Al igual que en el resto de Europa, en España el debate público sobre la crisis de Ucrania está inevitablemente vinculado a la perenne cuestión de las relaciones de Occidente y Europa con Rusia, a menudo desdibujando otros aspectos. Los mismos dilemas básicos que han dividido a los Estados miembros y a sus opiniones públicas (por lo menos en Europa Occidental) marcan el debate español: culpar a la Unión Europea o a Rusia (EU-blaming vs Russia-shaming), involucrar a Rusia o emplear sanciones y disuasión, etcétera.
Este discurso español es, en parte, proeuropeo, como muestra el apoyo, aunque crítico, a una posición común de la UE. Y en parte, europeo occidental, puesto que revela perspectivas parecidas a las habituales en países como Alemania o Francia (por ejemplo, la preferencia por diplomacia con Rusia). Es también un debate propio de la Europa del Sur, escéptica con la agenda del Este, pues Europa Oriental sigue siendo una gran desconocida.
Confirmando una tendencia de la última década, las discusiones nacionales han sido a menudo muy parroquianas o localistas. Es el síndrome España-Kosovo, consistente en valorar crisis regionales de distinta índole desde un prisma unidimensional (el nacional-interno), por encima de otras dimensiones también relevantes (no menos, la idiosincrasia del conflicto o crisis en cuestión), y definir en consecuencia intereses nacionales y el peso de la agenda exterior. Ese ha sido el caso con el énfasis oficial en Crimea y el vínculo con las reivindicaciones soberanistas de Cataluña.
Este debate sobre Ucrania y Rusia pone de manifiesto profundas percepciones (y, a veces, prejuicios y lugares comunes) en lo que concierne a cuestiones como Occidente, Europa oriental, alianzas colectivas o Rusia, lo que se traduce en un cierto grado de predictibilidad sobre las distintas posiciones en política exterior –ya se trate de Ucrania, Siria, Egipto…