La nueva actitud de EE UU hacia Rusia, Irán, el conflicto palestino-israelí o el cambio climático presenta una oportunidad única para que los europeos trabajen codo con codo con Washington.
La concesión del premio Nobel de la paz al presidente de Estados Unidos, Barack H. Obama, ha sido acogida en Europa, excepto en los círculos más conservadores, con una mezcla de sorpresa y alegría. Sorpresa ante la evidencia de que sus nueve meses de mandato no le han permitido obtener aún resultados tangibles en su gestión de los asuntos internacionales, ni resolver los dos conflictos mayores que ha heredado, Irak y Afganistán. Y alegría porque este premio supone un respaldo y un estímulo -quizá un compromiso- hacia una política exterior que ha dado un giro de 180 grados respecto a la de su predecesor, alejándose del catastrófico militarismo de aquél y apostando por el diálogo y la cooperación para resolver los problemas, la reducción -e incluso la desaparición- de las armas nucleares, la lucha contra el cambio climático, el entendimiento entre culturas y religiones? en definitiva, por la paz.
Entendimiento con Rusia, diálogo con Corea del Norte e Irán, solución justa al problema palestino-israelí, acercamiento al mundo islámico, apoyo decidido al desarrollo de los más pobres. No es fácil que en la generación presente encontremos otra oportunidad como la que ahora viene de Washington para avanzar hacia un mundo más pacífico y justo, incluso reconociendo que ese avance ha de ser duro y trufado de decepciones y retrocesos.
No obstante, ni Obama, ni su administración, ni el Partido Demócrata –aunque estuviera unido tras su líder– serían capaces de llevar a cabo un programa tan ambicioso por sí solos. En primer lugar, por la cerrada oposición dentro de su propio país, no sólo de los ultraderechistas y fanáticos religiosos de las…