Vienen proliferando en los últimos años, espoleadas por la crisis económica, las críticas desde dentro a la democracia liberal. El término preferido para referirse a ella en la literatura anglosajona es dysfunctional; o sea, no funciona. Francis Fukuyama, en Political order and political decay (2014) sintetiza así la disfuncionalidad del sistema: influencia de los grupos de presión, que tienen la sartén por el mango al financiar las campañas electorales; bloqueo institucional (gridlock); cortoplacismo, o sacrificio de los intereses a largo plazo a los imperativos de la próxima campaña electoral; incumplimiento de las promesas electorales, o endeudamientos insoportables para cumplirlas. En Estados Unidos, donde la decadencia política alcanza una forma más aguda que en otras democracias, 40 senadores, que representan al 11% del cuerpo electoral, son suficientes para bloquear casi toda la legislación.
John Micklethwait, exdirector de The Economist, y Adrian Wooldridge, director de gestión y columnista del semanario británico, publicaron en 2014 The global race to reinvent the State. Sostienen que desde el siglo XVI Occidente superó a China gracias a tres revoluciones: el Estado-nación, la revolución liberal y el Estado del bienestar. Se ha iniciado una cuarta revolución para diseñar la mejor forma de Estado y el mejor sistema de gobierno. No está claro si se inspirará más en la democracia liberal o en nuevas formas de poder autocrático. “China se halla en el centro del debate sobre el futuro de la gobernanza global”, sostienen los autores.
Los impresionantes resultados económicos logrados por los sistemas autoritarios asiáticos de China y Singapur cuestionan la convicción occidental de la superioridad del mercado libre y la democracia. En EE UU no se ha aprobado ni un solo presupuesto federal a su debido tiempo desde 1997, lo que ha supuesto la pérdida anual de un punto del PIB…