos de un Estado –como en Yugoslavia ayer, y quizá en otro lugar mañana– puede ser necesaria y justificada por las potenciales consecuencias de actividades que en los demás aspectos son de carácter interno y que no implican por si mismas colisiones entre Estados.
En estas complejas y dinámicas circunstancias, mucho depende de si el transnacionalismo pragmático se convierte o no en la materia definitoria pero también permanente de la tercera transformación de la política mundial en este siglo. Mucho depende, pues, de la resolución eventual de cuatro grandes dilemas estructurales, cada uno de ellos básico para la seguridad internacional y todos consecuencia del fin de la guerra fría.
Primero: ¿Cómo se definirá Europa a sí misma? ¿Será una verdadera Europa europea con una base supranacional, que insista en una profundización de la cooperación antes de ampliar la participación; o será una Europa de Estados que cooperen estrechamente, quizá más amplia que más profunda? ¿Cuál es más probable que acreciente la seguridad mundial, y a cuál de ellos debería favorecer Estados Unidos?
Segundo: ¿Cómo se transformará la Unión Soviética? ¿Es deseable desde el punto de vista de la seguridad internacional su conservación de una forma renovada, en beneficio de la “estabilidad”, o es en definitiva su transformación progresiva pero fundamental el camino más seguro hacia un acrecentamiento de la seguridad internacional?
Tercero: ¿Cómo se organizará la región del Pacífico? ¿Debería Estados Unidos seguir decisivamente involucrado en las disposiciones defensivas de la región, o habría que estimular a Japón a que asumiera un papel preeminente en concordancia con su poderío económico, y en este caso, qué impacto tendrá ello en la seguridad regional y, especialmente, en la probable postura de China?
Finalmente: ¿Cómo se pacificará el Oriente Próximo? ¿Puede Estados Unidos, tan profundamente absorbido hoy en los complejos problemas del Oriente Próximo, permitirse no promover con energía un marco de seguridad y acomodación, o son tan insolubles los problemas de la región, que la prudencia dicta una política de diplomacia cautelosa? ¿Qué es preferible desde el punto de vista de la seguridad internacional y la capacidad de Estados Unidos para contribuir a ella?
Las respuestas a estas preguntas contribuirán en gran medida bien sea a definir un sistema capaz de frenar y mitigar futuras amenazas a la seguridad mundial, bien a someterse a un estado de desorden mundial creciente. Cada zona presenta una serie de problemas de política decisivos y complejos. El desarrollo positivo de cada caso –o, por lo menos, tres de los cuatro– representaría una contribución importante al nacimiento de zonas de cooperación internacional política y económicamente estabilizadoras. Esto acrecentaría, como una mancha de aceite que se extiende, el alcance de la seguridad internacional y reduciría a niveles tolerables la inevitable presencia en el escenario mundial de cierto grado de violencia y conflicto.
V
La distribución del poder mundial se está alterando considerablemente con la aceleración de la unificación de Europa. El fin de la división de Alemania –evidentemente el cambio geopolítico más importante producido por el fin de la guerra fría– ha tenido el efecto, algo inesperado, de espolear realmente a los europeos occidentales (excepto a los británicos) a que adopten un calendario más ambicioso para la integración no sólo económica, sino también política y, con el tiempo, militar. Los propios alemanes, sagazmente, tomaron la cabeza en esta aceleración, fuertemente apoyados por los franceses. Su esperanza es que para finales de la década Europa occidental emerja como un actor internacional cada vez más decidido y resuelto.
La forma y extensión exactas de este nuevo participante mundial será probablemente poco definida durante algún tiempo. Es probable que unos difíciles debates respecto a la organización interna y las fronteras externas dominen el panorama europeo durante buena parte de la década. Lo mismo la participación norteamericana en este debate que el impacto de la crisis soviética es verosímil que compliquen el proceso de autodefinición y de auautoafirmación de Europa. Estos apremios pueden afectar a la capacidad de Europa para hacer efecto directamente sobre el estado de la seguridad internacional.
Dos imágenes principales del futuro de Europa se enfrentan actualmente, y Estados Unidos tendrá que hacer en algún momento una elección clara. Una de ellas fue expresada elocuentemente por el propio Jacques Delors. En el mismo discurso de marzo de 1991, planteó esta pregunta fundamental: “¿Qué destino proponemos al pueblo de Europa? ¿Qué destino y qué ambición?”
