A principios de marzo, Chile comenzaba su retorno a la actividad, después de las vacaciones de verano, con la ansiedad e incertidumbre de qué pasaría tras el aparente apaciguamiento de las protestas durante la etapa estival. El 18 de octubre de 2019 había comenzado un estallido social que duraría varios meses. El detonante fue el alza del pasaje del metro en la capital, Santiago (unos 30 céntimos de euro). Un llamado de los estudiantes de secundaria a evadir masivamente el transporte público subterráneo se transformó en una revuelta popular que superó con creces la sola demanda del congelamiento del valor del pasaje. Lo que comenzó en Santiago aquel viernes de primavera austral, rápidamente se repitió a lo largo de todo Chile. Grandes manifestaciones y marchas, en su gran mayoría pacíficas, se sumaban cada día con más fuerza. Las reivindicaciones y demandas también, siendo estas tan disímiles como a veces contradictorias. Sin banderas de partidos ni liderazgo de ningún tipo, las protestas espontáneas recorrieron las calles de Chile, de Arica a Punta Arenas.
Lamentablemente, la violencia también llegó. La quema de varias estaciones de metro, la destrucción de mobiliario público y privado, los enfrentamientos graves entre grupos de manifestantes con las fuerzas policiales fueron la tónica de aquellos días. Tristemente, también la violación de los derechos humanos fue el dramático sello de aquel estallido. Con varios informes internacionales (Human Right Watch, Amnistía Internacional, Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos), así como el del Instituto Nacional de Derechos Humanos, las violaciones fueron constatadas. En un país donde en la memoria colectiva aún persisten las heridas de la dictadura militar, fuimos testigos de nuevo de la violencia policial. Y esta vez en democracia.
Es evidente que las causas del estallido…