El apoyo a formaciones políticas populistas, ultranacionalistas y racistas es un síntoma de la mala salud de las sociedades europeas, agudizada por la crisis. Está en riesgo la estabilidad del sistema.
En los años treinta del siglo XX, la crisis financiera y económica, que se inició con el hundimiento de la bolsa de Nueva York en octubre de 1929, asoló Europa, llevándola a la depresión más larga y profunda de la economía moderna. Las consecuencias políticas no se hicieron esperar: en algunos lugares las masas empobrecidas e irritadas buscaron refugio en el discurso radical nacionalista y xenófobo, hasta el punto de que partidos fascistas se hicieron con el poder en países como Alemania e Italia, y comenzaron a poner en práctica sus planes de expansión y agresión. Así se originó la mayor destrucción entre humanos que ha conocido este planeta: la Segunda Guerra mundial.
No es de extrañar, por tanto, que muchos europeos se estremezcan al oír juntas las palabras “crisis” y “nacionalismo”. Afortunadamente, hoy la paz intraeuropea está garantizada por mucho tiempo –un logro que ninguna crisis le quitará a la UE– y las cosas no llegarán tan lejos. Pero no hay que minusvalorar la fuerza de la demagogia, que está produciendo en la mayoría de los países de la Unión un incremento significativo del voto a partidos de extrema derecha, con el consiguiente riesgo de desestabilización, tanto a nivel nacional como comunitario. Estas formaciones promueven políticas contrarias a los tratados y directivas de la UE, son en muchas ocasiones hostiles hacia otros Estados miembros y sostienen, en general, posturas eurófobas…