POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 25

Colón y la ruta del Oeste

Se han hecho toda clase de preguntas, y se seguirán haciendo, sobre la obstinación que empujó a Colón hacia el Nuevo Mundo y sobre las consecuencias de su descubrimiento.
Michel Jobert
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Cinco siglos no es mucho: cuanto más se adentra el hombre en los misterios de su pasado, del que ha perdido el recuerdo, más comprueba la fragilidad de sus certezas. Y cuanto más escamotea el inamovible universo su inmensidad al explorador moderno, más se tranquiliza éste con endebles hipótesis. En homenaje a Cristóbal Colón, sus barcos, reconstruidos con exactitud, han puesto proa al Oeste con un poco de retraso sobre la fecha de la odisea inicial. Se ha tenido que instalar a bordo de la Santa María y de las carabelas Pinta y Niña todos los instrumentos que equipan actualmente los catamaranes que dan la vuelta al mundo. Probablemente la alimentación de la tripulación no es ya la de los marinos de Palos reclutados por la reina Isabel. Se sabe a dónde se va y cuándo sé llega. El único imprevisto es el comportamiento de las rudimentarias embarcaciones en los temporales.

Se han hecho toda clase de preguntas, y se seguirán haciendo, sobre la obstinación que empujó a Colón hacia el Nuevo Mundo y sobre las consecuencias de su descubrimiento. La aventura individual me atrae más que las suposiciones político-económicas. A tan cómoda distancia, me parece que, de todas maneras, y a no tardar, ese mundo todavía desconocido por los europeos habría sido descubierto y que éstos no se habrían comportado de modo diferente. Sólo habría habido un retraso de pocos años y los que llegaran habrían sido los mismos: hombres de fe y de avidez, iluminados y cínicos, cargados de ideas recibidas, pero muy ligeros de escrúpulos. Unos, testimonios de pureza, otros de bajeza. Como no fuera que tanto una como otra, consustancialmente mezcladas, formaran la trama de cada uno. Es una historia muy vieja, de notable continuidad que cada día nos pone delante ejemplos inmediatos. Debería dispensarnos de glosar largamente las sombras y las luces de los años a caballo entre los siglos XV y XVI.

Por el contrario, me interesa mucho más aquel hombre de fines del siglo XV, largo tiempo formado por rudas lecciones de navegación, con la cabeza atestada de ideas falsas, idealista ingenuo, persuadido de la existencia del paraíso sobre la tierra, que coleccionaba mapas y relatos, que anotaba los pocos libros de la época, entre ellos el inevitable relato de Marco Polo. Su obstinación en convencer a los poderes públicos de su tiempo es admirable. Pero podemos imaginarnos algo semejante en los tiempos del ordenador. ¿De quién ha adquirido la convicción? Los soberanos de España y de Aragón no tienen en la cabeza más que la conquista del reino árabe de Granada y habrá que esperar hasta 1491 y a las lágrimas de Boabdil cuando coronaba el último puerto antes de huir por mar; es entonces cuando la España oficial comprende mejor al iluminado y le otorga una cautelosa confianza. ¡Los tres desdichados barcos concedidos a Colón no fueron la Gran Armada! El rey de Portugal, Juan II, que proseguía los proyectos del príncipe Enrique llamado el Navegante, le había escuchado mucho tiempo, no para tomarlo a su servicio y embarcarse en esa aventura hacia el Oeste, sino para sonsacarle algunos datos: Portugal, cuyos marinos habían doblado el Cabo Verde en 1445, sabe que se puede llegar a “las Indias” desde la punta austral de África. Vasco de Gama lo había de demostrar en 1497. El Papa Nicolás V había prohibido en 1455 a todos los cristianos instalarse en la costa africana sin la autorización del rey de Portugal. Colón navegó por esa costa. ¿Qué sabía él que pudiera serles útil a los tozudos portugueses, más interesados en llegar a la India dando la vuelta a África?

