Demócratas y republicanos han vuelto a perder la ocasión de acometer los verdaderos problemas del presupuesto y la reforma fiscal: gastos sociales desprotegidos y crecimiento sin estímulo.
Rara vez hemos vivido en Estados Unidos una situación tan desquiciada. En 17 ocasiones anteriores el Congreso ha obligado a cerrar la administración al no aprobar su presupuesto, pero nunca de esta manera tan perentoria. En realidad, el único precedente del actual cierre fue en 1995, cuando los republicanos, liderados por el energúmeno Newt Gingrich, intentaron obligar a Bill Clinton a aceptar su “contrato con América”. El tiro les salió por la culata, pues la opinión nacional se vertió airadamente en contra suya. Probablemente lo mismo les pasará en esta ocasión: más del 70 por cien de los ciudadanos se expresó negativamente en los sondeos en los primeros días del cierre, pero mientras, hemos estado viviendo esta demencial tesitura de las tres semanas del cese de todos los servicios de la administración y de todos los programas sociales que no estén entre las partidas no discrecionales del presupuesto.
Peor es que haya coincidido con el debate sobre el techo de la deuda, por razón de la fecha, el 17 de octubre, en que la Tesorería previó que tendría que ser renovado para sufragar el déficit y los intereses de la deuda. Es más bien una aprobación formal que autoriza al ejecutivo a continuar emitiendo deuda para sufragar los gastos del presupuesto previamente aprobado por el Congreso. En ocasiones anteriores este debate ha permitido algún forcejeo, pero por razones más bien accidentales. Solo durante las dos últimas legislaturas se ha empleado este procedimiento para forzar al ejecutivo a aceptar las demandas presupuestarias del Congreso, en este caso solo las de la mayoría republicana en la Cámara, y aún más, solo las del núcleo duro…