Su respuesta fue clara: “Debe ser una Europa integrada, una comunidad basada en la unión de pueblos y en la asociación de naciones-estados que persiguen objetivos comunes y desarrollan una identidad europea.” Una Europa tal debería, pues, poseer su propia política de defensa, política que representaría “el segundo pilar de la Alianza Atlántica” con Estados Unidos. La Comunidad Europea sería de esta forma el marco político así como económico para la expresión de una identidad europea que sea extensa y progresivamente orgánica.
La imagen alternativa fue definida enérgicamente por la anterior primera ministra británica Margaret Thatcher en su discurso del 8 de marzo de 1991 en la Heritage Foundation de Washington: “Si se hubiera de forjar –advirtió– un superestado europeo, casi con seguridad desarrollaría intereses y actitudes en divergencia con los de Estados Unidos. Por consiguiente, pasaríamos de un orden internacional estable, con Estados Unidos en la dirección, a un mundo más peligroso de nuevos bloques de poder competidores. Ello no iría en favor de los intereses de nadie, y menos Que nadie en los de Norteamérica.”
Margaret Thatcher expresó preferencia explícita por “una Europa de estados-naciones, una Europa que se abra tan pronto como sea posible a la participación de aquellos Estados europeos que actualmente se hallan fuera de la Comunidad, en especial los Estados democratizantes de la Europa oriental postcomunista.”
Implícitos en estas imágenes contrapuestas hay dos temas sobresalientes y sensibles de seguridad: ¿Cuáles son las dimensiones del perímetro de seguridad occidental en Europa? ¿Cuál es el papel adecuado de Estados Unidos en la seguridad europea?
A medida que Europa se democratiza, primeramente en el más prometedor triángulo polaco-checoslovaco-húngaro, el perímetro de seguridad de la OTAN está comenzando implícitamente a incluir a esos países. La actitud occidental es así reminiscente de su no oficial preocupación por la seguridad e independencia de países democráticos pero neutrales como Finlandia y Suecia. Aunque ninguno de ellos estaba incluido oficialmente en ninguna alianza, tanto Occidente como la Unión Soviética comprendían que una invasión soviética de aquellos Estados democráticos, especialmente si ellos la resistían, no dejaría indiferente al Oeste. Esa postura en sí misma constituía cierta forma de disuasión.
A medida que el perímetro de seguridad europeo avanza hacia el Este y la integración oeste-europea hacia adelante, es plausible que se creen más fuerzas dinámicas favorables a la integración política y militar. Europa necesitará con seguridad cohesión política y una política de seguridad conjunta para tratar sus potenciales problemas étnicos y regionales. Puede que incluso llegue a adoptar un equivalente europeo de la doctrina Monroe y, en ese sentido, la enérgica respuesta de la CE a la crisis yugoslava representa un precedente importante y positivo.
Esa evolución estaría en concordancia con el deseo norteamericano de conseguir un mundo auténticamente pluralista y auto-gobernado. Una Europa con identidad militar y política definida continuará teniendo interés en mantener la alianza estratégica con Estados Unidos. Esa alianza garantizará contra cualquier eventual reminiscencia de la amenaza militar soviética y servirá de base también para respuestas conjuntas –si están involucrados intereses conjuntos– frente a amenazas en el exterior de su perímetro.
Por consiguiente, es históricamente imprudente para Estados Unidos oponerse a un aumento de la integración militar europea, especialmente mediante un enlace de la CE y la Unión Europea Occidental (UEO). La unidad económica no puede aislarse de una eventual unidad político-militar. La insistencia oficial norteamericana en preservar la OTAN como foro central de la toma de decisiones militares huele demasiado a una preferencia americana por una Europa que, en análisis final y contrariamente a la retórica americana, sigue siendo una Europa de naciones-estados.
Hay otro aspecto negativo de la perturbadora incoherencia entre el deseo americano de que Europa sea más activa, no sólo en su propia protección sino en la asunción de responsabilidades fuera de su perímetro, y la insistencia americana en que la CE se abstenga de convertirse en el mecanismo de definición de la política de seguridad de Europa. Y es que ignora la realidad históricamente importante de que una Europa más unida será también una Europa más capaz de absorber y asimilar a Alemania. Ello haría improbable cualesquiera eventuales maniobra germano-rusas que a su vez resucitarían viejas inseguridades europeas. No se puede desechar la posibilidad, por muy remota que hoy sea, de que en una Europa fluida y una Unión Soviética desordenada, Berlín y Moscú se sintieran algún día tentados de nuevo.