Colón, desesperado de tanto aguardar, hizo que se sondeara al rey Enrique VII de Inglaterra, e incluso en 1489 pensó volverse hacia Francia. Pero ésta se consagró más tarde a “unas cuantas fanegas de nieve”, cuando en 1534 Francisco I envió a Jacques Cartier hacia Canadá, después de las expediciones de Giovanni Varrazano en 1524. Pero no estamos ahí, sino sólo en los años 90 del siglo XV. En 1494, el Papa Alejandro VI Borgia, por el tratado de Tordesillas, había de repartir el mundo entre España y Portugal, de Norte a Sur, a 370 leguas al Oeste de las islas del Cabo Verde. Más allá, lo desconocido será para España; del lado de acá, para Portugal. ¡Cuánta seguridad para un mundo que no sabe gran cosa de sí mismo!

 

«Colón, desesperado de tanto aguardar, hizo que se sondeara al rey Enrique VII de Inglaterra, e incluso en 1489 pensó volverse hacia Francia»

 

Sin embargo, las seguridades existen. Las que se imponen a Colón, como a todos, y otras, más tenues pero decisivas, debidas a la experiencia del navegante. En 1453 Constantinopla cayó en manos de los turcos. Se había consolidado la barrera entre Asia y el Occidente cristiano: en el siglo VIII, la invasión árabe, y después el avance turco hasta el fracaso delante de Viena en 1683. El Este se cerró para la Europa cristiana; las rutas de Oriente quedaron cortadas. El comercio de Venecia por tierra con el Extremo Oriente se interrumpió. El sueño de Asia se desvanecía tras los viajeros y caravanas que habían traído conocimientos y mercancías. Incluso los papas habían esperado convertir al. Gran Khan en el siglo XIII. Algunos clérigos o laicos heroicos se arriesgaron hasta llegar a la corte mongola. Sus relatos acerca de Cathay (China) y Cipango (Japón) habían inflamado las imaginaciones. Cuanto más se desarrollaban los Estados occidentales alrededor de Gran Bretaña, España, Portugal y Francia, más se notaba ese corte con el Extremo Oriente. Si no se podía llegar ni por tierra ni por mar –pues todavía no se había dado la vuelta a África– ¿por qué no intentarlo yendo hacia el Oeste?

Pues se sabía que la tierra es redonda. Se sabía incluso desde mucho antes de Jesucristo, desde Pitágoras y Aristóteles. Muy pronto, con Copérnico y Galileo (dentro de un siglo) se había de descubrir que gira. En este siglo XV estaba fija en el centro del universo y era redonda. En cuanto a sus dimensiones, las habían calculado 1.800 años antes, en Alejandría: el contorno de la tierra se estimó entonces en 39.400 kilómetros ¿No es maravilloso? En el momento que nos interesa, del siglo XIV al XVI, un largo oscurantismo capitulaba por fin: se redescubría la ciencia antigua y sus pruebas, cuidadosamente ocultadas. Se puede meditar acerca de esas perversiones del espíritu, a menudo alimentadas por las religiones. Pero por lo menos, a fines del siglo XV, Colón sabía que navegando hacia el Oeste había de alcanzar infaliblemente China y la isla de Cipango.

 

