La región es un interesante laboratorio de iniciativas nacionales e internacionales para la lucha contra la inseguridad. No obstante, existe el peligro de que el combate a la criminalidad aleje a los gobiernos locales de los objetivos fijados en la agenda del desarrollo.
Latinoamérica se ha consolidado durante la última década como una zona de estabilidad democrática y de crecimiento económico. Según los datos de la Comisión Económica para América Latina (Cepal), el PIB de la región creció durante el periodo 2001-10 un 3,8 por cien, ocho décimas por encima de la media mundial. Como consecuencia de este crecimiento, se están reduciendo los niveles de pobreza y los países de la zona cada vez cuentan más en la escena internacional (hay tres en el G-20). Este balance positivo no puede ignorar que la región presenta, simultáneamente, una serie de problemas a los que tiene que hacer frente. La desigualdad sigue siendo uno de ellos. La violencia es otro.
Latinoamérica se consolida, también, como la región más violenta del planeta. Los datos son abrumadores. Según el experto Kevin Casas Zamora, la región triplica (24 por 100.000 habitantes) la media mundial de homicidios. En 2000, Latinoamérica representaba el 8,5 por cien de la población global, pero los homicidios dolosos equivalían al 27 por cien del total mundial. Esos niveles de violencia obligan a hacer frente como mínimo a tres interrogantes: ¿Por qué es así?, ¿qué consecuencias tiene? y ¿cómo se corrige esta situación?
En lo relativo a las causas se han citado, entre otros, factores culturales, sociológicos (familias desestructuradas), la herencia de los años de violencia política (cuadros desmovilizados, tenencia de armas, la práctica del recurso a la violencia como medio de resolución de conflictos), el contagio del fenómeno de las maras de Estados Unidos (deportación a Centroamérica de miembros de pandillas),…