Los sondeos habían oscilado durante semanas. Se produjo un aumento de la opción “salir”, seguido por la opinión de que “permanecer” había remontado en la última semana previa a la votación. Parecía que los británicos habían entrado en razón y que, al final, optarían por lo práctico. El día en cuestión, 23 de junio de 2016, entre los partidarios de la permanencia reinaba una confianza relativa en que el referéndum les sería favorable. Los mercados estaban animados. Pero la conmoción del resultado final, a pesar de ser tan ajustado, fue abrumadora. La libra se desplomó, los mercados sufrieron una sacudida, la gente expresó su desconcierto y su enfado, y muchas personas lloraron abiertamente en las calles. El resultado también abrió un periodo de extrema incertidumbre en la política británica y llevó a la dimisión del primer ministro, David Cameron, quien había ganado con mayoría absoluta las elecciones generales 13 meses antes. En las filas laboristas se desató el caos cuando quedó claro que el partido había perdido credibilidad en sus feudos debido a que su líder, Jeremy Corbyn, había hecho una deslucida campaña entre sus votantes tradicionales para defender la permanencia de Reino Unido en la Unión Europea.
El 24 de junio por la mañana, hasta los líderes de la campaña por la salida parecían estupefactos por las noticias de su ajustada victoria, como si más bien hubiesen esperado salir como los valientes perdedores. Boris Johnson y Michael Gove dieron una conferencia de prensa, ambos con expresión grave y sombría ante el anuncio de la dimisión de Cameron.
Según The Economist, Gran Bretaña se había “internado en una tempestad sin nadie al timón”, y el torbellino en el centro de nuestra política bulle de animadversión y desconfianza. Michael Heseltine, exministro conservador, la calificaba de la mayor crisis política en tiempos…