Cerca del Paraíso

No sabía, ¡ay!, más que eso. Su memoria había engullido todas las fábulas que propagándose se habían convertido en verdades. Creía en las “aguas hirvientes”, en el “mar tenebroso”, en las simas marinas, en los pueblos de monstruos, en los grifos, en las “zonas tórridas”, de las que habrá de comprobar que por lo menos estaban habitadas. También creía que el paraíso estaba en la tierra y lo imaginaba en el Ecuador. Hasta anotó sus coordenadas. Cuando sus descubrimientos le parezcan demasiado hermosos para tratarse de China estará convencido de que se acerca al Paraíso. Y esto sin contar las islas fabulosas –Antilla–, el reino del Preste Juan que había escrito al rey de Francia y al emperador de Bizancio, y, cómo no, la Atlántida. En resumen, el futuro almirante de los soberanos católicos estaba presto a reconocer lo que nunca había visto, a tomar un continente por un cabo y a caer sobre una China que ocupaba tanto espacio que la había de alcanzar en unos pocos días. ¿Será, si no, que se había lanzado a un océano demasiado grande? No, ese espantoso océano no era más que un mar interior entre Europa y China, y unas islas, entre ellas Madeira y Azores, permitirían llegar con comodidad. El viejo sabio florentino Paolo del Pozzo Toscanelli, que ni siquiera se había movido de su ciudad, animaba al joven Colón en 1491 en su “noble y grande deseo […] de navegar de Levante hacia Poniente”, pues el camino más corto para las Indias era el del Oeste. En el Atlántico encontraría primero Antilia, después Cipango y por último, el inmenso Cathay. Se equivocaba, como se equivocaba Martin Behaim con su “globo de Nuremberg” (1492), que materializaba los mismos errores o delirios. Entre las Canarias y el Japón la distancia es de 10.600 millas. La Santa María no las resistiría. Pero la Biblia no lo decía: Dios no había podido dar al globo tanto mar, puesto que la tierra estaba destinada a la vida y a la creación de las almas. ¿Y no había escrito Aristóteles que “la región de las Columnas de Hércules y la India están bañadas por el mismo océano”?

Así, la pasión de Colón no esperó para surgir del fondo de su desamparada espera, más que al mensajero de los reyes, que le llegó en el camino de Palos y le ordenaba que fuera inmediatamente a Santa Fe. En enero de 1492 Isabel había dicho “no”. El 27 de abril dijo “si”. Se firmaron las capitulaciones. Colón zarpó el 3 de agosto de 1492 del puerto de Palos.

Además de las certezas y de las necesidades de la época, las unas bien frágiles y las otras imperiosas, ¿cuál era la mejor baza de Colón? Su ciencia de marino. Había navegado mucho por el Mediterráneo, y por el Atlántico, de Ghana a Groenlandia. Había escuchado mucho, había observado mucho también; los cuerpos, las maderas, las plantas que los vientos y las corrientes llevan a las costas. No lejos, al oeste de Europa, había una tierra. Es Asia, seguro, pensaba él. Pero también conocía las corrientes y los vientos. Probablemente no era el único, pues la Historia es eso, el enterramiento de los anónimos. Quizá otros, antes que él, habían hecho ese viaje a propósito o sin proponérselo. Quizá no regresaron. Es lo más probable. O tal vez, al volver, no dijeron nada, o no se les creyó, o desaparecieron antes de hablar o de ser escuchados. Colón partió con sus capitulaciones, o sea, con la celebridad ya en el bolsillo: había tratado con los reyes de España, sólo ellos podían acreditarle a los ojos de la Historia y colocar muy alto los honores que ambicionaba: el título de almirante, la nobleza hereditaria, el virreinato de las “islas y tierras firmes” y el diez por cien de los productos. Ya al partir era un personaje mediador, pues llevaba una carta de Isabel y Fernando al poderoso “rey de Cathay”.

Pero, sobre todo, sabía cómo regresar, pues sabía lo que no había que hacer para avanzar hacia su meta: no había que ir a las Azores, ya que los vientos dominantes en estas latitudes son contrarios, mientras que, a la inversa, en Cananas los vientos dominantes empujan hacia el Oeste. Descendería, pues, hasta las Canarias y cuando necesitara regresar subiría unos grados hacia el Norte para atracar en las Azores. Si existe un “secreto de Colón”, seguro que es éste. ¿Había adivinado el sistema de los vientos, se había informado bien entre los marinos, contaba con un piloto inspirado? Nunca lo sabremos. Concedámosle que supo observar, imaginar o tomar prestado.

