Reunido en un pub moscovita con un viejo camarada, de los que trabajaron en el primer gobierno reformista, estudio con interés las marcas de la sección de whisky. Todo es igual que en la vida pasada, nada parece haber cambiado. El otro día, en otro pub de Moscú, ya no había muchas variedades disponibles: las importaciones se han interrumpido y probablemente las existencias han empezado a agotarse. Pero aquí no hay ningún problema con eso. Pedimos un Maker’s Mark americano y caemos en la conversación estándar de los moscovitas inteligentes en tiempos de guerra, la conversación de la gente que se queda en Moscú. Primero, sobre el hecho de que el sueño ha desaparecido o al menos se ha vuelto intermitente, que tengo pesadillas –hoy he soñado con el registro en mi apartamento–, que la sensación de terror y de estar en una antiutopía nunca se va, mientras la etapa de habituación y aceptación nunca llega. Y luego intercambiamos interpretaciones de los acontecimientos y rumores.
Es mi segundo encuentro en este día, un día típico de Moscú. El primero ha sido con un conocido escritor, un viejo amigo de edad avanzada. Dice que a los 70 años es demasiado tarde para irse, que no tiene ningún sentido.
Moscú, sus calles suburbiales, tan adoradas por mí, siguen siendo las mismas. Nos avergonzamos de nuestra propia depresión, porque no es nada comparada con la muerte de personas en Ucrania. Todo ha cambiado, pero solo de manera invisible: nadie bombardea la ciudad, pero una especie de “ley marcial” está escrita en las caras de los habitantes. Hablar con transeúntes al azar es sencillamente peligroso: algunos de ellos están histéricos por la victoria del glorioso ejército ruso, a otros les carcome la misma pregunta interior: ¿irme o no irme? Si decido irme, ¿con qué dinero? Las nuevas normas solo permiten sacar 10.000 dólares en efectivo y las tarjetas Visa y Master Card rusas no funcionan en el extranjero.
De forma inesperada, me encuentro con una antigua compañera de trabajo a la que no veo desde hace, literalmente, 20 años, pero hablamos como si nos hubiéramos visto ayer. Es el tipo de persona que no necesita concretar si está a favor o en contra de Vladímir Putin. Dice que se quedó aquí “por alguna razón”, pero que sus chicos se fueron al extranjero.
Parece que casi todo el mundo en nuestro círculo tiene apartamentos en el extranjero o al menos la ciudadanía israelí. Yo también. En los primeros días, busqué caóticamente una salida. Conseguí un visado Schengen gracias a amigos de la embajada, solicité la repatriación a Israel, olvidando que salvaría a mi hijo del ejército en Rusia, pero le destinaría al servicio militar allí. Sí, sí, entiendo que son ejércitos diferentes, pero él necesita estudiar, un máster le espera en Europa y debe ir allí antes de que las fronteras probablemente se cierren.
Entonces dejé de ir de un lado a otro, comencé a trabajar con los periodistas que se habían ido a Tiflis, Riga y Vilnius, y comencé a transmitir en el todavía desbloqueado YouTube. Todos los antiputinistas aquí en Moscú están viendo las transmisiones de YouTube con el triple de energía y accediendo a los medios bloqueados a través de redes privadas virtuales. Mucha gente se sorprende de que siga en Moscú, es decir, en una zona de riesgo para alguien que escribe sobre política y comenta los acontecimientos. Sigo hablando con dureza, y solo con la nueva legislación utilizo el término “operación militar especial” en lugar de la palabra “guerra”. A mi amigo que está en Tiflis le digo: “Soy el único que puede verse amenazado por algo aquí, pero soy el único que se ha quedado aquí”. En Moscú quedan bastantes amigos y colegas, aunque, por regla general, tienen cierta edad o no están ocupados comentando los acontecimientos.
Intercambiamos chistes de internet por WhatsApp. Un amigo nos envía este: “Lo único para lo que tenemos que estar preparados ahora es… ¡Todo!”. Es cierto. Como que te pare la policía en el metro o en la calle y te pida que muestres el contenido de tu teléfono, en contra del artículo 23 de la Constitución sobre el secreto de la correspondencia. George Orwell está en todas partes. Sobre todo en los medios de comunicación estatales, que es imposible oír, ver o leer. Tienen el mismo mantra: Rusia iba a ser atacada, es bueno que hayamos hecho un ataque preventivo; solo hay nazis al otro lado de la frontera; Occidente necesita una Rusia débil; todo lo que escriben sobre las víctimas es falso.
