Incluso para estándares balcánicos, Bosnia Este, con sus montañas, valles y bosques, es una región aislada, mal comunicada, cuyas carreteras a menudo se cortan por la nieve. Este aislamiento afecta en especial a algunas municipalidades y MZs, comunidades locales (mjesne zajednice), que hoy incluyen a gran parte de exrefugiados y desplazados internos, bosnios en su mayoría (de forma un tanto simple denominados musulmanes bosnios), que volvieron a su lugar de origen tras la guerra. El aislamiento que también es político y social, al ser hoy minoría en áreas donde antes de 1992 eran mayoría.
Destartaladas fábricas de armamento e industria química de la etapa de Tito definen el paisaje en áreas como Foca o Gorazde. También lo hacen carteles con la calavera, avisando de zona de minas, paralelos a la línea divisoria entre las dos entidades (Federación croata-musulmana y República Srpska) que, de mala manera, forman el Estado bosnio. El éxodo rural a Sarajevo, Bania Luka o Belgrado era una realidad en Bosnia Este antes de la guerra. La depresión económica y el estancamiento aquí es aún mayor que en el resto de un país de facto en respiración asistida por los “internacionales”.
Es en esta región, la del valle del río Drina, que inspiró la novela de Ivo Andric, El Puente sobre el Drina, hoy integrada en su mayor parte en la República Srpska, donde tuvo lugar el grueso de las matanzas y la limpieza étnica que hicieron de Bosnia una de las mayores ignominias en la historia moderna de Europa. Los focos de la CNN se centraron en Sarajevo y su sitio de más de tres años por las fuerzas del ejército serbobosnio de Ratko Mladic. Pero las áreas rurales del Este padecieron un infierno. Casi todas las poblaciones claves cayeron entre abril y mayo de 1992 –al poco de la declaración de independencia de Bosnia– en manos de unidades paramilitares chetniks y fuerzas de seguridad locales, con distintas formas de apoyo del Belgrado de Slobodan Milosevic (algo similar a la estrategia actual de Rusia en el este de Ucrania).
En esas breves semanas, en poblaciones como Foca o Visegrado, a escasas dos horas de Sarajevo, miles de bosniacos, de toda edad y condición, fueron asesinados, muchos de forma grotesca; miles de mujeres sufrieron violaciones sistemáticas en centros de detención como hoteles o gimnasios, y se destruyeron prácticamente todas las mezquitas y el legado otomano de esta región. Esta eficaz metodología de matanzas masivas y limpieza étnica recuerda algo a la de las Einsatzgruppen nazis en la Unión Soviética que describe Timothy Snyder en Bloodlands.
En este contexto, la masacre en Srebrenica, entre el 11 y el 13 de julio de 1995, de entre 7.000 y 8.000 bosniacos a manos de las fuerzas de Mladic, al poco de la caída de esta Zona Segura de Naciones Unidas bajo responsabilidad del contingente holandés de Thomas Karremans, es singular en términos de escala. Pero fue en parte el colofón de una secuencia más amplia, menos conocida, de actos genocidas y de la limpieza étnica consumada en Bosnia Este al inicio de la guerra. Líneas de sangre y violencia que, en cierta manera, con alteraciones aquí y allá, el acuerdo de paz de Dayton consagró luego a nivel constitucional.
La dialéctica política del genocidio
Este julio se cumplen 20 años de la masacre de Srebrenica, la única hasta hoy de las muchas acaecidas en la antigua Yugoslavia que ha sido calificada como genocidio por la jurisdicción internacional. Radovan Karadzic y Mladic se sientan en banquillo, y Milosevic murió en pleno juicio hace casi una década.