VI
Una Europa más confiada en sí misma y más digna de confianza, en la que Norteamérica mantuviera sólo un número limitado de fuerzas de tierra pero a la que respaldara con su disuasor estratégico, sería también menos vulnerable a los efectos de desbordamiento negativos –tanto sociales como políticos– de la creciente crisis soviética. La implosión de la Unión Soviética es casi seguro que continuará. Está en proceso una descomposición a largo plazo del sistema político y económico soviético. La crisis nacional de la Unión Soviética introduce una complicación particularmente emocional, haciendo tanto más difícil construir una estructura que abarque a toda la Unión, conduzca a un compromiso político y estimule una rápida recuperación económica. Es probable un prolongado período de incertidumbre mientras la Unión Soviética se transforma con el tiempo –mediante la evolución y también con periódicas turbulencias– en algo completamente distinto.
Durante ese período de cambio, la relación geopolítica soviética con Europa oriental puede ser completamente inestable, con temores y ansiedades de ambos lados. Los europeos orientales temen el poder soviético y también la debilidad soviética. Saben Que no todos los dirigentes soviéticos se han reconciliado con la Pérdida geopolítica de Europa oriental. Les preocupa que un prolongado vacío de seguridad de la región pueda llenarse de nuevo, un algún momento, con la potencia soviética. Siguen atentamente los debates internos soviéticos sobre la política con respecto a esa región y no les tranquiliza todo lo que leen.
Dos líneas fundamentales de pensamiento han surgido en Moscú respecto a Europa oriental. Algunos comentaristas propugnan una política exterior en concordancia con el “nuevo pensamiento” que, según se dice, caracteriza a Mijail Gorbachov respecto a Europa oriental –y en especial Polonia– “como la puerta hacia Occidente… Moscú debe evitar el uso de la fuerza y procurar compromisos como lo hace con Washington, Bonn y París”.1 En el mismo sentido, otro experto aseguraba que “hay mucho de atractivo en el modelo soviético-finés de relaciones bilaterales” e instaba a que se aplicara constructivamente con relación a Europa oriental4.
Más frecuentes, sin embargo, han sido las acusaciones de que “la política soviética en Europa oriental está actuando sin un concepto estratégico preciso, sin una clara definición de objetivos”. Esto, se dice, está no sólo facilitando la expansión de la influencia occidental, sino incluso permitiendo emprender a los nuevos dirigentes de Europa oriental actividades dirigidas contra “la perspectiva socialista de la URSS y a su existencia como Estado integral”. A los Estados de Europa oriental se les ve derivando hacia unas relaciones más estrechas con la OTAN, con consecuencias potencialmente graves para la seguridad soviética. Las consultas polaco-checoslovaco-húngaras se consideran como una renovación del viejo cordón sanitario, y se llega a la ominosa conclusión de que se deben “hacer todos los esfuerzos precisos para neutralizar o por lo menos debilitar las tendencias antisoviéticas en esos países”.5
Esos debates públicos reflejan desacuerdos más serios entre los dirigentes soviéticos respecto a sus relaciones con Europa oriental. El Ministerio de Asuntos Exteriores soviético, en conjunto, es quien más benigna actitud ha albergado hacia los cambios en Europa oriental. En contraste, una directiva emitida en enero de 1991 por el Departamento Internacional del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética, instaba al empleo de resortes políticos y económicos (“las exportaciones de energía a Europa oriental deben considerarse como un instrumento importante de nuestra estrategia en la región”) para restaurar hasta cierto punto la influencia soviética. En palabras del estudioso soviético que primero atrajo la atención del mundo hacia la directiva: “Este documento extrae la conclusión de que es necesario restaurar la posición y la influencia soviéticas en Europa oriental, restringir la soberanía de los países de aquella región y evitar que se adhieran a ninguna alianza, incluida la OTAN y la CE… En juego está la cuestión de si el impulso definitorio de la revolución de 1989-90 conducirá a un orden nuevo o a otro combate sobre quién controla los países a lo largo del Vístula, el Moldava o el Danubio”.6
Incluso un simple vistazo a un mapa sugiere que el empuje principal de cualquier esfuerzo soviético por cambiar la situación geopolítica probablemente iría dirigido contra Polonia. Desde el punto de vista soviético, la restauración de alguna especie de control sobre Polonia reduciría en gran medida el impulso de las fuerzas centrífugas que trabajan hoy en Lituania, Bielorrusia y Ucrania. Esta consideración puede en parte haber impulsado algunas de las presiones económicas que Moscú aplicó contra Varsovia en 1991, quizá con la esperanza de desestabilizar el nuevo Gobierno de Lech Walesa. Y sin duda ha contribuido a la renuencia soviética a llegar a un compromiso con los polacos sobre la cuestión de la retirada de las tropas soviéticas, así como a las peticiones soviéticas de que los polacos firmen un nuevo tratado de amistad con cláusulas que éstos interpretaron como limitadoras de su soberanía.