«Hay que estar preparados para todo, como que te pare la policía en el metro o en la calle y te pida que muestres el contenido de tu teléfono. Orwell está en todas partes»
Coches con una pegatina con la letra Z. Por el lema “¡No a la guerra!”, calificado de eslogan nazi, puedes ser procesado según el Código Penal por “difusión pública de información falsa a sabiendas sobre el uso de las fuerzas armadas de la Federación Rusa”. Descuidar la letra Z es también desacreditar al ejército. Insisto: Orwell.
Hay mucho trabajo que hacer. Interminables pedidos de artículos, entrevistas, emisiones constantes, sobre todo en los medios de comunicación bloqueados. Eso mantiene el tono. Pero al caer la noche, una especie de fatiga increíble golpea; una fatiga física, amplificada por la moral. Otra noche con pesadillas y pensamientos sobre qué pasará con los niños, sobre qué hacer. Me levanto y escribo en un papel para mi mujer, que a menudo llora y no puede calmarse, los números de teléfono de las personas a las que debe llamar en cuanto me registren y detengan. Por la mañana, medio dormido, pienso en la logística: por qué ciudades volar o por qué territorios entrar en la zona Schengen. En mi cabeza imagino qué debo llevar en mi equipaje de mano. ¿Debo llevar una mochila o mi vieja bolsa de viaje favorita? ¿Debo limpiar mi portátil por si me piden ver su contenido en el aeropuerto? Entonces me asalta el pensamiento: ¿por qué demonios debo tener miedo de nadie y abandonar mi país? ¡Que se vayan a Eritrea o a Corea del Norte, que les apoyaron en la votación de la ONU!
Sí, llevamos mal años. Un régimen brutalmente autoritario. Pero había que vivir toda una vida, habiendo nacido poco después de la llegada de Leónidas Breznev al poder, para encontrarse con la peor de las distopías. Es peor que la Unión Soviética. Entonces, antes de Mijaíl Gorbachov, no esperábamos nada. Vivíamos como vivíamos. Ahora, después de más de 30 años de intentar construir un país normal, lo que tenemos es un completo fracaso, una completa abolición no solo de lo que yo hacía, sino de toda la vida en general. Es como si nunca hubiera existido. Y todo es obra, como en los dibujos animados, de un pequeño hombre gris mediante un simple movimiento de su mano. El hombrecito que comparé con Benito Mussolini en 2000. Entonces, por primera vez en años, el redactor jefe tuvo miedo de publicar mi artículo.
La gente como yo fue llamada por este hombrecito “traidores nacionales”, “quinta columna”. Pero los traidores de Rusia son los que permitieron el ascenso de este hombre. Empresarios, políticos, editores de periódicos y televisión, todos ellos hicieron concesiones a su conciencia, creyendo que era lo correcto. La clase acomodada de Moscú disfrutó de los frutos más accesibles de la economía de mercado. Los mejores estrenos, los mejores restaurantes, los mejores vinos, las oportunidades de viajar y comprar, incluso propiedades inmobiliarias en el extranjero. ¿Para qué si no íbamos a necesitar la democracia y la alternancia del poder? Pero necesitamos la democracia para no anular el país tras la anulación de los mandatos presidenciales de Putin. Al convertirse en burgueses, consumidores, esta gente no se ha convertido en ciudadanos, en personas que comparten los valores universales de la civilización que les dio los frutos del capitalismo.
Si me voy de este país agotado y anulado, nunca tendré un hogar en ninguna parte. Mi hogar es donde está mi gigantesca biblioteca familiar, donde están la habitación de mi hijo y los juguetes de mi hija. Cada libro tiene una historia, y es la historia de una familia atormentada por el siglo XX. Primero, la Primera Guerra Mundial, luego el gulag, después la Segunda Guerra Mundial. En esta familia había víctimas de Stalin, víctimas de las guerras y víctimas del sitio de Leningrado. Mis padres eran productos de la época; él procedía de una familia semicampesina y ella de un círculo intelectual judío. Ambos eran comunistas acérrimos. Mi hermano, ya fallecido, trabajó con el principal reformista de este país, Yegor Gaidar, también fallecido y acosado por sus compatriotas por querer que empezaran a vivir con normalidad antes o después. ¿A dónde puedo ir desde sus tumbas?
