Cinco años después de que los jefes de Estado y de gobierno de la Unión Europea firmaran en Roma el malogrado Tratado Constitucional europeo, y dos años después de que rubricaran el llamado Tratado de Reforma o Tratado de Lisboa, que recoge lo más importante de aquél aunque envuelto en un ropaje mucho menos ambicioso, este último entró finalmente en vigor el 1 de diciembre, cerrando un periodo de crisis institucional que ha supuesto una larga pausa en el desarrollo de la integración europea, ha mermado durante estos años la capacidad de la Unión para afrontar los problemas colectivos, y ha debilitado su imagen y proyección externa.
El Tratado de Lisboa consiste en realidad en sendas –e importantes– modificaciones del Tratado de la UE y del Tratado Constitutivo de la Comunidad Europea, que pasa a llamarse Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea. No es, por supuesto, la panacea para resolver los problemas de la Unión, que tienen su principal raíz en los miopes egoísmos nacionales, ni tampoco una aproximación al federalismo, como han querido mostrar algunos euro-hostiles británicos, checos, polacos o de otros países. Pero es un importante paso adelante y ofrece instrumentos para que la Unión sea más eficaz –y más democrática– en la toma e implementación de decisiones, tanto internas como en su Política Exterior y de Seguridad Común (PESC), si bien en el caso de esta última se mantiene la unanimidad del Consejo como regla general.
Con la modificación de los tratados, la UE tiene formalmente personalidad jurídica propia, lo que la faculta para suscribir tratados internacionales. La Carta de Derechos Fundamentales pasa a ser jurídicamente vinculante con el mismo rango que los propios tratados, excepto para aquellos Estados que han obtenido cláusulas de exclusión (Reino Unido, Polonia, República Checa). Las materias que se decidirán por…