Pero no es sólo la reaplicación de la potencia soviética lo que preocupa a los europeos orientales. Los modos de comercio existentes han sido ya cortados unilateralmente por los soviéticos, con un impacto muy adverso sobre las economías este-europeas. Los europeos orientales temen que una catástrofe en la Unión Soviética pudiera precipitar una emigración masiva hacia el Oeste, quizá en escala de incluso varios millones de refugiados. Los frágiles Estados de Europa Oriental no podrían manejar semejante situación.
Por consiguiente, se puede esperar una incertidumbre en las relaciones soviéticas con Europa oriental. Esta es la razón de que los Gobiernos de Europa oriental favorezcan en gran medida alguna clase de ayuda occidental para la Unión Soviética, pero una ayuda que facilitara deliberadamente la restauración de la corriente comercial interrumpida. También lo es de que, hasta que surja alguna alternativa, la OTAN, con su presencia americana, haya llegado a ser considerada por los este-europeos como la fuente fundamental de su seguridad. Para los europeos orientales, la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa dada su norma de unanimidad que sitúa en el mismo nivel a entidades como la Unión Soviética y Mónaco, sólo podrá llegar a ser un sistema de seguridad efectivo cuando ya no exista inseguridad.
Las preocupaciones soviéticas acerca de los puntos de vista este-europeos sobre la OTAN se han visto intensificados sin duda por la conciencia de que la creciente autoafirmación nacional ocurre no sólo en las repúblicas bálticas sino que también Ucrania y Moldavia plantean la perspectiva de que el perímetro de seguridad occidental pueda moverse incluso más hacia el Este. La desmembración de la Unión Soviética se está convirtiendo en una preocupación soviética de seriedad creciente7. Los teóricos soviéticos se muestran cada vez más deseosos de formular un noción alternativa de la seguridad europea. Algunos incluso han vuelto al viejo tema de que la disolución del Pacto de Varsovia debía ir seguida por la supresión o sustitución de la OTAN.
Lo precedente subraya el interés común del Este y el Oeste en la transformación –no sólo reforma– pacífica y estable de la Unión Soviética. Va en el interés colectivo de Occidente, y en el de la seguridad internacional en términos más generales, el que la política occidental tenga como su objetivo estratégico el fortalecimiento progresivo de la potencia política y económica de las diversas repúblicas nacionales soviéticas, lo que daría origen a un proceso dinámico que con el tiempo reproduciría el pluralismo que caracteriza ya a Occidente. La Unión Soviética evolucionaría así hacia una confederación más floja –o una liga de Estados soberanos–, con la condición de asociadas en cuestiones específicas de seguridad y economía para las repúblicas soviéticas que opten por la independencia completa.
En una confederación soviética, el ejército soviético existente, enorme organización multinacional basada en el servicio militar obligatorio, podría transformarse gradualmente en una formación profesional y más pequeña, probablemente dependiente del Gobierno confederal. Algunas repúblicas soviéticas han indicado, sin embargo, que podrían también preferir el mantenimiento de fuerzas convencionales nacionales separadas, quizá semejantes a la Guardia Nacional de Estados Unidos8. El Gobierno confederal probablemente ejercería control sobre las fuerzas estratégicas, seguramente compuestas en su mayoría por nacionales rusos, pero puede haber un acuerdo –quizá como en la OTAN– para que las repúblicas tengan un papel en la decisión sobre el uso de tales fuerzas. De esta forma, el enorme arsenal nuclear soviético llegaría con el tiempo a estar desligado del ejército convencional más poderoso del mundo, con lo que se mitigaría un tanto la amenaza que la potencia militar soviética presenta aún para Occidente.