Pero 20 años no bastan. En estos Balcanes teóricamente encarrilados hacia la Unión Europea (Albania, Montenegro, Serbia y Macedonia son candidatos a la integración), hay cosas que no cambian tan rápido. Es el caso de la narrativa sobre genocidio y las guerras de los años noventa en general. No hay acuerdo sólido sobre el pasado reciente, ni tampoco sobre hechos similares de la Segunda Guerra mundial, parte de la psique colectiva y, a menudo, presentes en las mentes de los autores criminales o sus instigadores. Genocidio, víctimas y justicia siguen siendo cuestiones profundamente polarizadoras, tanto entre los nuevos Estados nacidos de la desintegración de Yugoslavia, como dentro de sus sociedades, más segregadas hoy, desde luego en Bosnia.
Las conmemoraciones de Srebrenica son polémicas casi todos los años. Este aniversario está generando aún mayores tensiones entre Bosnia y Serbia; entre Serbia y la UE y, algo habitual en la tóxica política bosnia, entre la República Srpska de Milorad Dodik (el presidente de la entidad) y Sarajevo. Serbia ha condenado la masacre, pero en general sus líderes rechazan calificarla de genocidio e insisten en el reconocimiento a las víctimas serbias. Esta negación de la palabra tabú conduce a Belgrado a deteriorar su nueva –aunque frágil– faceta de actor regional constructivo, crucial para su adhesión a la UE, y enfrentarse activamente por el pasado a Estados europeos claves. Es el caso de su rechazo a la reciente propuesta de resolución sobre Srebrenica en el Consejo de Seguridad de la ONU, a iniciativa británica, que incluye la referencia y condena la negación de genocidio. Esta dialéctica tiene también un cierto cariz geopolítico, pues tanto Serbia como la República Srpska han lanzado algunos mensajes para que Moscú, que ha calificado de “antiserbio” el proyecto de resolución, ejerza su derecho de veto. Tanto Belgrado como Moscú arguyen el efecto “desestabilizador” y negativo para la reconciliación, y el riesgo de nuevos conflictos étnicos –un arma de presión a Occiente que usan tanto actores locales omo regionales–. Estas maniobras, entre Occidente y el Este, se suelen adscribir al balancing que practican eficazmente los líderes balcánicos. La política exterior pendular que definen esta y otras crisis está despertando alarmas en la UE, sobre todo a raíz del conflicto en el este de Ucrania y la estrategia rusa en los Balcanes y el sureste europeo.
El controvertido Dodik –irónicamente, alguien que en su momento fue la esperanza occidental en Bosnia– se mueve cómodamente en estas polémicas, que le permiten maximizar la influencia desproporcionada que ejerce sobre Bosnia y la región. Aplica una eficaz política populista (empleando táctica y recursos similares a los de otros populistas en la UE o Rusia), que tantos réditos electorales le ha dado. Con una estrategia de tensión constante y una retórica al uso de Geert Wilders o Jean-Marie Le Pen, Dodik lanza guiños a Moscú; ataques a Sarajevo y a la comunidad internacional; apelaciones a la defensa de la República Srpska y las víctimas serbias, amenazando, con ecos de Crimea, con un referéndum de independencia en 2018. Y hace gestos aislados, como su tributo a las víctimas de Srebrenica –aunque firme en su negación del genocidio–.
Las conferencias Wannsee
Pero Bosnia y Srebrenica no son sino parte de un problema regional, político, pero también social. A pocas horas de carretera de Belgrado, en Kosovo, el nuevo Estado tiene que añadir a sus considerables problemas, la espinosa cuestión de justicia y responsabilidad por los crímenes cometidos por miembros del Ejército de Liberación de Kosovo (UCK, en albanés). Este año debería entrar en funcionamiento un tribunal especial, apoyado por la UE, para juzgar tales crímenes, pero con sede en Holanda (entre otras cosas, por la atmósfera de intimidación de testigos locales que frustró juicios anteriores contra líderes de la UCK). A finales de junio, la Asamblea de Pristina no había logrado la mayoría necesaria para adoptar las decisiones pertinentes, en medio de protestas y rechazo, de nuevo, con el habitual victimismo en esta región.
