El historiador de la China contemporánea que estudie los acontecimientos de hace tres años, de hace diez, de hace veinte, tiene que sentir vértigo: en toda ocasión es la misma historia, la trama es idéntica sólo hay que cambiar los nombres de unos pocos personajes. El siniestro tiovivo no lleva a ninguna parte; solamente gira, cada vez más rechinante y desvencijado; la sangrienta maquinaria sólo es capaz de triturar con brutalidad creciente a un pueblo ansioso de libertad.
La opinión mundial se sintió asqueada por las matanzas de Pekín de junio de 1989. Nuestra época, que debería estar ya totalmente curada de espantos en cuestión de atrocidades, descubrió una nueva dimensión del horror al contemplar este fenómeno aparentemente sin precedentes1: un Gobierno que declara la guerra a su propio pueblo y desencadena un ejército de asesinos contra las pacíficas e indefensas multitudes de su propia capital.
Las matanzas dejaron atónito al mundo… y, sin embargo, no deberían haber sorprendido a nadie2. Los carniceros de Pekín tienen derecho a sentir un desconcierto auténtico frente a la indignación que expresó la opinión internacional. ¿Por qué tenían los extranjeros que cambiar repentinamente de opinión sobre ellos? ¿Qué gran novedad había en las atrocidades de junio –que, después de todo, se ejecutaron en escala bastante modesta– cuando se las compara con operaciones semejantes anteriormente llevadas a cabo por el mismo régimen?
En verdad, no es la naturaleza del comunismo chino lo que en junio cambió drásticamente hacia peor; sencillamente, fue la finura de las percepciones occidentales lo que mejoró repentinamente. Mucho antes de que tomaran el poder, los comunistas consideraban el asesinato como instrumento político fundamental… y quiero decir el asesinato en sus más diversas formas: individual o colectivo, metódico o al azar, público o secreto, dirigido contra los disidentes…