También tengo nietos aquí. Para mi hijo mayor, el padre de los niños, la partida no es relevante. Trabaja en la administración pública, tiene que ocultar sus opiniones porque todo el mundo a su alrededor está a favor de la “victoria” sobre Ucrania y Occidente. Estar en la oficina le resulta insoportable, pero si renuncia, se quedará sin trabajo. Después del bloqueo económico de Rusia, habrá desempleo a gran escala.
He tenido una conversación cautelosa con mi hija de 12 años: ¿y si vivimos en el extranjero durante uno o dos años? Ella está categóricamente en contra. Si no se trata de unas vacaciones, aunque sean largas, no quiere ir a un lugar durante tanto tiempo. Además, tiene su escuela de arte favorita aquí y no quiere dejarla bajo ningún concepto. Está acostumbrada al ritmo de vida de aquí, junto a nuestro gran y viejo parque que se extiende a lo largo del río Moscova. Yo también estoy acostumbrado. Vivo aquí desde 1972, medio siglo ya, conozco cada árbol, cada arroyo. Me entristece, como a los viejos residentes, la construcción de nuevos barrios al otro lado del río y de nuevas carreteras a este lado. Es bueno que no puedan destruir el enorme parque antiguo. Aunque bajo este régimen, todo es posible –los activistas medioambientales aquí también son equiparados con los enemigos de la patria–.
«Occidente no debería encerrar a Rusia, sobre todo a sus jóvenes, en un búnker con Putin, sino abrir las puertas a los que están en contra y tendrán que reconstruir el país desde cero»
Entiendo que esto es solo el principio. La “operación militar especial” ha impulsado la degradación de una nación que está dispuesta a vivir como en la Edad de Piedra y a alimentar su orgullo narcisista: somos los más grandes, todos nos temen. El capital humano de calidad se irá o no servirá de nada aquí. Los que dependían del Estado tendrán lo suyo, los trabajos poco cualificados se pagarán. Comenzará la lumpenización y desprofesionalización de la población. Quizá exagero, pero no hablo de hoy, ni siquiera de mañana, sino de quién y cómo vivirá en Rusia dentro de 20 años. Hay que pensar en el futuro. Y aquí estoy molesto: Occidente no debería encerrar a Rusia y sobre todo a sus jóvenes en un búnker con Putin, sino abrir las puertas a los que están en su contra, a quienes tendrán que reconstruir el país desde cero. Si Occidente bloquea a Rusia en su conjunto, incluso económicamente, nunca se levantará: sencillamente, no habrá gente amiga de Occidente que sepa construir un mundo moderno.
Este 2022 cumpliré 57 años. No, intentaré quedarme aquí, vivirlo todo, aunque cuando haya una oportunidad de reconstruir mi país desde las cenizas mentales y morales lo más probable es que ya no tenga fuerzas para unirme al proceso. A Yevgeny Yasin, el patriarca de las reformas rusas, un hombre de Odesa con un irónico estrabismo, le gustaba darme una palmadita en el hombro con las palabras: “Bueno, ya verás…”. Quería decir que vería una nueva Rusia feliz. Pero Yasin nunca verá su Odesa natal, está a punto de cumplir 88 años. Ahora ni siquiera tengo a nadie que me dé una palmadita en el hombro. No estoy seguro de que mis camaradas y colegas más jóvenes vayan a ver una nueva Rusia feliz. Ni ellos mismos se lo creen.
Este es el resultado del proyecto de Putin: una parte considerable de la generación más joven no cree que el país tenga futuro, lo que significa que no están seguros de que ellos también tengan futuro en este país. Ya no nos dirigimos al desastre, estamos dentro del desastre. Lo único que queda es esperar lo mejor. Una esperanza débil e irracional, alimentada por la vista familiar desde mi ventana: el río Moscova, enmarcado por un viejo parque, da un giro junto a la colina, cubierta de árboles centenarios, donde se encontraba la finca del conde Naryshkin… Entonces, ¿partir o no partir? ●