Ahora que lo conocemos todo, sabemos que las Azores se hallan a 1.200 kilómetros de Lisboa y a 3.400 de Nueva York. ¡No es nada del otro jueves! Las Canarias, más al Sur, están a 100 kilómetros de África y a 4.000 del Caribe (China, para Colón). Causa sorpresa la rapidez de la travesía de Colón. Zarpó el 3 de agosto del puerto de Palos. Reparó la Pinta en Canarias, de donde partió el 6 de septiembre. El 8 de octubre Colón presintió la tierra “en el aire muy suave, como en abril en Sevilla”. En la noche del 11 al 12 de octubre de 1492, la tierra se hallaba delante de él, a dos leguas: las Bahamas de hoy.

Así, pues, la gran aventura se llevó a cabo en un mes. Se creían todavía entre China y el Paraíso, mejor conocida la primera que el segundo. Pero estaban a medio camino de China, interceptada por un inmenso continente. El descubrimiento de América fue un viaje de un mes, a ocho nudos de velocidad y la utilización racional del sistema de los vientos dominantes. Evidentemente, lo que iba a seguirse inmediatamente fue pintoresco y doloroso. La esperada India se iba a convertir en “las Indias occidentales”. Había llegado también el tiempo de la exploración, de los reconocimientos, de las tradiciones, de las tempestades. Colón tenía un centenar de hombre consigo. Después de tres meses de cabotaje en las Bahamas, de escalas en Cuba y en Haití, habiendo perdido la Santa María, Colón decidió volver con la Niña. El 16 de enero de 1493, en las cercanías de Puerto Rico, se levantó el viento favorable que debía empujar hasta las Azores. Soportaron una tempestad. Rezaron, sin duda. Y el 15 de febrero llegaron a las Azores. A comienzos de marzo, a Lisboa, y el 15 de marzo, a Palos, el puerto de la gran partida ocho meses antes. Colón vio su triunfo en Sevilla y en Barcelona, pero nadie adivinaba todavía la amplitud del descubrimiento. Sería necesario algo de tiempo, expediciones intrépidas y crueles para dibujar los contornos y conocer la sustancia de ese “nuevo mundo” más grande que la minúscula Europa, a la que unos puñados de hombres habían de traer el poder absoluto sobre las almas y los cuerpos, y oro, el oro que transformaría las sociedades, que aún seguían siendo medievales.

 

«Colón vio su triunfo en Sevilla y en Barcelona, pero nadie adivinaba todavía la amplitud del descubrimiento»

 

Colón volvió a partir seis meses más tarde, el 25 de septiembre de 1493, virrey y almirante, hacia ese continente que acababa de comenzar a engañarle acerca de su extensión, de su situación, de sus recursos y de sus habitantes. Quería encontrar oro, mucho oro. Las poblaciones indígenas, ya fueran pacíficas ya caníbales, ocupaban un paraíso doloroso. Colón visitó y volvió a visitar las Antillas, Puerto Rico, Jamaica, Cuba, Haití. Se creía aún en la costa de Cathay o en Malaca. Ya estaba en marcha la colonización y sus luchas y crueldades. Al cabo de tres años Colón volvió a España amargado y desvalorizado. En 1498 Vasco de Gama, el rival portugués llegaba a la India, a Calicut, por el cabo de Buena Esperanza, la ruta abierta diez años antes por Bartolomé Díaz. Colón volvió a partir hacia su patético espejismo de Cathay, bordeando las costas hacia el Sur –Venezuela– hasta las bocas del Orinoco. Todavía se creía en las proximidades del Paraíso terrenal cuando tenía delante el continente americano. Otros se habían echado sobre éste, o iban a hacerlo, con la fiebre de los descubridores especuladores, antes de otorgarse seguridad enarbolando los estandartes de la religión y de la civilización.