Evidentemente, semejante perspectiva está aún muy lejos. Los movimientos en tal dirección pueden quedar abortados por una inversión repentina de la política interior soviética, incluido algún tardío intento de imponer una dictadura centralizada. Además, incluso un avance sostenido es probable que se vea sometido a detenciones periódicas, algunas marchas atrás y mucha fricción y turbulencia. Sin embargo, el favorable esquema arriba esbozado que no se puede relegar al reino de la fantasía política, ya está siendo objeto de discusiones en la Unión Soviética. Tales discusiones refuerzan la proposición de que la imagen de una Unión Soviética transformada serviría como faro estratégico para la política occidental.
Una Europa políticamente unida, en unión de América, puede asistir a tal transformación pacífica con más calma que una Europa que siguiera siendo susceptible a rivalidades nacionales internas.
VII
La tercera amenaza a la seguridad mundial en la postguerra fría implica al Lejano Oriente. Independientemente de los acontecimientos futuros de la Unión Soviética, es menos probable hoy que los intereses defensivos americano-japoneses mitiguen su creciente rivalidad económica. Se necesitará, por lo tanto, un empeño más pausado para definir la esencia de la auténtica asociación nipo-americana. Afortunadamente, en ambos lados del Pacífico existe creciente reconocimiento de la naciente interdependencia e interpenetración económico-financiera de las dos economías. Con el tiempo se puede incluso prever la expansión del naciente Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte al otro lado del Pacífico, con lo que se crearía una estructura más amplia para una relación cooperativa americano-nipona.
Mientras tanto, la cuestión de la seguridad tendrá que considerarse dentro de una perspectiva estratégica que sea sensible a una dinámica regional más amplia. La región del Pacífico, aunque económicamente sea el sector más básico de la economía mundial, carece de una estructura de seguridad viable. Esa ausencia no fue un problema de consideración mientras la cuestión cardinal de la seguridad era la rivalidad soviético-americana. Pero en un futuro previsible, China, dada su transformación económica relativamente exitosa, es probable que surja como un rival geopolítico en la región del Pacífico. Esto, por sí solo, es previsible que tenga un gran impacto regional, lo que potencialmente estimulará un considerable desplazamiento del poder asiático, reduciéndose la preponderancia americana y japonesa.
Es muy probable que dentro de una década o dos, la seguridad del Lejano Oriente se transforme por el nacimiento de una China más poderosa como se ha transformado la seguridad europea por el desvaneciente poder de la Unión Soviética. Si continúan las tendencias actuales, para el 2010 China se unirá a Estados Unidos, la CE y Japón como una de las cuatro potencias económicas máximas del mundo. Puede que incluso haga sentir antes su peso político y militar en los asuntos mundiales. Hay que tomar en cuenta esa perspectiva.
En cualquier caso, se halla ya en proceso de gestación una interrelación más compleja en la que participan no sólo China y Japón sino también otros protagonistas de la región. Corea unificada podría incluso llegar a ser una potencia nuclear. Es probable que Indonesia sea más firme en Asia del sudeste. Evidentemente, la India goza ya de hegemonía en el sur de Asia y es una potencia nuclear. No está claro si en los próximos años podrá sufrir una inseguridad interior importante o intentará desempeñar un papel más firme dentro de un contexto asiático más amplio. Además, la lista asiática de posibles conflictos entre Estados, así como internos, supera en mucho, sin duda, a la de Europa.
Estados Unidos está decidido a seguir siendo una potencia del Pacífico, con sus fuerzas proyectadas hacia el continente asiático. Pero al mismo tiempo desea que Japón asuma un papel militar mayor por la razón de que eso es lo que corresponde al rango de ese país como gigante económico y naciente potencia mundial. El peligro a largo plazo de estas presiones es que, en cierto momento podría ocurrir algún choque grave entre Estados Unidos y Japón sobre las perspectivas geoestratégicas norteamericanas o que Japón, forzado por primera vez desde la Segunda Guerra mundial a definir sus propias prioridades geopolíticas, asuma un papel militar que exceda en mucho lo que Estados Unidos desearía realmente.
