Las civilizaciones son sistemas de organizar la vida, sobre todo, la vida en libertad. Barbarie: modos de articular la esclavitud, la muerte y la coacción. Sin recobrar el aliento, tras la voladura de las Torres Gemelas, hemos tratado de reflexionar. Hemos llegado a algunas conclusiones, desde luego provisionales, que resumimos aquí. Antes queremos rendir homenaje a las víctimas de setenta diferentes países, caídas el 11 de septiembre. El diseño de POLÍTICA EXTERIOR cambia para expresar gráficamente, como puede, sus sentimientos: horror compartido por gentes del este y del oeste, por musulmanes y agnósticos, por judíos y cristianos, por hindúes y budistas, por la especie humana.
Creemos que ha habido muchas muertes injustas en los últimos años del siglo XX: en Ruanda y Burundi, en Irán e Irak, en Palestina, en Camboya, en Colombia, en Chile y Argentina, en los Balcanes. Millones de muertos. Pero el doble impacto en las Torres, seguido del Pentágono, cambia la historia al poner en marcha elementos nuevos: suicidio, ejecución aterradoramente precisa, armas ajenas, crueldad, simbolismo… No pensamos que el mundo se enfrente a un choque de civilizaciones. Hay en el islam una corriente renovadora que quiere restaurar en 1.200 millones de musulmanes el espíritu que el Profeta predicó tras de su revelación. Creemos, pero no lo podemos demostrar, que ésa es la corriente dominante, por encima de los extremismos.
Apenas sabemos nada. Siempre que se abre una gran crisis mundial, la reacción de los servicios de inteligencia tiende al cierre absoluto. La verdadera información desaparece, el mutismo es total. Pero así y todo algunas verdades se abren camino.
Bin Laden podría no ser la única, ni siquiera la primera cabeza de esta red, Al Qaeda, cuyos responsables pudieran distribuirse en veinte o más países, algunos de ellos occidentales. La inaprensibilidad de la red, su movilidad y vaguedad, da al conjunto un carácter difuso. Pero también es cierto que noventa de los cien mejores especialistas cibernéticos están en Finlandia, Suecia, Alemania, Reino Unido, Estados Unidos… Entramos en una confrontación borrosa, en la que los Estados y las fronteras contarán menos que los ordenadores y las personas.
Esa confrontación será cara en dinero y vidas humanas. Pero en el medio plazo los servicios de inteligencia podrán conjurar muchas amenazas. El presupuesto de las doce grandes agencias americanas responsables de la seguridad rebasa los 30.000 millones de dólares anuales. Con la trigésima parte, el británico MI-6 mantenía el 11 de septiembre una decena de agentes en Kabul y más de un centenar de contactos mientras que la CIA no tenía ni un solo hombre en Afganistán.
Guerra bacteriológica y química: tres de nuestros colaboradores tratan de este asunto. El miedo se ha extendido en EE UU. No es imposible que el descubrimiento de ciertos remitentes de la bacteria ántrax dé lugar a sorpresas.
Riesgo nuclear. Pensemos siempre, pero nunca en público (resume irónico Michel Jobert, ex ministro francés de Asuntos Exteriores en su carta del 13 de octubre). El general Richard Myers, primer responsable del Estado Mayor americano, lo ha recordado: Estados Unidos ha protegido, desde el subsuelo a la estratosfera, sus plantas atómicas de generación de electricidad, como lo acaba de hacer la Unión Europea y probablemente otros gobiernos. La prensa americana recogía, el 6 de octubre, advertencias contra países de los que pudiera partir la amenaza. Advertencias, se entiende, de seguridad nuclear, en las que no se omite una posibilidad de réplica nuclear. ¿Hacia quién, contra quién?
Tráfico de armas–tráfico de estupefacientes: una delgada línea roja separa el delito terrorista (propagadores de bacterias o pilotos suicidas) de otras formas de delito. Afganistán ha alimentado en los últimos diez años el 80 por cien del mercado mundial de heroína, extraída de la morfina–base elaborada a partir del opio, resina de la adormidera. Afganistán tiene otros recursos, petróleo y gas inexplotados, pero sus 25 millones de habitantes tienen una de las rentas más bajas del mundo, 704 dólares per capita, mientras que 1.200 millones de chinos se disponen a pasar de 2.000.
¿Hay que castigar a los afganos o compadecerles por la dictadura en que viven? La dignidad de ese pueblo, divulgada en las novelas de Joseph Kessel o Vladimir Bartol ¿no merece la ayuda occidental? Parece hoy como si la gran potencia hubiera jugado con Afganistán, un pequeño peón en el tablero, para desgastar el poderío soviético. Se ha explicado como Bin Laden es una creación de wahabismo saudí y los diplomáticos americanos. La verdad, advirtió Nietzsche, es un juego peligroso y poliédrico. Hoy Estados Unidos ofrece una sensación de sentimientos encontrados, con sus bombardeos en los que sacos de harina enriquecida de Idaho y Nebraska se alternan con proyectiles fabricados en Harrisburg o Seattle. De pronto, Washington ha decidido reconocer al Estado palestino: para acabar así ¿no hubiera valido la pena hacerlo hace 20 años y ahorrar a los dos pueblos algunos millares de muertos?
Una puntualización: los Estados se equivocan, los terroristas matan. Los terroristas acostumbran a sostener lo contrario, nosotros causamos algunas bajas, son los Estados los grandes asesinos. Pues bien, en ese debate nuestra revista apuesta por los Estados. Aunque trate de ver los hechos en medio de la niebla de la propaganda e intente esquivar las ruedas de molino.