Por otra parte, la Corte Internacional de Justicia dictó este invierno la sentencia sobre las respectivas acusaciones de genocidio entre Serbia y Croacia, eximiendo a ambas por falta de pruebas del elemento subjetivo; el intento específico de “destruir en todo o en parte” a un grupo nacional, étnico o religioso. La carga de prueba exigida para atribuir responsabilidad a un Estado por el crimen internacional de genocidio (“absolutamente concluyente”, “única razonable conclusión”) es casi imposible, requiriéndose parámetros de Conferencia de Wannsee. En el caso de la antigua Yugoslavia, lleva casi al absurdo de reconocer que tanto las entonces fuerzas serbias, por una parte, y las croatas al mando de Ante Gotovina, por otra, cometieron objetivamente actos de genocidio, pero no es “absolutamente concluyente” que lo hicieron –por así decirlo– subjetivamente. De modo que pautas de violencia sistemática similares a las empleadas en Srebrenica quedan en la conciencia colectiva como crímenes menores, reforzando las teorías conspirativas y acentuando la percepción de dobles estándares y, en suma, de injusticia.
Sin embargo, al examinar de cerca los hechos de devedeseti (los años noventa), por ejemplo, cubriendo alguna de las recurrentes exhumaciones de fosas comunes en la región, la jurisprudencia internacional parece más lejana que nunca. Hubo varias conferencias de Wannsee, más o menos formales, en Belgrado (y Zagreb) y Pale, centro de mando de los líderes serbobosnios, con las directivas correspondientes. Pero también hubo mucho de la grotesca e inexplicable violencia de individuos concretos, a menudo simples; “la banalidad del mal” de la que hablaba Hannah Arendt, que se dieron en las matanzas de Ruanda o Europa del Este en la Segunda Guerra mundial.
‘Bilo pa proslo’
A nivel macro, los actores locales y regionales hacen malabarismos, alternando el lenguaje que espera Europa y el nacionalismo polarizador que aún da de comer a muchos de ellos y que les impide reconocer el daño causado al otro. Los gestos de genuflexión en Varsovia, como Willy Brandt en su momento, son más bien escasos, aunque es verdad que ha habido algunos en los últimos años.
El problema central es la absoluta falta de una narrativa mínimamente compartida por grandes segmentos en estas sociedades sobre los hechos claves de la guerra (quién la empezó, número de víctimas, etcétera) y su significado. Y este problema adquiere varias facetas. Por una parte, a menudo no hay empatía en el daño sufrido por el otro y hay demasiada negación de la realidad de hechos constatados, que queda difuminada por el discurso político (y la demagogia). En un contexto sin sistema educativo común, se mantiene una simbología en la que los criminales para un lado son a menudo héroes o mártires para el otro. Y la interesada política del irredentismo balcánico (Gran Albania, Gran Serbia, etcétera), a veces apagado, a veces muy latente, justifica la agresión como defensa. Como pude comprobar en Foca, tras la detención de Mladic en Serbia, en mayo de 2011, muchos serbobosnios siguen ensalzando al general como defensor de los serbios ante la amenaza musulmana de Sarajevo, al igual que muchos croatas ven a Gotovina como héroe, o los albanokosovares a los líderes de la UCK. El mito de los freedom fighters.
Una guerra tan fratricida destruye el tejido social. Es el caso de Bosnia que, al margen de su perenne bloqueo institucional y político, ve su existencia cuestionada por al menos una de sus partes constituyentes, igual que sucedía en 1992.