Mientras Cristóbal Colón, a quien la Reina hizo vigilar en Santo Domingo por sus emisarios, caía en el desánimo y volvía a España en 1500, de donde volvería a partir en 1502 para “descubrir” de nuevo, dediquemos un pensamiento a aquellos desdichados indios, a menudo capturados y engañados. Como toda humanidad, la suya estaba compuesta por ingenuos y por crueles. Estaban asentados sobre un continente y sus proximidades casi Vacíos. Quizá, en total 30 millones de individuos lo bastante aislados unos de otros como para soportarse. Con los europeos harían un intercambio de algunas mercancías y algunas enfermedades. La inocencia paradisíaca en la que quería verles Colón cuando los descubrió iban a pagarla muy cara y la abandonarían en cuanto comprendieran que aquellos “dioses blancos” cuyo retorno esperaban eran también demonios que tenían la pasión del oro. Colón atracó en Honduras, en Costa Rica, en Panamá, en Nicaragua, fundó un puesto de intercambio allí, donde el oro abundaba. El Puesto sería atacado por los indios. Colón volvió a España en 1504. Murió en 1506, último viajero de una Edad Media que también acababa su carrera.

 

Dos décadas después

Sería necesaria todavía una veintena de años antes de que se comprobara la realidad de un continente americano gracias a la expedición de Magallanes (1519-1521). Colón murió persuadido de haber dado “las Indias” a sus ingratos soberanos. Y ese continente se convertiría en “la nueva frontera” de Europa, el territorio de las epopeyas estruendosas de Sur a Norte, de Este a Oeste durante cinco siglos. El oro, en cantidades fabulosas, había de transformar las economías occidentales. La esclavitud de los negros africanos, la trata mercantil e inhumana, al consolidar las plantaciones coloniales, había de modificar las poblaciones de norte a sur del continente, y otro tanto contribuyeron a ello las matanzas de los indios del sur y del norte. El que llega es siempre un peligro para el que está. Suponiendo que sus intenciones sean puras (¿cómo podrían serlo?), no intentará más que trastornar los equilibrios establecidos, no consolidarlos. Ha hecho el esfuerzo de venir desde lejos, por curiosidad, por pasión y por interés. No es pues de los que renuncian a lo que son y a lo que creen representar, ni siquiera a los que les manipulan. Los idealistas son, en este sentido, tan peligrosos como los rufianes. Quizá más, pues se mueven por su convicción, o sea, su ideal. Los otros son de tipo material, espontáneo y práctico. La emoción sólo es fugitiva: se llama envidia o miedo.

Sin embargo, quisiera hablar en favor de Cristóbal Colón. En favor de su inocencia. ¿No habrá permanecido patético hasta el fin, con su idea de un paraíso terrenal y de una China inmensa pero cercana, a la que se podría llegar por el Oeste? Se ha hecho de él un personaje emblemático, sin duda de hermosa prestancia y de un apego laudable a la divinidad, al pudor, al trabajo bien hecho. Un hombre que había alimentado de ciencias y de chismes su delirio monomaníaco del paso por el Oeste. Un hombre de su tiempo, obnubilado por el recuerdo de las cruzadas, por la presión árabe y turca. Era su pan de cada día. Portugal, España, Genova, Florencia, Venecia, el mismo Mediterráneo no eran sino pequeños universos frágiles, amenazados por el infinito o por lo desconocido intuido, aprehendido a sus puertas. Sólo la gran amplitud, el mar tenebroso les daría la fuerza de resistir al encierro, a ese precario destino de ser las “limas” de Occidente.

Quizá Colón tocó la obertura de una ópera trágica. Si le hubieran pedido que la escribiera entera, tal vez se habría sentido tentado por la alegría de la voluntad y la plenitud de la bondad del Creador. Es consolador que terminara su vida con el sentimiento, en el corazón, de la ingratitud de los que habían hecho una buena ganancia a costa de sus esfuerzos. Aparentemente se convenció de ser la víctima de la indiferencia y de los cálculos oficiales en vez de preguntarse acerca de su responsabilidad en los siglos venideros por haber abierto la caja de Pandora de los genios humanos, sin duda los peores.