Por ejemplo, las peticiones americanas de que Japón aumente su participación militar han despertado la ominosa reacción de un destacado empresario nipón, quien, en un comentario titulado “Lecciones de la guerra del Golfo”, proponía que Japón “debería revisar el tratado de seguridad con Estados Unidos y sustituir las unidades americanas” estacionadas en aquel país por sus propias fuerzas de autodefensa. “Debe eliminarse el artículo 9 de la Constitución, por el que se renuncia a la guerra. Tokio debe también cooperar con Seúl y Beijing para crear un sistema de seguridad asiático independiente de las superpotencias”.9
Sintomáticas fueron también en este aspecto las fricciones americano-niponas a propósito de la guerra del Golfo. La insistencia americana en que Japón financiara una parte importante de aquélla y participara en fuerzas de pacificación multinacionales despertó un chorro de críticas públicas contra Estados Unidos. Los japoneses tenían la sensación de que la postura americana equivalía, en efecto, a una “tributación sin representación”, en la que Estados Unidos tomaba las decisiones clave y esperaba que Japón las pagara. La propia guerra se denunció como estúpida y las exigencias americanas sobre Japón como equivalentes realmente a un chantaje. El hecho de que Estados Unidos tuviera que financiar la guerra mediante contribuciones internacionales se interpretaba como señal de que “existe un límite en la capacidad de América para dirigir unilateralmente al mundo” y de que “América debería reconocer humildemente esto y comportarse adecuadamente”.10
Por consiguiente, no está nada claro que sea verdaderamente de interés para Estados Unidos el presionar a Japón para que asuma responsabilidades militares mayores. Es probable que el problema se complique con el creciente resentimiento chino por la estrategia americana. Los comentarios chinos sobre “el esquema estratégico mundial” ponen en evidencia que, según la opinión china, “Europa ya no es el centro del esquema estratégico Mundial, al tiempo que la posición estratégica de la región asiático-pacífica va en ascenso”.11 Esto hace que los chinos se preocupen incluso más de que la región asiática no posea aún una estructura de seguridad regional semejante a la de Europa, estructura que podría asimilar a Japón de la misma forma que se retiene a Alemania.
Quizá se necesiten en algún momento dos series de negociaciones: una respecto a Asia del nordeste, y la otra a la del sudeste. La primera podría centrarse específicamente en la necesidad de crear un consenso de cuatro potencias sobre la reunificación de Corea. La segunda podría levantarse sobre los acuerdos respecto a Camboya para crear algún mecanismo consultivo permanente para la resolución de conflictos territoriales y políticos.
En ambos casos, el punto de partida serían unas estrechas consultas y coordinación entre Estados Unidos y Japón. Una alianza duradera entre los dos –pero no un protectorado militar americano ni un papel militar japonés en la región– es el cimiento esencial de la seguridad asiática. El progreso siguiendo estas líneas permitiría la gradual retirada de las fuerzas americanas de las bases avanzadas de Filipinas, Corea y, con el tiempo, quizá incluso de Japón. La retirada de las tropas americanas no debería considerarse como síntoma de aislacionismo sino en concordancia con el gradual nacimiento en el escenario mundial de estructuras de seguridad nuevas y más amplias basadas en la autoconfianza regional.
VIII
La cuarta consecuencia importante del fin de la guerra fría fue la libertad de acción de que disfrutó Estados Unidos para llevar adelante la guerra contra Irak. La Unión Soviética tenía pocas oportunidades de otra cosa que desempeñar el papel de espectador benévolo, aunque se sintiera cada vez más chasqueada. Ya no era competidora de Estados Unidos por la influencia en la región. Sin embargo, la victoria militar ha sumergido a Estados Unidos en una profunda, y probablemente prolongada, absorción política y militar en las diversas crisis del Oriente Próximo.
El poder militar se concentra ahora en dos extremos: Irán es la única potencia militar del Golfo con confianza en sí misma, e Israel no tiene equivalente árabe en lo militar. Por lo tanto, Estados Unidos tendrá que ser la principal fuente de seguridad en el Golfo. Quizá, con el tiempo, se pueda estructurar una nueva relación política con Irán, pero ello es con seguridad una perspectiva incierta. Mientras tanto, la misma debilidad de los Estados árabes del Golfo, su continuada importancia vital económica para Occidente y las no resueltas consecuencias del desenlace, militarmente decisivo pero políticamente no convincente, de la guerra del Golfo dictan la necesidad de que se mantenga la presencia militar americana.
