La forma en que Occidente ha tratado a Rusia estrecha el entendimiento chino-ruso. Esta nueva relación entre Moscú y Pekín devalúa tanto el pivot (giro) de Estados Unidos hacia Asia como las sanciones contra Rusia.
La reemergencia de China como gran potencia, la única comparable en el futuro próximo a Estados Unidos, llevó a Barack Obama a proclamar, en 2010, su política de strategic pivot o rebalancing hacia Asia-Pacífico. Esta política partía del reconocimiento de que los intereses estratégicos y económicos de EE UU en esta región son más importantes que los que tiene en cualquier otra, y de la asunción implícita de que otras áreas prioritarias en el pasado, como Europa u Oriente Próximo, ya no requerían tanta atención.
Pero la liquidación de la presencia militar en Irak y Afganistán ha dado paso a los avances del Estado Islámico y la guerra civil siria. No se ha conseguido desactivar la amenaza del terrorismo salafista ni estabilizar Oriente Próximo, y menos aún democratizarlo. La realidad ha desmentido la peregrina idea de que basta con derribar un régimen opresivo para que en sociedades tribales o de tradición radicalmente distinta a la occidental florezca la democracia liberal. Por su parte, el conflicto de Ucrania ha hecho saltar por los aires la ilusión de la estabilidad geoestratégica de Europa. Así, una primera consecuencia de que las premisas del giro no se hayan cumplido por ahora es que el mayor tiempo, energía y recursos que EE UU debe dedicar a estas regiones no puede invertirlos en Asia-Pacífico.
Para comprender (que no quiere decir justificar) la actitud de Rusia en Ucrania es indispensable un análisis del proceso histórico que se desarrolló entre 1989 y 1991. En junio de 1989 Solidarnost desplazó del poder por las urnas al Partido Comunista de Polonia. Mijail Gorbachov no envió…