Una mutación universal temblaba en la punta de las ramas de un siglo que terminaba, Colón no sabía nada de ello, pero alteró el equilibrio y en cuarenta años todo fue diferente. Cargar a Colón con todos nuestros pecados de violencia y de lucro, de falta de respeto por lo que deberíamos ser, es un error histórico, evidentemente. Colón tiene la inocencia de un punto de referencia en la montaña, de un hito en el camino, de una boya en el mar. Si queremos instruir el proceso de la humanidad (pretendidamente la más evolucionada) no hay que tomarla con un solo hombre.

Eso fue Colón, para quien pertenecer a un Estado o a una nación importaba poco, y en eso era muy de su tiempo. Si participó en una clara y decisiva competición entre Portugal y España, su elección no se debió a sus sentimientos, sino que estuvo determinada por el interés que le prestaron. Igual podía haber servido a Juan II de Portugal que a los soberanos españoles, tanto al francés como al inglés. Pero nosotros debemos detenernos en esa rivalidad luso-española, pues señala la presencia de los dos países de un gran destino ultramarino. España y Portugal se han adormecido a menudo contemplando sus glorias pasadas, pero las púas de los injertos han dado siempre cuenta en el exterior de la vitalidad biológica de estos dos pueblos. Hoy, el inmenso Brasil pertenece a la lengua portuguesa y la América central y del Sur, a la lengua española. Más que la epopeya de los conquistadores y el frenesí del oro que hizo explotar las economías medievales, es el destino de dos culturas y de dos lenguas lo que debería retener nuestra atención. Más aún cuando, lenta pero inexorablemente, el español ha llegado a América del Norte, donde el inglés tenía una situación de monopolio. Actualmente, Estados Unidos, ayer anglosajón, ha llegado a ser también latino. Estos fenómenos quedan ya lejos, tanto en importancia como en actualidad; la ocupación de un continente, de sur a norte, por grupos de europeos miserables o inquietos en detrimento de desdichados indígenas, víctimas de violencias primarias.

 

«Si Colón participó en una clara y decisiva competición entre Portugal y España, su elección no se debió a sus sentimientos, sino que estuvo determinada por el interés que le prestaron»

 

Por otro lado, hay un país que demuestra que el éxito no se hallaba forzosamente al término del viaje. Argentina, tan blanca como sea y provista de todas las gracias y recursos de la naturaleza, sigue siendo un enorme fracaso al que todavía se busca una explicación racional. ¿Eran necesarios también aquí unos antiguos pobladores destinados al sacrificio para que pudiera afirmarse el éxito europeo? Causa temblor sólo adelantar tal hipótesis y no querríamos reforzarla haciendo notar que el dinámico Estados Unidos reprodujo en el Norte, en los siglos XVIII y XIX, con dos siglos de retraso, la aventura y los dramas americanos de los que fueron autores en los siglos XV y XVI los españoles y los portugueses.

La historia nunca es segura y, en consecuencia, jamás es justa. Para saber cualquier verdad hay que reescribirla a menudo, con menos pasión, si es posible. Las trazas del pasado se destruyen con mucha rapidez, sobre todo porque el presente es el gran pozo del olvido. ¡Qué decir de la era presente de lo efímero y del consumo acelerado, de la inutilidad! Las reconstrucciones históricas no son sino reconstrucciones. La actualidad ha huido irremediablemente. En los tiempos de Colón, los hombres, como siempre, quisieron llevar más lejos los límites del conocimiento por interés y por noble curiosidad. Y están preparados en todo momento a proseguir esa búsqueda de la que surgirá, nadie lo dude, lo mejor y lo peor, y a proseguirla al precio que sea.