Se ha aducido que la exitosa destrucción de Irak por una coalición árabe-occidental, que gozó de la benigna autolimitación de Israel, crearía condiciones para un movimiento hacia la solución del conflicto árabe-israelí. Liberados los israelíes de la potencial amenaza de Irak, se sienten más propensos a insistir en su máximo objetivo: retención permanente de Cisjordania. Los árabes, tambaleantes tras la derrota de Irak por un enorme despliegue de la potencia americana, no están en posición de hacer la guerra ni de arreglarse con Israel de acuerdo con unos términos predominantemente israelíes.
Existe pues el peligro de atascamiento, pero de tal género que plantea el peligro de absorber la atención de Norteamérica, lo que desviaría recursos del país y quizá incluso neutralizaría a la diplomacia americana. Incluso, aunque el Oriente Próximo es ahora, sin ambigüedades, una esfera de influencia americana, el resultado paradójico de la victoria militar de Estados Unidos sobre Irak podría ser la reducción de la capacidad de Norteamérica para capitalizar, de modo más amplio y constructivo, el fin de la guerra fría y hacer una contribución destacada a la seguridad internacional en gran escala.
El tema es en definitiva el de la voluntad política americana para mantener y hacer avanzar el necesario proceso de paz. La comunidad internacional conoce básicamente que la agenda de paz en el Oriente Próximo implica lo siguiente: configurar un esquema de seguridad viable que restrinja también el aflujo de armas; cumplir las resoluciones 242 y 338 de las Naciones Unidas respecto al conflicto árabe-israelí, incluyendo algún estatuto político transitorio para la nación palestina; progresar hacia una asociación regional para el desarrollo económico.
Un firme esfuerzo americano para configurar tal esquema genuino de compromiso político y seguridad regional disfrutaría sin duda del apoyo de los países principales de Europa y Asia. Se consideraría en concordancia con el progreso hacia un acrecentamiento auténtico de la seguridad internacional.
IX
En resumen, es probable que la seguridad internacional en la Postguerra fría dependa de lo siguiente:
—El grado en que Europa consiga profundizar su unidad política y militar y –sin mucho retraso– ampliar su esfera de acción.
— La transformación de la Unión Soviética en una confederación laxa y voluntaria que no sea detenida por una repentina vuelta a la dictadura central ni produzca violentas explosiones.
— Un movimiento en el Extremo Oriente hacia una acomodación regional de seguridad que abarque constructivamente a Japón, China, Estados Unidos y quizá también a la Unión Soviética y otros Estados interesados.
— Esfuerzos emprendidos por Estados Unidos, como arbitro decisivo de la seguridad del Oriente Próximo, para poner en movimiento un proceso de paz regional.
Así, pues, es probable que el naciente sistema mundial no se base en la hegemonía americana ni se derive de una auténtica armonía internacional. Aunque Estados Unidos está hoy reconocido como única superpotencia, las condiciones mundiales son demasiado complejas y la salud interna del país demasiado precaria para mantener una Pax Ainericcimi de alcance mundial. Un orden verdaderamente nuevo, basado en el consenso, el gobierno de la ley y la resolución pacífica de las disputas puede con el tiempo convertirse en realidad. Pero ese día se halla aún lejano. Por ahora, la expresión es un slogan en busca de significado sustantivo;
El aislacionismo, dada la emergencia de la economía mundial y el impacto de las comunicaciones modernas, tampoco es una opción práctica. De esta forma, las alternativas reales son éstas: o un mundo de desorden intensificado –con una Europa dividida, una Unión Soviética que se hunde en un caos violento, un Lejano Oriente desestabilizado por nuevos desplazamientos de poder y un Oriente Próximo señalado por un prolongado conflicto–, que en su acumulación produce una ruptura catastrófica de la seguridad mundial, o una incipiente estructura de seguridad mundial, derivada de la ampliación y aumento de la confianza propia de la cooperación regional, apoyada por compromisos americanos selectivos y proporcionados.
En tal estructura de seguridad, Estados Unidos –incluso con una presencia militar reducida en el extranjero– seguirá siendo la fuente principal de disuasión nuclear y el garante final de la proposición de que cualquier quebrantador de la seguridad habrá de enfrentarse con una coalición dominante. Al mismo tiempo, Estados Unidos será capaz de centrarse más en los imperativos de su renovación interna, afianzando con ello su capacidad a largo plazo de mantener una política de compromiso mundial continuado, pero también más selectivo y proporcionado.