Lo irreconciliable de algunas narrativas es patente en el terreno, cuando, por ejemplo, se trata de valorar el alcance de los procesos judiciales y la percepción que las víctimas tienen sobre los mismos. Varias organizaciones serbias de Bosnia Este critican la, en su opinión, falta de persecución de crímenes contra civiles serbios, como de los que se le acusa al general del ejército bosnio en la guerra, Naser Oric, considerado por las familias de las víctimas de Srebenica como un héroe. Y, con frecuencia, existe una cierta manipulación o mediatización del genocidio y de la idea de violencia étnica por parte de algunas organizaciones e intereses. El papel de los líderes religiosos es a menudo muy negativo y son parte del problema –y no de la solución, como se empecina la comunidad internacional–.
Otra actitud extendida es la de mantener la normalidad. Con algunas salvedades, las autoridades locales en la República Srpska, en graves apuros financieros y sociales, procuran enterrar el pasado, enfatizando el desarrollo y el turismo de esta bella pero deprimida región. Desde esta perspectiva puede verse el proyecto de Andricgrad, a cargo del director de cine Emir Kusturica, en Visegrado, inaugurado en 2014 coincidiendo con el 100 aniversario del asesinato del archiduque Fernando por Gavrilo Princeps (mártir para muchos serbios). En Visegrado, no obstante, no hay una sola placa conmemorativa de las masacres de 1992. El pasado es un incómodo inconveniente.
La normalidad y el acuerdo tácito del silencio forman parte de la escena política, como lo forman la continua dialéctica del genocidio y sus constantes polémicas. Al margen de la política, lo cierto es que muchos jóvenes, en Bosnia o Kosovo, optan de hecho por la apolítica sobre la guerra y sus tragedias. Prefieren centrarse en sus preocupaciones materiales inmediatas, o emigrar a Europa y Occidente, si pueden, otro de los dramas de esta región.
A veces, los más activistas, a menudo una minoría, exigen democratización y buen gobierno a las élites, prioridades frente a permanecer enterrados en el pasado y sus fantasmas, para muchos, una distracción de lo que importa hoy. Es la idea del dicho bilo, pa proslo (el pasado, pasado queda).
Reconciliación, ¿dentro de Europa?
El protagonismo en impulsar alguna forma de reconciliación en los Balcanes lo han tenido sobre todo algunas organizaciones civiles. Hay también distintas cumbres regionales entre los líderes, enmarcadas en un discurso centrado en potenciar las relaciones en “Europa” y mirar al futuro, aunque es muy distinto lo que dicen unos y otros en visita diplomática frente a lo que dicen en casa. Algunas de estas dinámicas y desafíos no son exclusivos de Bosnia, o los Balcanes. Se repiten en sociedades afectadas por conflictos, violaciones masivas de derechos humanos (genocidios o no) y narrativas enfrentadas.
A menudo las perspectivas sobre los Balcanes oscilan entre los que solo quieren ver la región bajo el prisma de los años noventa y sus Srebrenicas, y los que solo quieren hablar de “progresos” y del potencial transformador de la integración europea. La realidad es, claro, más compleja, entremezclándose dinámicas nuevas, algunas positivas y otras no tanto, con dinámicas de los años noventa, que siguen ahí.
Pero es ingenuo pensar que la integración de todos los Balcanes en la UE es el antídoto para prácticamente todos los problemas que asuelan esta región. Desde el mal gobierno y los retrocesos democráticos; la quiebra de los acuerdos de reparto de poder, como Dayton, e incidentes violentos, como Macedonia hace pocas semanas; movimientos geopolíticos de Rusia y otros actores o, en fin, el descontento social.
Si hoy no es posible la reconciliación, quizá podría venir por un cambio generacional. Y el olvido. Pero el legado del pasado, como estamos viendo hoy en la UE, sin cambios orgánicos en las sociedades, tiende a reaparecer y condicionar el presente y el futuro. No hubo “Hora de Europa” hace 20 años, en plena etapa dorada de la UE y de infierno en los Balcanes. Pensar que vendrá sola, en los Balcanes (o Ucrania), en plena fragmentación política de la Unión y en crisis de proyecto, es un sorprendente ejercicio de voluntarismo.